lunes, 31 de diciembre de 2018

Seis balas




Desde que me desperté esa mañana, supe que aquella noche podría morir. No tenía miedo. Me había estado preparando para ello; despedido de mis seres queridos, repartidas mis exiguas posesiones, confesados mis pecados. Me eché el pesado abrigo negro sobre los hombros y me encasqueté el sombrero.

Llovía con fuerza. No, diluviaba, cuando llegué a la iglesia abandonada. Aquellas cuatro inconsistentes paredes de piedra apenas lograban mantenerse en pie, desprovistas de un techo que les diera cohesión. La luz de la Luna, asomando entre las nubes, acariciaba la superficie de tierra, carente de resto alguno de las pétreas baldosas que la habían cubierto. Avancé a lo largo de la nave, directamente hacia el ábside. Cuando llegué al altar mayor lo rodeé y al otro lado hallé lo que esperaba encontrar. El trabajo de los últimos meses me había llevado a pensar que mi presa se refugiaba al otro lado del tenebroso túnel a mis pies, cerrado por una reja de hierro.

Me agaché y, sujetando con ambas manos la pesada pieza, tiré hacia arriba de ella. Logré levantarla lo justo para arrastrarla hacia un lado, dejando descubierta la entrada al pasadizo. Salté hacia el oscuro vacío. Aterricé unos metros más abajo, con las piernas flexionadas para mitigar el impacto, sobre una superficie pringosa. A mi espalda, por encima del grueso abrigo, portaba una estaca de madera con un extremo envuelto en telas e impregnado de brea. La cogí, encendí un fósforo contra la pared y prendí las telas ante mi rostro. La luz me mostró un angosto sendero subterráneo, que discurría cubierto por desmembrados restos humanos, destrozados, harapientos y sanguinolentos. Por doquier me encontraba al caminar cabezas, brazos, piernas y torsos de hombres, mujeres y niños de todas las edades. De muchos de ellos, apenas restaban los huesos.

Continué avanzando hasta que el pasadizo desembocó en una gran caverna, con multitud de túneles adentrándose en sus paredes. En las bocas de estos, ocultos en las sombras, descubrí varios pares de refulgentes ojos amarillos, observándome, a la espera. Contra una de las paredes había una figura humana, semidesnuda y encogida sobre sus piernas. Al acercarme a ella descubrí que temblaba de frío y gimoteaba, apretando los brazos cruzados sobre su pecho.

—¿Te encuentras bien?

Al oír mi voz, el joven muchacho se giró hacia mí, revelando un rostro deformado por la proliferación de una dentadura afilada y de dimensiones anormales para un humano. Sus ojos comenzaban a amarillear y por todo su cuerpo crecía a un ritmo apreciable a simple vista un pelambre oscuro como la noche. Convulsionaba, sacudido por anormales movimientos que eran acompañados por los crujidos de sus articulaciones. Mis sospechas se habían confirmado. Aquella era la criatura a la que había perseguido durante los últimos meses, después de que la práctica totalidad de mi pueblo hubiera sucumbido a su ataque una noche como esa. Sintiendo el ansia de venganza correr por mis venas, comprobé que el cargador del revólver estuviera lleno, accioné el percutor y deslicé el índice por el hueco del gatillo.

Un ensordecedor gruñido me sorprendió por la espalda, precediendo a la sombra que avanzaba a la carrera hacia mí, volando a cuatro patas sobre la superficie rocosa. Unos metros antes de alcanzarme, extendió su cuerpo dos cabezas más grande que el mío por el aire, abalanzándose hacia mí. Me dio el tiempo justo de levantar el brazo, apuntarle con el arma y accionar el gatillo, pero no pude evitar que el peso de su cuerpo muerto cayera sobre mí y me aplastara contra el suelo. Sentí su fétido aliento, que se extinguía a medida que la bala de plata surtía su efecto. Ya no podía hacerme daño, pero tenía que librarme de su prisión lo antes posible.

Cuando me hube zafado de él, descubrí que otros dos licántropos se aproximaban a la carrera. Levanté el revólver apuntando hacia ellos y se detuvieron súbitamente, poniéndose en pie, rodeándome, precavidos. Miraba alternativamente a uno y a otro, vigilando sus movimientos. Sus fauces, chorreantes de espesa saliva blanca, semejaban capaces de engullir mi cabeza entera. Su figura erguida, levemente encogida a la altura de los hombros, era mucho más ancha y robusta que la de cualquier hombre. Sin que me diera cuenta, desde lo alto de un montículo rocoso cercano, un quinto depredador se abalanzó sobre mí, dándome el tiempo justo para dispararle mientras volaba por el aire y esquivarlo. Solo me quedaban cuatro balas. Otro de ellos me atacó por un costado, aprovechando mi desconcierto. Le disparé, pero le alcancé en la pata trasera. Ahora no tenía más que tres balas: una por objetivo.

El otro atacante se lanzó a por mí y pude abatirlo con un certero tiro en la cabeza. Dos balas. Nuevamente, el anterior se lanzó a la carrera hacia mí. Lo despisté agitando la llama de la antorcha entre los dos y le perforé el cráneo con otro proyectil argentado. Con la bala restante lista en la recámara y todos los demás hombres lobo abatidos, me dirigí hacia el muchacho, que permanecía retorciéndose en su proceso de transformación. Sin contemplación, presioné con un grito de rabia el gatillo entre sus ojos. Había acabado al fin con su especie.

Apenas unos minutos más tarde, exhausto por el esfuerzo, emergí de nuevo a la superficie. Me dirigí hacia el centro de la iglesia y, en el momento en que el primer halo de luz de la Luna llena acarició mi piel, me sentí súbitamente reconfortado. Fue entonces cuando la saliva comenzó a escocerme en el profundo mordisco en mi espalda. En el fragor de la lucha, no me había percatado de que uno de aquellos seres me había mordido. Coloqué el cañón de mi pistola sobre mi sien y apreté el gatillo, una, dos y hasta seis veces, inútilmente. Maldije entonces mi destino con un grito desesperado, que no tardó en convertirse en algo similar a un aullido.

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