martes, 14 de julio de 2020

El pueblo






Una densa neblina enturbiaba el ambiente de las calles del pueblo cuando la figura de aquel hombre, de mediana edad pero encorvado a causa de los arduos años de trabajo en el campo, apareció en la plaza. Observó todo a su alrededor, en busca de cualquier otra forma de vida, algo que le permitiera cerciorarse de que aquel momento era algo más que uno de los frecuentes desvaríos de su turbada mente.

Se dirigió hacia la taberna, un ajado edificio de argamasa que amenazaba ruina inminente, en cuya puerta no le sorprendió hallar un cartel que plasmaba una disculpa por el vigente período de reformas. Tampoco allí encontró lo que buscaba, de modo que extrajo del bolsillo de su abrigo una petaca metálica, en cuyo interior se alojaba uno de sus mejores amigos: el añejo whisky escocés.

Cuando alzó el contenedor para sorber el preciado líquido, le pareció ver en la boca de un callejón cercano la enigmática figura de un niño, encaramado a la esquina de un edificio, en cuyo rostro no existía rastro alguno de ojos. En lo que tardó en parpadear, este había desaparecido, dejando atrás solo oscuridad.

Intrigado, el hombre guardó de nuevo la petaca en el interior de su desvencijado abrigo y se aproximó al lugar por el que se había asomado el rostro de aquel misterioso muchacho. Ante él, se abrió un alargado callejón sumido en la tiniebla propia de aquella hora de la noche, pero dominado al mismo tiempo por una atmósfera particularmente inquietante. El silencio reinante a su alrededor era absoluto, y al mismo tiempo creía oír infinidad de estridentes y perturbadores sonidos. Semejaban voces humanas.

Al cabo de un par de minutos escrutando infructuosamente la oscuridad, se disponía a abandonar el callejón adoquinado cuando algo captó su atención. En la base de la pared de uno de los edificios exteriores se abría una rejilla que daba salida a las aguas acumuladas en el pavimento hacia las alcantarillas. Conforme se aproximaba a aquel punto, las voces que le había parecido escuchar se hacían cada vez más claras y perceptibles. En ese momento, habría jurado que se trataba de una especie de llamamiento. Si no fuera por su ligero estado de embriaguez, probablemente no hubiera aceptado que quienquiera que estuviera detrás de aquella fría voz lo llamaba por su nombre.

Sacudiéndose hacia atrás el bajo del abrigo, se acuclilló al lado de la rejilla metálica. A pesar de encontrarse algo más cerca del origen de aquel intrigante sonido, no llegaba a oírlo con la claridad suficiente como para identificarlo debidamente, así que se arrodilló, sintiendo un escalofrío cuando la humedad de los adoquines atravesó la gruesa tela de su pantalón hasta entrar en contacto con la piel de sus rodillas. Aproximó la cabeza al hueco abierto en la pared, ladeándola para orientar el oído hacia la oscura inmensidad que se intuía al otro lado de los barrotes de hierro.

Su cuerpo salió despedido hacia el centro del callejón, sorprendido por la súbita aparición de una rata de bastante más de un palmo de longitud y enlodado pelaje gris, que acababa de asomarse entre los barrotes para acceder al exterior, llegando a rozar su mejilla. Se encontró por tanto sentado sobre la piedra del suelo, con el abrigo completamente empapado al haber aterrizado sobre el reguero de agua remanente de las lluvias de aquella tarde, que serpenteaba lentamente hacia el desagüe.

Desde su posición, le pareció discernir cómo una luz centelleante cruzaba justo al otro lado de la rejilla de fundición, como tratando de captar de nuevo su atención hacia aquel punto. Parecía querer decirle algo, indicarle lo que debía hacer.

Movido por el coraje aportado por el alcohol, se arrodilló de nuevo frente al sumidero y lo sujetó con fuerza con ambas manos. Tiró hacia atrás de él, no logrando moverlo más que un par de milímetros en el primer embiste. Sin darse por vencido, asió todavía con más fuerza la pieza metálica y tiró de ella de nuevo, apretando los dientes e impulsándose con un pie apoyado en la pared vertical del edificio.

Finalmente, logró sostener la reja desprendida entre sus manos. Ante él se abría una oscura abertura de no más de medio metro de ancho. Sin pensarlo, movido por la acuciante curiosidad, introdujo un brazo y comenzó a palpar el interior de aquel orificio. Parecía dar acceso a un hueco interior de considerables dimensiones. Hacia arriba, comprobó que el techo se ubicaba a unos diez centímetros del borde superior del agujero, mientras que hacia los lados la pared interior se extendía más allá de lo que alcanzaba su largo brazo. Hacia el frente tampoco logró hallar referencia alguna de las dimensiones de lo que fuera que se encontraba en el interior, y solo cuando extendió el brazo más allá del borde inferior del hueco creyó comprender lo que tenía ante él.

Decidido, se tumbó boca abajo sobre los adoquines de la calle, con las piernas orientadas hacia el orificio, dudando que en realidad tuviera la altura suficiente para que pudiera atravesarla su fornida fisonomía. No dispuesto a dejar de intentarlo, se arrastró hacia atrás con las manos, hasta que hubo introducido la mitad de su cuerpo en aquel oscuro espacio. Entonces, orientó las piernas hacia abajo, sobre el borde entre el callejón y la oquedad oculta, hasta que dio de nuevo con las alargadas muescas practicadas en la resbaladiza pared. Según lo que había podido palpar con la mano, parecía tratarse de unas escaleras cinceladas en el paredón que descendían hacia donde fuera que condujera aquella suerte de pasadizo.

Comenzó a descender los escalones, hasta que su cuerpo desapareció por completo de la superficie. Se iba sujetando con las manos cada vez a un escalón inferior, mientras avanzaba al mismo ritmo con los pies, unas cuantas muescas más abajo. Debía de llevar cerca de unos dos metros descendidos, todavía sin intuir siquiera si aquel acceso tendría fin conocido, cuando volvió a oír aquella siniestra voz, aparentemente pronunciando su nombre en un inquietante susurro que se reproducía en la oscuridad por obra del eco.

En ese instante, una gélida corriente de aire le atravesó el pecho, provocando que un intenso escalofrío le recorriera el cuerpo y que sus manos resbalaran en el mohoso y escurridizo escalón de piedra. Se encontró de pronto precipitándose al vacío, envuelto en absoluta oscuridad en una caída aparentemente sin fin. Hasta que ésta se detuvo súbitamente, golpeándose el hombre la cabeza contra algún objeto desconocido.

Cuando se despertó, se encontró rodeado de una oscuridad casi total. Sentía el cuerpo entumecido a causa de la caída contra el duro suelo y la humedad reinante en el ambiente. Por su ubicación, dedujo que el lugar en el que se encontraba debía ser algún tipo de alcantarilla o desagüe. Confirmó sus sospechas al descubrir que a unos pasos un estrecho reguero de agua maloliente avanzaba con parsimonia, seguramente hacia el río. Sin estar del todo seguro de hacia dónde dirigirse, comenzó a caminar en el sentido contrario al avanzar del agua, internándose cada vez más en aquel inquietante túnel.

Tras haber recorrido apenas unos metros, le pareció volver a escuchar aquella voz susurrante pronunciando su nombre. Se detuvo y aguzó el oído. Sintió una punzada en la sien, debida a la mezcla del alcohol y la caída, y trató de obviarla para discernir de qué lugar procedía el murmullo. Le pareció que provenía del frente, así que retomó su marcha, siempre con los brazos extendidos hacia el frente, tanteando con las manos el aire en busca de posibles obstáculos, pues la iluminación continuaba siendo claramente deficiente.

De nuevo, escuchó aquella voz articulando su nombre, de forma mucho más clara en esta ocasión, hasta el punto que le pareció discernir un tono infantil en ella. ¿Sería aquel misterioso niño que se había asomado al borde del callejón en la superficie, y que había hecho surgir en él la curiosidad por saber a dónde se dirigía? Tal vez lo fuera. Tenía que descubrirlo. No sabía exactamente cuál era el motivo que le llevaba a ello, pero ahora era consciente de que necesitaba saberlo.

Mezclado con la intrigante voz infantil, comenzó a llegarle el sonido de otras voces, indefinidas, entonando algo semejante a un cántico. Respecto de estas no tenía duda: provenían del frente. Por ello, retomó nuevamente su marcha, avanzando cada vez con más soltura, a medida que el pasadizo se iba volviendo cada vez más luminoso, como si al fondo de este existiera algún tipo de fuente lumínica.

Finalmente, alcanzó una nueva estancia, de mugrientas paredes cilíndricas y superficie circular. Sobre ella se asomaba una especie de pasarela metálica, a cuyo borde se asomó para tratar de discernir el fondo de aquel nuevo espacio que se abría bajo sus pies. Así descubrió cómo, a unos diez metros por debajo de él, un grupo de figuras encapuchadas y vestidas con túnicas oscuras se hallaban dispuestas en hileras, todas colocadas de frente a algún tipo de altar o escenario, en el que se ubicaba una gran caja de madera y otra figura, sorprendentemente familiar, con las manos apoyadas sobre la tapa de esta y los ojos cerrados con fuerza, concentrada.

Un escalofrío recorrió al hombre cuando la hueca mirada del niño lo observó directamente desde el estrado de hormigón. Al instante, el hombre sintió sobre sí la inquietante mirada del medio centenar de rostros presentes en la tétrica reunión. Sin ser plenamente consciente de ello, se puso en pie y se aproximó al borde desprotegido de la pasarela, exponiéndose claramente a la vista de todos ellos.

Abajo, la infantil figura dio un paso al frente, con la mirada fija en el intruso y, dedicándole una terrorífica sonrisa desdentada, le indicó con un gesto que descendiera por la escala metálica que partía de la plataforma, a escasos metros de donde este se hallaba. El hombre, desconcertado, se giró hacia el punto indicado por el niño. Sus pies avanzaban por simple inercia, movidos por una voluntad externa que parecía haberse adueñado de su capacidad de raciocinio, pues nadie en su lugar habría hecho caso a tal orden. Cualquier otro habría comenzado a correr de vuelta hacia la superficie desde el primer instante.

Sin embargo, algo le impedía hacerlo. De algún modo, se sentía atraído hacia aquella misteriosa caja expuesta en la plataforma elevada. Y no se trataba de simple curiosidad: hacía ya bastantes instantes que su curiosidad había sido con creces satisfecha.

Llegó al extremo de la plataforma metálica suspendida en la pared y, como había hecho en la boca de la alcantarilla en la superficie, se acostó sobre ella e hizo colgar sus piernas por el borde, hasta apoyar los pies en los primeros escalones. Se deslizó, descendiendo paso a paso, hasta que pudo sujetarse también con ambas manos a uno de los travesaños.

Fue entonces cuando, en un instante de lucidez impuesta sobre la desconocida fuerza que lo incitaba a continuar descendiendo, se detuvo y sacudió la cabeza para tratar de despejar su mente. Fue entonces cuando se preguntó qué diablos hacía descendiendo hacia aquel perturbador grupo en lugar de huir con todas sus fuerzas hacia la superficie. Y fue entonces cuando extendió por primera vez una de las manos, para asirse al escalón inmediatamente superior.

Pero fue entonces también cuando el niño percibió de algún modo su cambio de voluntad. Hizo un rápido gesto con las manos, que provocó que los asistentes a la reunión se dispersasen, rompiendo la formación y dirigiéndose hacia las paredes y hacia la escala metálica.

El hombre comprendió de pronto que aquel era el momento. Si quería salir con vida de ese lugar, aquella era la última oportunidad que tenía para emprender su huida y tratar de salvar su vida. Desde el accidente le parecía que su vida apenas tenía ya sentido, pero todavía no estaba tan desesperado como para dejar que aquel tétrico niño y su ejército de encapuchados fueran quienes terminaran con ella. Se lanzó con pies y manos a ascender de vuelta los escalones superiores de la escalerilla, al tiempo que de refilón creía ver cómo unas figuras comenzaban a ascender por las paredes, con aparente ligereza.

Apenas cuatro escalones antes de alcanzar la plataforma metálica, sintió cómo los barrotes de la escala temblaban súbitamente entre sus manos. Sin poder resistirse, se detuvo y echó un vistazo hacia la base de esta, por debajo de sus pies. Descubrió así cómo, del interior de las oscuras túnicas de sus perseguidores, surgían escuálidos brazos de piel grisácea, que se aferraban con fuerza a los barrotes de metal, impulsando el ascenso de estos y agitando en poderosas sacudidas la escala metálica. En apenas dos segundos, cinco figuras encapuchadas trepaban a toda velocidad por la escalera, directamente hacia él. Si no retomaba su marcha, en solo unos instantes lo habrían alcanzado, así que se lanzó a proseguir su fuga.

Cuando llegó a la plataforma, tras aquel repentino momento de desconcierto, emprendió el camino de vuelta hacia el hueco de la alcantarilla, con la mayor rapidez que su cansado cuerpo y sus reflejos limitados por el whisky le permitían. Mientras avanzaba por el túnel, empapándose las botas en el surco de fría agua, ahora más caudaloso, pensó que tal vez todo lo que había visto no había sido más que una alucinación efecto de su estado de embriaguez. No sería la primera vez, desde luego. Sin embargo, le bastó un único vistazo hacia su espalda para descartar tal posibilidad.

Lo que vio unos metros por detrás de él descartó todas sus dudas. Por las paredes del túnel avanzaban las figuras encapuchadas, deslizándose como arañas por su tela, con una agilidad más allá de toda capacidad humana. Incluso el techo era recorrido por algunas de ellas, sin que aparentemente la gravedad representase inconveniente alguno. A medida que avanzaba a la carrera hacia el lejano halo de luz que se comenzaba a discernir al fondo, filtrándose a través del orificio practicado en el callejón exterior, el hombre sentía cómo aquellos desconocidos seres se aproximaban cada vez más a él. En algunos instantes, incluso le parecía percibir cómo se abalanzaban sobre su espalda.

Oía los guturales gruñidos que emitían, no por el esfuerzo de la frenética carrera, sino por el ansia por atraparlo. Estaba seguro. Y percibía también un sonido, parecido al entrechocar de dos piezas metálicas, que producían sus extremidades al golpear las paredes y el techo de hormigón.

Unos metros antes de alcanzar la sección de pared en la que se ubicaban los horadados escalones que constituían su salida al mundo superior, una destellante luz cruzó la oscuridad, hacia su espalda, casi rozando su rostro. Escuchó cómo las criaturas emitían lastimeros quejidos y parecían replegarse hacia el lugar de su reunión. Aprovechó la distracción para seguir huyendo. ¿Qué había ocurrido? Era la misma luz que había visto al otro lado de la reja del callejón, que le había parecido que lo incitaba a entrar. Y sin embargo, ahora, su intervención le había granjeado unos segundos de ventaja sobre sus perseguidores. No sabía de qué se trataba, pero no podía más que agradecer su intervención.

Continuó corriendo hacia la escalera tallada en la pared y comenzó a ascender, con la vista fija siempre en su objetivo: el hueco de la alcantarilla. Su frenética respiración parecía calmarse a cada centímetro avanzado, próximo ya a aflorar de nuevo a la superficie. Sentía cómo el aire fresco comenzaba a invadir sus pulmones y el latido de su corazón se relajaba. Sus manos avanzaban con decisión, ascendiendo peldaño a peldaño, mientras los pies las seguían algo más abajo. Un resbalón le hizo ponerse en alerta de nuevo, pensando que tal vez las criaturas le habían dado caza, pero rápidamente se percató de que se trataba solo de un tropiezo.

Pronto, una de sus manos se asió al borde del orificio practicado en la pared. Sintió la humedad de los adoquines de la calle, la suave brisa de la noche acariciando cada poro de su piel. Extendió el otro brazo y se sujetó al borde exterior del acceso, impulsándose en la pared y sacando al exterior la cabeza y los hombros.

Se sintió revitalizado en cuanto toda su mitad superior se encontró apoyada sobre las frías piedras del suelo del callejón. Sin detenerse, todavía acuciado por el pánico, se arrastró sobre el adoquinado, sin importarle que toda su ropa se mojara y se pegara a su cuerpo. Estaba fuera de nuevo, a salvo. Había dejado atrás aquel terrorífico lugar, a aquellos seres encapuchados y a aquel niño de mirada mutilada.

Toda su alegría se convirtió en desconcierto y pavor cuando sintió que una fría mano sujetó con fuerza su pierna y le arrastró de vuelta hacia la alcantarilla, haciéndole perder el conocimiento al golpearse la cabeza contra la pared del callejón antes de atravesar el acceso a esta.

El hombre parpadeó con fuerza, repetidamente, intentando que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. La estancia se encontraba iluminada por una única antorcha de danzante llama, ubicada a unos dos metros de altura en la pared, detrás del altar.

Poco a poco, tanto su visión como su memoria se fueron recomponiendo. Vio de nuevo la gran caja de madera y recordó que había tratado de escapar de aquel lugar infernal. Contempló también la hueca mirada de aquel muchacho que lo inspeccionaba, a escasos centímetros de su rostro, mientras a su mente venía la imagen del grupo de encapuchados que se extendía en hileras a su lado, algo más abajo.

Sintió una presión alrededor de sus muñecas y se percató de que se encontraba maniatado a una gruesa columna de cemento. Las esquinas del pilar arañaban la piel de sus brazos cuando trataba de reducir la presión de la soga, buscando que la sangre volviera a fluir con normalidad hasta sus dedos amoratados. También sus pies se encontraban atados a la base del poste. Lo habían despojado de su abrigo y del resto de su ropa, por lo que al contacto con la más mínima corriente de aire el vello de todo su cuerpo se erizaba sin remedio, y las extrañas runas escritas con pintura roja sobre su pecho se deformaban al ponérsele la piel de gallina.

No fue hasta unos instantes después cuando comenzó a sentir una punzada de dolor en su costado izquierdo. Conforme la conmoción se fue desvaneciendo, le pareció creer que un profundo corte le recorría el flanco siniestro, a la altura del pectoral. Sus sospechas se confirmaron cuando advirtió que un hilillo de líquido caliente descendía desde aquel punto. Ahora creía comprender con qué estaban trazadas en realidad las runas sobre su pecho, lo cual no le tranquilizaba en absoluto.

Se sorprendió de nuevo cuando todos los seres encapuchados, inmóviles hasta el momento, se arrodillaron en el suelo de forma perfectamente coordinada y extendieron los brazos hacia el frente, hundiendo sus rostros entre sus rodillas, orientados hacia la caja de madera.

—¿Qué… qué queréis de mí? —preguntó con voz desesperada el hombre, que aun estando seguro de su funesto destino, no acababa de comprender lo que ocurría.

La figura del niño, inclinada en ese momento sobre el borde de la alargada caja de madera ya abierta y manipulando con soltura el desconocido contenido de la misma, giró entonces la cabeza, en un movimiento espasmódico, dirigiendo su mirada vacía hacia su prendido prisionero.

Se irguió sobre sus pies y comenzó a avanzar hacia su presa, arrastrando sus pasos, lánguidamente. Se detuvo de nuevo a escasos centímetros de su rostro y extendió un enclenque dedo huesudo hacia su corazón, posándolo sobre una de las runas carmesí, ya impregnadas a su piel. El hombre sintió cómo sus propios latidos golpeaban a través de su piel la yema del dedo de su joven captor. Estaba señalando su corazón, no cabía duda.

A continuación, la tétrica figura retiró la mano y señaló hacia la caja descubierta, cuyo contenido el hombre no alcanzaba a vislumbrar aun desde su elevada perspectiva. Sin embargo, creía haber captado el mensaje. Aquel grupo de extraños seres quería por alguna extraña razón su propio corazón para utilizarlo con aquello que se hallara dentro del arcón de madera. Su cuerpo comenzó a agitarse entre sus ataduras, sin lograr perturbar la serenidad de su captor. Tenía que hallar el modo de liberarse de su presidio, de huir de ese lugar.

Antes de que pudiera dar con la solución a su situación, el niño se dirigió hacia su costado, pronunciando salmos incomprensibles en una desconocida lengua y saliendo de su campo de visión. Más allá, la multitud de encapuchados se irguió sobre sus rodillas y con un gesto simultáneo se desprendió de sus capuchas. El hombre descubrió entonces su auténtica apariencia. Sus cabezas eran similares a la del muchacho a su lado, de piel grisácea y rugosa, con las cuencas oculares desprovistas de contenido alguno y con una desdentada y mugrienta cavidad bucal.

De pronto, todo a su alrededor careció de importancia. En esta ocasión el aturdimiento no pudo mitigar el intenso dolor que sintió cuando el niño introdujo su mano por la sangrante herida de su costado, avanzando hacia el interior como si los músculos y los huesos se fundieran a su paso.

En ese momento, el hombre rememoró inconscientemente imágenes de su pasado. Ante sus ojos desfilaron los recuerdos de su mujer y su hija, antes de fallecer hacía tres años en aquel fatídico accidente de tráfico; de la granja en la que los tres vivían y en la que desde entonces había trabajado en solitario de sol a sol para subsistir; de los conocidos, tornados en auténticos extraños conforme su carácter se había vuelto más rudo y distante y se había dado a la bebida para mitigar el dolor del pasado, rompiendo toda relación con el mundo exterior. Su vida no había sido en absoluto como la había planeado, pero ahora que sentía cómo se le escapaba no quería dejarla marchar. Todavía tenía tiempo de arreglarla, de enmendar sus errores y recuperar al menos en parte los buenos tiempos pasados.

Cuando sus dedos palparon el órgano del hombre, el muchacho simplemente lo sujetó con toda la palma y tiró con fuerza de él hacia el exterior, poniendo punto y final a aquella insignificante vida. El grupo de seres se balanceaba rítmicamente a un lado y a otro, al son de las palabras que continuaba pronunciando el joven muchacho, erguido tras la caja de madera. En su mano, sostenía un bulto palpitante, del que manaban surcos de sangre que, resbalándose entre sus dedos, se precipitaban al interior del arcón. Se inclinó para depositarlo en el contenedor y se volvió a enderezar, con la mirada fija en su interior, expectante.

Pasaron varios minutos hasta que su rostro se contrajo en una media sonrisa, dejando a la vista sus nudas encías. En ese momento, unos escuálidos dedos afloraron sobre el borde del sarcófago de arce, aferrándose con entumecidos movimientos al canto de este. Pronto se vieron seguidos por el resto de la mano y por un raquítico brazo de piel grisácea, como la de los demás seres. No tardó en aflorar el hombro, seguido de la cabeza calva y membranosa, impregnada con algunos restos de la arena sobre la que había reposado hasta entonces en el interior del féretro de madera.

Poco a poco se fue irguiendo, ayudándose de ambos brazos apoyados en los costados del contenedor. Salió con esfuerzo de este y caminó con evidentes muestras de debilidad y paso tambaleante hacia el frente de aquel escenario elevado, donde se detuvo y se enderezó por completo sobre sus pies. Ahí, con la luz de la antorcha de fondo, su figura de casi tres metros de altura resultaba imponente. Sus largas piernas fibrosas se extendían desde los tobillos hasta la zona pélvica, desprovista de sexo alguno. A continuación, el tronco continuaba prolongándose hasta los hombros, anchos aunque huesudos, al igual que los brazos, en cuyo extremo los dedos de la mano remataban en afiladas y córneas uñas.

A pesar de que su aspecto no era el mismo que antaño había lucido, todavía resultaba imponente. Especialmente por la inquietante expresión de su rostro, desprovisto de todo vello, así como de nariz, sustituida por una superficie plana con dos perforaciones. Tampoco tenía labios, o al menos estos no se distinguían de la piel circundante. Dentro de su boca, aunque en ese momento no pudieran verse, existían sendas hileras de afilados colmillos, dispuestos a acabar con la vida de sus víctimas y alimentarse de ellas, comenzando con aquel humano atado a la columna sobre el estrado, con la cabeza colgando inerte sobre sus hombros.

Había resultado sorprendentemente sencillo atraerlo hasta allí. El alma de aquel hombre estaba tan deteriorada y su fuerza de voluntad tan debilitada que la proyección hacia su mente de unas pocas voces pronunciando su nombre y la creación de una supuesta luz mística que lo ayudara, dándole falsas esperanzas de salvación, habían sido suficientes. En este sentido, el trabajo del joven súbdito que lo había traído de vuelta había sido destacable.

Pensando en que por fin había llegado el momento de reclamar lo que les pertenecía, de regresar a la superficie tras haber sido expulsados injustamente de ella décadas atrás, observó a su audiencia, al grupo de huecas miradas que lo contemplaban como su gran maestro, su líder, aquel que los guiaría hacia su ansiada venganza.

Anheloso por dar comienzo a aquella gesta, al tiempo que daba la señal para que sus acólitos emprendieran el viaje de vuelta a la superficie, sus llameantes ojos rojos resplandecieron en la oscuridad, súbitamente henchidos de furia. Por fin, el mundo volvería a postrarse a sus pies.



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