lunes, 31 de diciembre de 2018

La máscara




Esa mañana se había despertado hastiado, debía reconocerlo. Se trataba ya de su quinta jornada en la anclada ciudad de Venecia y todavía les quedaban otras dos por delante. Pero él ya estaba harto de tanto museo de obras religiosas, de tanto puente por cruzar, de tanto vaporetto arriba y abajo por el canal, de tanta historia. ¡Suficiente! Esa mañana se había despertado con el firme convencimiento de que debía revelarse, separarse del grupo y dejar que la guía siguiera conduciendo al rebaño de reliquia en reliquia.

Esa mañana se escabulló por la retaguardia del grupo y puso rumbo suroeste, hacia la Isola Sant’Elena. Sus pasos lo condujeron entre callejuelas por la orilla izquierda del Gran Canal, hasta llegar a una reja de hierro oxidado tras la que daba comienzo el Giardini della Biennale, la mayor zona verde de la ciudad. Le pareció el lugar indicado para pasear sin rumbo, arrastrando los pies por senderos de grava bajo la sombra de los árboles. Y eso hizo, hasta que el aburrimiento se abrió paso y lo llevó a sentarse al pie de uno de estos árboles, con la espalda apoyada en la base del tronco.

Desde ahí contempló durante unos minutos a la gente recorriendo el parque, a gran velocidad los que debían cruzarlo para llegar a alguna cita, a paso lento los que como él no tenían nada mejor que hacer y con paso incierto aquellos incapaces de levantar la vista de sus teléfonos, donde comentaban las fotos de las vacaciones que todavía no habían concluido y ya estaban desaprovechando. No encontró nada especial que lo entretuviera, nada que se saliera de lo de siempre, así que desvió la vista hacia un arbusto cercano. Fue entonces cuando lo vio.

Se arrastró a cuatro patas hasta aquel objeto, oculto bajo las finas ramas del seto plagado de hojas. Extendió las manos y lo sujetó, tirando de él hacia fuera. Se trataba de un pequeño cofre, especialmente ligero y de aspecto antiguo. Miró a su alrededor, por comprobar si alguien reclamaba su hallazgo, pero las rutinas a su alrededor continuaban inalteradas. Se pregunto cómo nadie había reparado en él hasta ese momento; y también qué guardaría en su interior.

Intrigado, descorrió el pequeño cerrojo y levantó la tapa, revelando su contenido. Para su sorpresa, se trataba únicamente de una máscara veneciana, como las del famoso carnaval. Estaba hecha de un metal ligero tintado de plata, con un corte internándose por el costado izquierdo de la frente y una filigrana de macramé descolgándose por el lateral derecho. Su decoración combinaba detalles en plata con pequeñas esmeraldas de aspecto auténtico y algunas perlas. Aquello tenía que valer una fortuna.

Pensó que difícilmente volvería a encontrarse con una joya como aquella entre sus manos, y que nadie le diría nada por probársela un instante. Decidido, volvió a mirar a su alrededor para comprobar que nadie hubiese reparado en él y, con manos temblorosas a causa de la emoción, aproximó lentamente el adorno a su rostro hasta que este entró en contacto con su piel, encajando a la perfección con cada una de sus facciones.

Por unos instantes no pudo ver nada, hasta que sus ojos se acostumbraron a la poca luz que les llegaba a través de los orificios de la máscara. Se sorprendió al descubrir que ya no se encontraba en el Giardini, sino en una explanada, con el Gran Canal a su espalda. A su alrededor, cientos de personas transitaban en todas direcciones, ataviadas con las vestimentas tradicionales del carnaval veneciano. No comprendía qué había ocurrido, cómo había llegado hasta aquel lugar. Daba vueltas sobre sí mismo y en lo único que podía reparar era en los rostros cubiertos por las máscaras, que se giraban hacia él, mirándolo fijamente mientras pasaban por su lado, como si les molestara su presencia.

Comenzó a marearse, así que trató de quitarse la máscara, pero descubrió que, por algún motivo, permanecía pegada a su piel. Era incapaz de retirarla y comenzaba a agobiarse. Sin darse cuenta, la marea de gente lo había arrastrado hacia el canal, hasta una zona de tránsito más despejado. Fue ahí donde cogió algo de aire, recuperando la compostura, lo que le permitió comprender dónde se encontraba. La vista del conjunto en perspectiva le reveló que se trataba de la Piazza San Marco. ¿Cómo había recorrido los casi dos kilómetros de distancia entre ambos puntos en tan solo un instante? ¿Por qué no era capaz de retirarse aquella máscara?

Desesperado por encontrar respuestas, se centró en observar a las personas que pasaban por su lado, en busca de alguien que pudiera ayudarlo. Ante él desfilaban infinidad de trabajados diseños, largos vestidos decorados con flecos, bordados y plumas; elegantes trajes de colores resguardados bajo gruesas levitas y capas; máscaras de todos los colores, diseños y materiales, muchas de ellas las propias de la época de la peste; enormes sombreros arquitectónicos que se extendían hacia el cielo. Trató de hacer que alguna de esas personas se detuviera, pero se limitaban a mirarlo con lo que imaginaba era desprecio, pues era difícil asegurarlo tras la máscara, y continuaban su camino.

Rendido, volvió a retirarse hacia el canal. Sentía que le faltaba el aire, que además del agua del canal también el suelo bajo sus pies no dejaba de zarandearse. Se apoyó en uno de los postes de madera, asideros que surgían del agua para que las góndolas pudieran atar a ellos sus cabos. No lograba comprender nada, pero no podía quitarse de la cabeza la idea de que algo estaba mal, de que por algún motivo debía averiguarlo y solucionarlo lo antes posible, de que su existencia consistía en ese momento en una veloz cuenta atrás hacia algo desconocido. Recurriendo al  autoconvencimiento, se giró y enfrentó de nuevo la muchedumbre. No estaba dispuesto a dejarse vencer, iba a averiguar qué ocurría ahí, fuera como fuera. Dio un primer paso al que, con ficticia decisión siguieron otros, de vuelta hacia la plaza, hasta que su avanzar se detuvo súbitamente. El impacto fue terrible, cabeza contra cabeza. El hombre de protocolaria vestimenta y peluca blanca caminaba con la vista fija en el suelo, concentrado en una cuenta regresiva de segundos que le impidió ver venir la colisión. Impactaron de lleno y cayeron de espaldas, cada uno en una dirección distinta.

—Disculpe, caballero —recitó el extraño personaje con nerviosismo—. No le he visto venir.

—No se preocupe, estoy bien —le respondió, haciendo un esfuerzo para ponerse de nuevo en pie—. ¿Y usted? ¿Se encuentra bien?

—Sí, creo que sí —respondió, llevándose una mano a la cabeza—. ¡Los planos!

A través de los orificios de la máscara, comprobó cómo varios rollos de papel se desperdigaban en todas direcciones, rodando por el suelo. Uno de ellos, imparable, se dirigía directamente hacia el canal. Se lanzó a por él y, por fortuna, pudo alcanzarlo centímetros antes de que se precipitara a las aguas, donde se perdería para siempre.

—Muchas gracias, caballero —le agradeció el aturdido personaje al recibir el pliego que le tendía su inesperado salvador—. Estoy en deuda con usted.

—Pues, si me lo permite, hay algo en lo que podría ayudarme. —El hombre de la peluca afirmó con la cabeza y se dispuso a recolectar el resto de papeles enrollados mientras el otro le exponía su cuestión—. Va a pensar que estoy loco pero… ¿podría decirme qué día es hoy?

—Nueve de febrero. ¿Eso es todo?

—En realidad, no. En realidad le estaba preguntando por… ¿febrero de qué año?

El hombre, con el último de los planos en su mano y los demás envueltos por el otro brazo, se levantó poco a poco del suelo, como si tuviera miedo de marearse y tener que volver a comenzar la tarea desde el principio.

—¿Me está preguntando en qué año estamos? —le preguntó, palabra por palabra, como si pretendiera hacerle ver lo irracional de su cuestión.

—Lo sé, sé que parece una locura —se apresuró a explicar—, pero es importante para mí. Es algo difícil de explicar.

—En fin… —El hombre de la peluca, abrazando con fuerza sus planos, comenzó a alejarse de aquel hombre aparentemente carente de cordura que trataba de retenerlo para que le diera una respuesta—. 1630. Estamos en el año 1630 de nuestro señor. Pero ahora debo marcharme, el Dogo me espera.

Incrédulo, vio al hombre de los planos perderse entre la multitud, en dirección al Palacio Ducal. Se dejó caer de rodillas, sin importarle ya toda la gente a su alrededor. ¿Cómo era posible? ¿De veras había viajado cuatro siglos hacia atrás en el tiempo? ¿Qué había sucedido, por qué motivo podría haber ocurrido algo así? Próximo a la histeria se llevó las manos al rostro y lo comprendió. ¡La máscara! Tenía que ser aquella maldita máscara.

Con rabia, sujetó los bordes del adorno y comenzó a tirar, con todas sus fuerzas. Seguía pegada a la piel de su rostro y la arrastraba consigo como si fuera a arrancarla. Le dolía, era un dolor agudo e intenso, pero tenía que arrancarla, despertar de aquella pesadilla: porque no podía ser otra cosa más que eso, una pesadilla. Poco a poco, la máscara fue cediendo hasta que, entre jadeos de esfuerzo, se descubrió con el antifaz entre las manos, de rodillas sobre una superficie de gravilla.

Levantó la cabeza del lugar donde se encontraba el cofre y miró a su alrededor. Estaba de vuelta en el Giardini, con los turistas aferrados al móvil. Sintió alivio al verlos: la pesadilla había terminado. Guardó la máscara en el cofre, lo cerró a conciencia y lo escondió de nuevo en el interior del matorral. Se puso en pie y enfiló el sendero hacia la salida del parque. Por ese día ya había sido suficientemente insurgente, había llegado la hora de volver a unirse al grupo y asumir que su mejor plan para los días restantes era seguir con total precisión las instrucciones de la guía.

Avanzó bordeando el Gran Canal, de vuelta hacia el centro de la ciudad. Tras apenas veinte minutos de apurado caminar, llegó a la Piazza San Marco. Aquel día se suponía que iban a visitar el interior de la Basílica. Probablemente el grupo se encontrara ya en el interior, pero él sentía que debía esperar allí fuera al menos unos minutos. Estar de nuevo en ese punto, tras lo que acababa de experimentar, lo hacía sentir incómodo, como si algo estuviera fuera de lugar. Con el objetivo de cerciorarse de que todo estaba como debía, dio lentamente una vuelta sobre sí mismo.

Desde el pie de la Basílica que daba nombre a la plaza, observó los edificios del Museo Arqueológico Nacional, del Museo Correr y de las Procuradurías Viejas que, junto con los dos anteriores, recorría casi todo el perímetro de la explanada. Siguiendo el recorrido de su vuelta, se encontraba la Torre dell’Orologio, la propia Basílica, el Palacio Ducal, el Campanile y las Columnas de San Marco y San Theodoro. Fue al reparar en algo más allá de estas últimas cuando se sintió de nuevo profundamente desconcertado.

—Disculpe, ¿qué ha ocurrido con la Basílica? —le preguntó a una mujer que pasaba por su lado, con aspecto de oriunda.

—La tiene ahí mismo —le respondió esta, señalando hacia la Basílica de San Marco, sorprendida por el hecho de que aquel turista no hubiera reparado en un edificio como aquel a pesar de encontrarse a su pie.

—No, esta no. —El hombre sujetó a la mujer por el brazo y, a pesar de su resistencia, la arrastró hacia el centro de la plaza, de frente a las dos columnas, desde donde se podía contemplar la orilla opuesta del Gran Canal. Apuntó hacia una ubicación muy precisa, en la Punta della Dogana—. ¡Esa, la Basílica de Santa María della Salute!

—¡Ah, comprendo! —exclamó la mujer, liberando su brazo del agarre del hombre—. Jamás llegó a construirse.

—¿Cómo? ¡Pero si ayer mismo la vi, cuando cruzamos por el Puente de la Academia!

Incrédulo, el hombre contemplaba la desierta superficie al otro lado del canal, donde parecía no haber rastro de la llamativa basílica rematada por una cúpula a sesenta metros de altura que, hacía menos de veinticuatro horas, había visto con sus propios ojos.

—En realidad, existe una leyenda en torno a ella —comenzó a exponer la mujer, dudando cada vez más de la cordura de aquel alterado hombre—. Se dice que a mediados del siglo XVII, cuando la peste arrasó la población de la ciudad, el patriarca Giovanni Tiepolo prometió construir una Basílica dedicada a la Virgen Santísima para, una vez que la peste hubiera sido superada, agradecerle su intervención sanadora. Se encargó el proyecto a un arquitecto, Baldassare Longhena, que según se cuenta confeccionó los planos para construir una maravillosa Basílica. Pero cuando se suponía que debía reunirse con el dogo Nicolás Contarini, para mostrarle su idea y que este la aprobara, no llegó a presentarse en el momento indicado y el dogo, ofendido por tal desplante, jamás le volvió a conceder audiencia. De haberse llegado a construir, se habría llamado así, Basílica della Salute pero, como le digo, todo esto no es más que una leyenda.

—¿Se sabe qué le ocurrió al tal Baldassare? —preguntó el hombre, albergando ya una sospecha que esperaba confirmar.

—Hay muchas versiones de la historia, pero tal vez la más extendida es que en su camino hacia el Palacio Ducal sufrió algún tipo de imprevisto: un atraco, una pérdida de orientación, una caída… ¿Quién sabe? —Sin que la mujer se diera cuenta, el hombre la había dejado con su relato inconcluso y se alejaba ya de la Piazza, presto a lanzarse a la carrera—. Pero, ¿a dónde va ahora?

Probablemente el hombre ni siquiera escuchara sus últimas palabras exclamadas. En ese momento, solo una cosa ocupaba ya su mente: un parque, un sendero de grava, el tronco de un árbol, un arbusto, un viejo cofre, una máscara veneciana… Ahora sí, sabía lo que tenía que hacer.


Imagen: https://goo.gl/images/FrkFw7

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