lunes, 31 de diciembre de 2018

Un nombre más



Miguel de Arjona vadeaba el pantano, las turbias aguas a la altura de su pecho, portando sobre su cabeza la bolsa de cuero con la correspondencia. Hacía una jornada completa que había partido de Baton Rouge, y solo unas horas de camino lo separaban ya de su destino. Al arribar a la orilla opuesta, le sorprendió descubrir la figura de una niña, sola, de no más de seis años, recogiendo raíces del suelo enlodado. Procurando no espantarla, se aproximó a ella y le habló, esforzándose por que su inglés fuera lo más comprensible posible.

—¿Podrías indicarle a un humilde cartero español donde podría hacerse con algo de agua antes de retomar su ruta, pequeña?

Los enormes ojos negros de la criatura lo escrutaron con detenimiento. Asintió levemente y ambos se pusieron en marcha. No tardaron en divisar la cabaña de madera, más allá de la linde de la floresta cenagal. Al llegar a esta, Miguel captó un sonido sospechoso y, haciendo un gesto a la pequeña para que se mantuviera en silencio, se aproximó a una de las paredes de la vivienda. Espió el interior entre los tablones carcomidos. Descubrió una única estancia, en la que un humilde matrimonio permanecía estoico ante la amenazante presencia vestida con roja casaca. ¿Qué hacía ahí un soldado británico, casi cinco años después de haberse firmado la Paz de París poniendo fin a la guerra?

—¿Dónde está el cartero español, furcia asquerosa? —le escupió el inglés a la mujer, arrodillada frente a él—. Sé que lo tenéis escondido.

Aquel hombre lo estaba buscando a él, pensó Miguel. ¿Cómo era posible? ¿Lo habría seguido desde Baton Rouge?

—No sé de qué me habla, señor —respondió la que, suponía, era la madre de la pequeña, mientras el soldado le apuntaba con una pistola entre ambas cejas.

Miguel decidió intervenir y se dirigió a la puerta principal. Justo en el instante en que la sujetaba con la mano, el estallido hizo que le pitaran los oídos. Desde el umbral, contempló el cuerpo inerte de la mujer, su cabeza convertida en un repugnante revuelto de sangre, hueso y sesos. Guiado por la furia, el marido aprovechó que el inglés se había vuelto para contemplar con estupor a su cartero de pie en la puerta, y se abalanzó sobre su espalda, asestándole un contundente rodillazo en la muñeca para arrebatarle el arma de fuego y envolviéndolo con su robusto abrazo. El inglés se revolvió, tratando de sacárselo de encima.

—¡Malnacido! ¡Te mataré! —le gritaba el padre, su voz diluida en amargas lágrimas, mientras el cartero permanecía congelado a la entrada de su casa.

En un alarde de combativa experiencia, el inglés se sacudió y asestó al hombre un pisotón, obligándolo a aflojar la presión. Sin darle tiempo a reaccionar, desprendió de su cinturón un puñal de hoja corta y giró sobre sí mismo, encarando a su oponente. Necesitó una única puñalada. El estómago del viudo estalló en una erupción de sangre cuando la punta del metal atravesó sus paredes.

—¡Muere, asqueroso traidor! —le susurró al oído, justo antes de girarse hacia Miguel, con el rostro contraído en una expresión de desquiciada euforia—. Ahora te toca a ti.

La vista de ambos se desvió hacia la pistola, abandonada en el suelo contra la pared, bajo la ventana. Quién la alcanzaría primero era una simple cuestión de tiempo. Apenas un segundo se sostuvieron la mirada antes de lanzarse a atraparla. Sus cuerpos chocaron aparatosamente, se precipitaron al suelo y el puñal salió despedido, fuera de alcance.

Los instantes siguientes se resolvieron en una sucesión de puñetazos, patadas y cabezazos, un rudo enfrentamiento entre dos hombres que no estaban dispuestos a morir sin asegurarse de que su oponente corría la misma suerte. Entre giros e improvisadas llaves, el español logró tumbar al inglés, colocándose a horcajadas sobre su espalda. Contempló a su alrededor y encontró un paño de gastado algodón colgado del borde de la encimera. Se estiró para alcanzarlo sin dejar de aprisionar al soldado bajo su peso y lo deslizó por debajo de su garganta. Sujetó ambos extremos con las manos y tiró, tiró con todas sus fuerzas, hasta el punto de temer que la tela cediera y se rompiera.

Pero no lo hizo. Un estertor bajo sus piernas le confirmó que el britano había exhalado por última vez. Lo abandonó y se aproximó al moribundo viudo, que presionaba con ambas manos sobre lo que restaba de su vientre descompuesto.

—Mi hija… —logró burbujear, más que articular.

—Está fuera de la cabaña —le informó Miguel, mostrando conmiseración.

—Llévela con usted y manténgala a salvo. —El hombre se encogió en una mueca de dolor—. Pero permítame terminar cuando se hayan ido.

El español comprendió lo que le pedía y se aproximó a la pared. Recogió la pistola, que el viudo recibió con una agradecida sonrisa.

—Que Dios le pague lo que ha hecho por mi familia, joven.

Miguel salió de la cabaña y cerró la puerta tras él. Fue recibido por la pequeña, que más tarde descubriría que se llamaba Emily, y que en ese momento le rodeó la cintura en un compungido abrazo. No tendría que explicarle lo ocurrido, ella también había espiado a través de las tablas. Se limitó a cogerla de la diminuta mano y a retomar el camino.

Durante las horas siguientes avanzaron en silencio, hasta que las primeras edificaciones de madera aparecieron ante ellos. Miguel hizo entrega de la carta que portaba y condujo a María a una posada, cerca de la Plaza de Armas. Aunque hacía poco que había amanecido, cayeron rendidos sobre el catre, agotados por el cúmulo de emociones. Y aquella fue la última vez que lo harían.

Cuando aquel día fuera recordado, nadie sabría de la historia de Miguel de Arjona y Emily. Cuando se hablara de aquel día, ambos no serían sino un nombre más en la extensa lista de la flamígera tragedia que sacudiría Nueva Orleans aquel 21 de marzo de 1788.


Imagen: https://goo.gl/images/NWpqwy

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