lunes, 31 de diciembre de 2018

Balón de trapo




En este instante, mi mente no está aquí, en este lugar, en este tiempo. Está a miles de kilómetros de distancia, varios años atrás. Río crecía sin control aunque yo, a mis dos años de edad, no lo apreciara. Tampoco apreciaba las dificultades que tenían mis padres para sacar a mis hermanos y a mí adelante. Y, lo que es peor, no valoré lo suficiente el regalo que mi padre me hizo por mi tercer cumpleaños, algo de lo que me arrepentiré siempre.

—Feliz cumpleaños, hijo mío.

Contemplé con sorpresa el balón de trapo que mi padre sostenía entre sus manos. No sabía para qué servía. Tuvo que llevarme a una pequeña explanada, un terreno más o menos llano entre casetas de uralita y mugriento ladrillo rojo donde, tomando como referencia dos cubos de metal en el suelo, me hizo marcar mi primer gol. A partir de entonces, acudí a diario a esa explanada. Allí descubrí la pasión que todos los niños del barrio sentían por aquel nuevo juego, y estos me acogieron en el grupo entre comentarios.

“¿Has visto cómo se ha ido?” “Parece que se haya pegado el balón al pie.” Comenzaron a escogerme pronto al formar equipos, incluso para ser capitán de alguno, a pesar de mi corta edad. Un día, un hombre trajeado de aspecto misterioso se acercó a mí para hablarme.

—¿Podrías llevarme a junto tus padres, pequeño?

Hice caso sin protestar, como me habían enseñado, pero cuando lo vi entrar a nuestra casa, en la inclinada ladera de la montaña, comencé a preguntarme por qué querría hablar con mis padres. ¿Habría hecho algo malo? ¿O sería a ellos a quienes afectaba el problema? Aquel día, el hombre trajeado se marchó, revolviéndome el pelo al despedirse. Mis padres no hablaron del asunto, se limitaron a seguir con nuestra vida, como si nada hubiera ocurrido. Un día, cuando contaba ya seis años, mi padre me despertó temprano.

—Vamos, hijo. Quiero que me acompañes a un sitio.

Esa fue la primera vez que vi un campo de fútbol de verdad. Me pareció inmenso, con un césped repleto de calvas pero mucho más agradable que la tierra a la que estaba acostumbrado. Me ofrecieron un balón de cuero auténtico, para que jugara un rato yo solo. El hombre misterioso del maletín estaba ahí. Al terminar, estrechó la mano de mi padre y los dos volvimos a casa.

Una semana más tarde, mis padres y mis hermanos me acompañaron, atravesando la ciudad, hasta llegar a la Ilha do Governador. Allí, en el aeropuerto, fue la primera vez que vi de cerca un avión. Aunque me habían dicho que me iba a un lugar mejor, donde podría jugar al fútbol cuanto quisiera y conocer a muchos niños de mi edad, no pude evitar llorar al separarme de ellos. El hombre del maletín, que cada vez me parecía menos misterioso, me acompañó en el vuelo, hacia un nuevo destino, un nuevo mundo por descubrir.

A esto siguieron los años de formación en la escuela de fútbol, los partidos en las categorías infantiles. Comencé a acumular títulos, de equipo y personales, y a los dieciséis años llegaron, el mismo día, mi primer contrato como profesional y la noticia de la muerte de mi padre. Fuego cruzado en un ajuste de cuentas, habían dicho. Cuatro temporadas a tres millones por año más variables, habían dicho. El hombre del maletín, y no mis padres, me acompañó cuando firmé los papeles.

Pensé, no obstante, que aquello no solo sería bueno para mí, sino que permitiría que mi madre y mis hermanos vinieran a Europa, que vivieran conmigo esta nueva vida. Desde ese momento, asumí en cierto modo el papel de mi padre: me hice cargo de la familia. Mis hermanos pudieron estudiar y encontrar trabajo, y mi madre no tuvo que preocuparse de nada. Hasta el día en que todo se rompió.

—La fractura ha sido casi total —recuerdo que musitó el médico, sosteniendo frente a él la oscura radiografía—. Nuestra recomendación son seis meses de reposo absoluto, pero no podemos asegurar la total recuperación.

La comparecencia ante los medios fue muy dura. Apretaba los puños bajo la mesa mientras el hombre del maletín se dirigía a los periodistas. No quise leer los titulares del día siguiente. ¿Qué me iban a contar que no supiera ya? Ese mismo día volví a trabajar. Durante meses mi vida se desarrolló entre el gimnasio y el campo de fútbol. Al terminar de ejercitarme, acudía a las gradas para ver entrenar a mis compañeros de equipo. Tenía que volver, costara lo que costase. Y al final lo logré. Los médicos no se lo creían, pero yo tenía demasiadas razones para seguir luchando.

Ahora, a mis veintiséis años, las gradas de Wembley se alzan a mi alrededor. Hace apenas dos semanas que he vuelto a jugar partidos, y ahora mis manos acarician el metal. La orejona, la llaman. Sí que parecen orejas. Tras tomar aire, sigo avanzando por el escenario. Saludo al Presidente de la Federación, al Primer Ministro, a otras autoridades que no conozco, e inclino la cabeza para que me cuelguen una medalla. Con una sonrisa de emoción, me uno a mis compañeros. Algunos de ellos lloran, otros permanecen en silencio, incrédulos.

Me giro y contemplo de nuevo el escenario. Ahí esta el equipo rival, eufórico, alzando la copa entre una lluvia de confetis y flashes. Me doy la vuelta hacia las gradas y allí descubro a mi madre, a mis hermanos, al hombre del maletín. Sí, acabamos de perder la final de la Champions League por goleada, pero no podría importarme menos. Lo único que existe para mí ahora mismo es esa sonrisa de mis seres queridos, la ilusión por el futuro que nos espera, y la satisfacción de saber que, allí donde se encuentre, el hombre que me regaló mi primer balón de trapo entre favelas, que me descubrió el fútbol, estará orgulloso de mí.




Imagen: https://goo.gl/images/GJENzW

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