jueves, 9 de julio de 2020

Al otro lado




Presionó con fuerza el sello, previamente humedecido, contra el sobre blanco. Sujetó el envoltorio frente a sus ojos y lo observó con detenimiento, comprobando que todo estuviera correcto.

—Raúl, ¿estás listo?

Su madre lo esperaba ya en la puerta, sujetando una bufanda de cuadros, su favorita. Con la ilusión de sus inocentes seis años, Raúl fue a su encuentro y dejó que se la ciñera en torno al cuello. Esa mañana tenía una importante misión que cumplir y no quería que el gélido frío del exterior le impidiera llevarla a cabo.

Salieron del edificio hacia las desapaciblemente frías calles de Barcelona, por las que anduvieron un par de manzanas hasta llegar a la librería de su padre.

—Veo que ya tienes todo preparado, Raúl —advirtió este, al verlos cruzar la puerta de cristal de la entrada—. En ese caso no os entretengo. Venid cuando hayáis terminado y os invito a tomar un buen chocolate caliente.

Raúl sonrió ante la idea y su padre le revolvió con cariño el pelo. Volvió a salir a la calle y continuó avanzando, en dirección al punto de la ciudad en que debía cumplir su encomienda. Al llegar a la Avenida Diagonal, su madre extendió una mano hacia él. Hasta entonces, había sujetado el sobre fuertemente con cada uno de sus diez dedos, por lo que tuvo que liberar una mano para sujetar la de su madre. Asidos el uno al otro, atravesaron la calzada y llegaron a la acera contraria.

En ese momento, pasaron por encima de una rejilla, dispuesta a ras de suelo. Una fuerte bocanada de aire, impulsada por el paso del metro más abajo, sacudió enérgicamente el blanco envoltorio hasta hacerlo volar de entre sus dedos.

—¡Mamá, la carta! —exclamó el pequeño, mientras soltaba la mano de su madre y se lanzaba a correr calle arriba, dejándola atrás, sin perder de vista el sobre arrastrado por las corrientes de aire.

Siguiéndole la pista, atravesó la entrada al parque Turó y siguió corriendo por los despejados senderos de arena. El sobre le llevaba la delantera, deslizándose aleatoriamente entre las copas de las encinas y palmeras. De pronto, Raúl comprobó cómo su presa se estrellaba contra la rama de uno de estos árboles y se precipitaba como el plomo hacia el suelo. Pensando que aquella era su oportunidad, que debía recogerlo antes de que retomara el vuelo, apuró el ritmo de su carrera en dirección al punto aproximado de aterrizaje.

Se encontró frente a una frondosa agrupación de arbustos, al pie del alto tronco con el que el envoltorio se había estrellado. Rastreó la superficie de hierba, anexa al sendero, sin encontrar rastro alguno de su objetivo. Comenzó a pensar que lo había perdido definitivamente, que todo el trabajo que había pasado había sido en vano. Ya no le quedaba tiempo para remediarlo, pues en apenas dos noches sería demasiado tarde.

A punto de darse por vencido en la búsqueda, decidió probar suerte al otro lado de los arbustos. Aprovechó su pequeño tamaño para internarse entre las ramas, abriéndose paso con ambas manos, hasta aflorar más allá del seto.

Ahí estaba, algo arrugado pero aparentemente íntegro, apoyado en una raíz que afloraba desde el subsuelo, como si hubiera estado esperando la llegada del pequeño Raúl. Este suspiró aliviado y avanzó hacia aquel punto, con una mano extendida hacia el frente.

Apenas unos centímetros antes de lograr recuperarlo, un estilizado guante blanco se interpuso en su trayectoria, rodeando el sobre con delicadeza. Raúl dio un pequeño paso atrás, sorprendido, y comenzó a alzar lentamente la vista. Más allá del guante blanco se extendía una manga de aterciopelada tela roja, rematada por un puño blanco de aspecto algodonoso.

La figura se irguió hasta ponerse en pie, sin dejar de sujetar el sobre entre sus dedos. Entonces fue cuando Raúl contempló las botas de cuero marrones hasta la rodilla, los gruesos pantalones rojos y la chaqueta roja con detalles también blancos que ocultaba una prominente barriga abarcada por un ancho cinturón marrón.

Aunque ya creía saber de quién se trataba, siguió subiendo, observando con atención. Como había supuesto, la figura portaba un picudo sombrero rojo y blanco, que junto con la frondosa barba blanca, apenas permitía distinguir los rasgos de su rostro. Sobre la ancha nariz, descansaban unas gafas redondas que enmarcaban unos diminutos ojos oscuros.

—E… eres… —balbució Raúl, incrédulo ante lo que sus ojos contemplaban.

La figura elevó la mano con que sujetaba la carta hasta la altura de su pecho. La otra la llevó hasta su rostro y extendió el dedo índice sobre sus labios, en señal de silencio.

—Raúl, ¿dónde estás?

Al escuchar la voz de su madre, el pequeño se giró instintivamente hacia su espalda. Recordando que estaba escondido tras el seto y que era imposible que pudiera verla, se volvió a girar hacia la inesperada figura. Descubrió, sin embargo, que esta ya había desaparecido, dejando a su paso solo la sensación de que unos brillantes polvos mágicos se disolvieran en suspensión en el punto que antes había ocupado.

—¡Raúl, por fin apareces! —exclamó alterada su madre, al verlo emerger de entre unos arbustos—. Te he estado buscando. No puedes salir así corriendo y desaparecer. Te podría haber pasado cualquier cosa.

—Lo siento, mamá. Es que la carta salió volando…

—¿Y la carta? —preguntó la mujer, al comprobar que su pequeño ya no la llevaba consigo—. ¿La has encontrado? Porque hay que llevarla ya al buzón, o Papá Noel no la recibirá a tiempo.

—No te preocupes, mamá —le dijo Raúl, con expresión de satisfacción—. Ya no hace falta que se la envíe.

—¿Y eso? —preguntó ella, desconcertada por la seguridad con que el niño había respondido—. ¿Qué ha ocurrido?

Con resolución, Raúl le extendió una mano abierta a su madre para volver con ella a la librería de su padre y así poder disfrutar del prometido chocolate, antes de responder:

—Te lo contaría, mamá, pero no me creerías.


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