Una densa
neblina enturbiaba el ambiente de las calles del pueblo cuando la figura de
aquel hombre, de mediana edad pero encorvado a causa de los arduos años de
trabajo en el campo, apareció en la plaza. Observó todo a su alrededor, en
busca de cualquier otra forma de vida, algo que le permitiera cerciorarse de
que aquel momento era algo más que uno de los frecuentes desvaríos de su
turbada mente.
Se dirigió
hacia la taberna, un ajado edificio de argamasa que amenazaba ruina inminente,
en cuya puerta no le sorprendió hallar un cartel que plasmaba una disculpa por
el vigente período de reformas. Tampoco allí encontró lo que buscaba, de modo
que extrajo del bolsillo de su abrigo una petaca metálica, en cuyo interior se
alojaba uno de sus mejores amigos: el añejo whisky escocés.
Cuando alzó el
contenedor para sorber el preciado líquido, le pareció ver en la boca de un
callejón cercano la enigmática figura de un niño, encaramado a la esquina de un
edificio, en cuyo rostro no existía rastro alguno de ojos. En lo que tardó en
parpadear, este había desaparecido, dejando atrás solo oscuridad.
Intrigado, el
hombre guardó de nuevo la petaca en el interior de su desvencijado abrigo y se
aproximó al lugar por el que se había asomado el rostro de aquel misterioso
muchacho. Ante él, se abrió un alargado callejón sumido en la tiniebla propia
de aquella hora de la noche, pero dominado al mismo tiempo por una atmósfera
particularmente inquietante. El silencio reinante a su alrededor era absoluto, y
al mismo tiempo creía oír infinidad de estridentes y perturbadores sonidos.
Semejaban voces humanas.
Al cabo de un
par de minutos escrutando infructuosamente la oscuridad, se disponía a
abandonar el callejón adoquinado cuando algo captó su atención. En la base de
la pared de uno de los edificios exteriores se abría una rejilla que daba
salida a las aguas acumuladas en el pavimento hacia las alcantarillas. Conforme
se aproximaba a aquel punto, las voces que le había parecido escuchar se hacían
cada vez más claras y perceptibles. En ese momento, habría jurado que se
trataba de una especie de llamamiento. Si no fuera por su ligero estado de
embriaguez, probablemente no hubiera aceptado que quienquiera que estuviera
detrás de aquella fría voz lo llamaba por su nombre.
Sacudiéndose
hacia atrás el bajo del abrigo, se acuclilló al lado de la rejilla metálica. A
pesar de encontrarse algo más cerca del origen de aquel intrigante sonido, no
llegaba a oírlo con la claridad suficiente como para identificarlo debidamente,
así que se arrodilló, sintiendo un escalofrío cuando la humedad de los
adoquines atravesó la gruesa tela de su pantalón hasta entrar en contacto con
la piel de sus rodillas. Aproximó la cabeza al hueco abierto en la pared,
ladeándola para orientar el oído hacia la oscura inmensidad que se intuía al
otro lado de los barrotes de hierro.
Su cuerpo
salió despedido hacia el centro del callejón, sorprendido por la súbita
aparición de una rata de bastante más de un palmo de longitud y enlodado pelaje
gris, que acababa de asomarse entre los barrotes para acceder al exterior,
llegando a rozar su mejilla. Se encontró por tanto sentado sobre la piedra del
suelo, con el abrigo completamente empapado al haber aterrizado sobre el
reguero de agua remanente de las lluvias de aquella tarde, que serpenteaba
lentamente hacia el desagüe.
Desde su
posición, le pareció discernir cómo una luz centelleante cruzaba justo al otro
lado de la rejilla de fundición, como tratando de captar de nuevo su atención
hacia aquel punto. Parecía querer decirle algo, indicarle lo que debía hacer.
Movido por el
coraje aportado por el alcohol, se arrodilló de nuevo frente al sumidero y lo
sujetó con fuerza con ambas manos. Tiró hacia atrás de él, no logrando moverlo
más que un par de milímetros en el primer embiste. Sin darse por vencido, asió
todavía con más fuerza la pieza metálica y tiró de ella de nuevo, apretando los
dientes e impulsándose con un pie apoyado en la pared vertical del edificio.
Finalmente,
logró sostener la reja desprendida entre sus manos. Ante él se abría una oscura
abertura de no más de medio metro de ancho. Sin pensarlo, movido por la
acuciante curiosidad, introdujo un brazo y comenzó a palpar el interior de
aquel orificio. Parecía dar acceso a un hueco interior de considerables
dimensiones. Hacia arriba, comprobó que el techo se ubicaba a unos diez
centímetros del borde superior del agujero, mientras que hacia los lados la
pared interior se extendía más allá de lo que alcanzaba su largo brazo. Hacia
el frente tampoco logró hallar referencia alguna de las dimensiones de lo que
fuera que se encontraba en el interior, y solo cuando extendió el brazo más
allá del borde inferior del hueco creyó comprender lo que tenía ante él.
Decidido, se
tumbó boca abajo sobre los adoquines de la calle, con las piernas orientadas
hacia el orificio, dudando que en realidad tuviera la altura suficiente para
que pudiera atravesarla su fornida fisonomía. No dispuesto a dejar de
intentarlo, se arrastró hacia atrás con las manos, hasta que hubo introducido
la mitad de su cuerpo en aquel oscuro espacio. Entonces, orientó las piernas
hacia abajo, sobre el borde entre el callejón y la oquedad oculta, hasta que
dio de nuevo con las alargadas muescas practicadas en la resbaladiza pared.
Según lo que había podido palpar con la mano, parecía tratarse de unas
escaleras cinceladas en el paredón que descendían hacia donde fuera que
condujera aquella suerte de pasadizo.
Comenzó a
descender los escalones, hasta que su cuerpo desapareció por completo de la
superficie. Se iba sujetando con las manos cada vez a un escalón inferior,
mientras avanzaba al mismo ritmo con los pies, unas cuantas muescas más abajo.
Debía de llevar cerca de unos dos metros descendidos, todavía sin intuir
siquiera si aquel acceso tendría fin conocido, cuando volvió a oír aquella
siniestra voz, aparentemente pronunciando su nombre en un inquietante susurro
que se reproducía en la oscuridad por obra del eco.
En ese
instante, una gélida corriente de aire le atravesó el pecho, provocando que un
intenso escalofrío le recorriera el cuerpo y que sus manos resbalaran en el
mohoso y escurridizo escalón de piedra. Se encontró de pronto precipitándose al
vacío, envuelto en absoluta oscuridad en una caída aparentemente sin fin. Hasta
que ésta se detuvo súbitamente, golpeándose el hombre la cabeza contra algún
objeto desconocido.
Cuando se
despertó, se encontró rodeado de una oscuridad casi total. Sentía el cuerpo
entumecido a causa de la caída contra el duro suelo y la humedad reinante en el
ambiente. Por su ubicación, dedujo que el lugar en el que se encontraba debía
ser algún tipo de alcantarilla o desagüe. Confirmó sus sospechas al descubrir
que a unos pasos un estrecho reguero de agua maloliente avanzaba con
parsimonia, seguramente hacia el río. Sin estar del todo seguro de hacia dónde
dirigirse, comenzó a caminar en el sentido contrario al avanzar del agua,
internándose cada vez más en aquel inquietante túnel.
Tras haber
recorrido apenas unos metros, le pareció volver a escuchar aquella voz
susurrante pronunciando su nombre. Se detuvo y aguzó el oído. Sintió una punzada
en la sien, debida a la mezcla del alcohol y la caída, y trató de obviarla para
discernir de qué lugar procedía el murmullo. Le pareció que provenía del
frente, así que retomó su marcha, siempre con los brazos extendidos hacia el
frente, tanteando con las manos el aire en busca de posibles obstáculos, pues
la iluminación continuaba siendo claramente deficiente.
De nuevo,
escuchó aquella voz articulando su nombre, de forma mucho más clara en esta
ocasión, hasta el punto que le pareció discernir un tono infantil en ella.
¿Sería aquel misterioso niño que se había asomado al borde del callejón en la
superficie, y que había hecho surgir en él la curiosidad por saber a dónde se
dirigía? Tal vez lo fuera. Tenía que descubrirlo. No sabía exactamente cuál era
el motivo que le llevaba a ello, pero ahora era consciente de que necesitaba
saberlo.
Mezclado con
la intrigante voz infantil, comenzó a llegarle el sonido de otras voces,
indefinidas, entonando algo semejante a un cántico. Respecto de estas no tenía
duda: provenían del frente. Por ello, retomó nuevamente su marcha, avanzando
cada vez con más soltura, a medida que el pasadizo se iba volviendo cada vez
más luminoso, como si al fondo de este existiera algún tipo de fuente lumínica.
Finalmente,
alcanzó una nueva estancia, de mugrientas paredes cilíndricas y superficie
circular. Sobre ella se asomaba una especie de pasarela metálica, a cuyo borde
se asomó para tratar de discernir el fondo de aquel nuevo espacio que se abría
bajo sus pies. Así descubrió cómo, a unos diez metros por debajo de él, un
grupo de figuras encapuchadas y vestidas con túnicas oscuras se hallaban
dispuestas en hileras, todas colocadas de frente a algún tipo de altar o
escenario, en el que se ubicaba una gran caja de madera y otra figura,
sorprendentemente familiar, con las manos apoyadas sobre la tapa de esta y los
ojos cerrados con fuerza, concentrada.
Un escalofrío
recorrió al hombre cuando la hueca mirada del niño lo observó directamente
desde el estrado de hormigón. Al instante, el hombre sintió sobre sí la
inquietante mirada del medio centenar de rostros presentes en la tétrica
reunión. Sin ser plenamente consciente de ello, se puso en pie y se aproximó al
borde desprotegido de la pasarela, exponiéndose claramente a la vista de todos
ellos.
Abajo, la
infantil figura dio un paso al frente, con la mirada fija en el intruso y,
dedicándole una terrorífica sonrisa desdentada, le indicó con un gesto que
descendiera por la escala metálica que partía de la plataforma, a escasos
metros de donde este se hallaba. El hombre, desconcertado, se giró hacia el
punto indicado por el niño. Sus pies avanzaban por simple inercia, movidos por
una voluntad externa que parecía haberse adueñado de su capacidad de
raciocinio, pues nadie en su lugar habría hecho caso a tal orden. Cualquier
otro habría comenzado a correr de vuelta hacia la superficie desde el primer
instante.
Sin embargo,
algo le impedía hacerlo. De algún modo, se sentía atraído hacia aquella
misteriosa caja expuesta en la plataforma elevada. Y no se trataba de simple
curiosidad: hacía ya bastantes instantes que su curiosidad había sido con
creces satisfecha.
Llegó al
extremo de la plataforma metálica suspendida en la pared y, como había hecho en
la boca de la alcantarilla en la superficie, se acostó sobre ella e hizo colgar
sus piernas por el borde, hasta apoyar los pies en los primeros escalones. Se
deslizó, descendiendo paso a paso, hasta que pudo sujetarse también con ambas
manos a uno de los travesaños.
Fue entonces
cuando, en un instante de lucidez impuesta sobre la desconocida fuerza que lo
incitaba a continuar descendiendo, se detuvo y sacudió la cabeza para tratar de
despejar su mente. Fue entonces cuando se preguntó qué diablos hacía
descendiendo hacia aquel perturbador grupo en lugar de huir con todas sus
fuerzas hacia la superficie. Y fue entonces cuando extendió por primera vez una
de las manos, para asirse al escalón inmediatamente superior.
Pero fue entonces
también cuando el niño percibió de algún modo su cambio de voluntad. Hizo un
rápido gesto con las manos, que provocó que los asistentes a la reunión se
dispersasen, rompiendo la formación y dirigiéndose hacia las paredes y hacia la
escala metálica.
El hombre
comprendió de pronto que aquel era el momento. Si quería salir con vida de ese
lugar, aquella era la última oportunidad que tenía para emprender su huida y
tratar de salvar su vida. Desde el accidente le parecía que su vida apenas
tenía ya sentido, pero todavía no estaba tan desesperado como para dejar que
aquel tétrico niño y su ejército de encapuchados fueran quienes terminaran con
ella. Se lanzó con pies y manos a ascender de vuelta los escalones superiores
de la escalerilla, al tiempo que de refilón creía ver cómo unas figuras
comenzaban a ascender por las paredes, con aparente ligereza.
Apenas cuatro
escalones antes de alcanzar la plataforma metálica, sintió cómo los barrotes de
la escala temblaban súbitamente entre sus manos. Sin poder resistirse, se
detuvo y echó un vistazo hacia la base de esta, por debajo de sus pies.
Descubrió así cómo, del interior de las oscuras túnicas de sus perseguidores,
surgían escuálidos brazos de piel grisácea, que se aferraban con fuerza a los
barrotes de metal, impulsando el ascenso de estos y agitando en poderosas
sacudidas la escala metálica. En apenas dos segundos, cinco figuras
encapuchadas trepaban a toda velocidad por la escalera, directamente hacia él.
Si no retomaba su marcha, en solo unos instantes lo habrían alcanzado, así que
se lanzó a proseguir su fuga.
Cuando llegó a
la plataforma, tras aquel repentino momento de desconcierto, emprendió el
camino de vuelta hacia el hueco de la alcantarilla, con la mayor rapidez que su
cansado cuerpo y sus reflejos limitados por el whisky le permitían. Mientras
avanzaba por el túnel, empapándose las botas en el surco de fría agua, ahora
más caudaloso, pensó que tal vez todo lo que había visto no había sido más que
una alucinación efecto de su estado de embriaguez. No sería la primera vez,
desde luego. Sin embargo, le bastó un único vistazo hacia su espalda para
descartar tal posibilidad.
Lo que vio
unos metros por detrás de él descartó todas sus dudas. Por las paredes del
túnel avanzaban las figuras encapuchadas, deslizándose como arañas por su tela,
con una agilidad más allá de toda capacidad humana. Incluso el techo era
recorrido por algunas de ellas, sin que aparentemente la gravedad representase
inconveniente alguno. A medida que avanzaba a la carrera hacia el lejano halo
de luz que se comenzaba a discernir al fondo, filtrándose a través del orificio
practicado en el callejón exterior, el hombre sentía cómo aquellos desconocidos
seres se aproximaban cada vez más a él. En algunos instantes, incluso le
parecía percibir cómo se abalanzaban sobre su espalda.
Oía los
guturales gruñidos que emitían, no por el esfuerzo de la frenética carrera,
sino por el ansia por atraparlo. Estaba seguro. Y percibía también un sonido,
parecido al entrechocar de dos piezas metálicas, que producían sus extremidades
al golpear las paredes y el techo de hormigón.
Unos metros
antes de alcanzar la sección de pared en la que se ubicaban los horadados
escalones que constituían su salida al mundo superior, una destellante luz
cruzó la oscuridad, hacia su espalda, casi rozando su rostro. Escuchó cómo las
criaturas emitían lastimeros quejidos y parecían replegarse hacia el lugar de
su reunión. Aprovechó la distracción para seguir huyendo. ¿Qué había ocurrido?
Era la misma luz que había visto al otro lado de la reja del callejón, que le
había parecido que lo incitaba a entrar. Y sin embargo, ahora, su intervención
le había granjeado unos segundos de ventaja sobre sus perseguidores. No sabía
de qué se trataba, pero no podía más que agradecer su intervención.
Continuó corriendo
hacia la escalera tallada en la pared y comenzó a ascender, con la vista fija
siempre en su objetivo: el hueco de la alcantarilla. Su frenética respiración
parecía calmarse a cada centímetro avanzado, próximo ya a aflorar de nuevo a la
superficie. Sentía cómo el aire fresco comenzaba a invadir sus pulmones y el
latido de su corazón se relajaba. Sus manos avanzaban con decisión, ascendiendo
peldaño a peldaño, mientras los pies las seguían algo más abajo. Un resbalón le
hizo ponerse en alerta de nuevo, pensando que tal vez las criaturas le habían
dado caza, pero rápidamente se percató de que se trataba solo de un tropiezo.
Pronto, una de
sus manos se asió al borde del orificio practicado en la pared. Sintió la
humedad de los adoquines de la calle, la suave brisa de la noche acariciando
cada poro de su piel. Extendió el otro brazo y se sujetó al borde exterior del
acceso, impulsándose en la pared y sacando al exterior la cabeza y los hombros.
Se sintió revitalizado
en cuanto toda su mitad superior se encontró apoyada sobre las frías piedras
del suelo del callejón. Sin detenerse, todavía acuciado por el pánico, se
arrastró sobre el adoquinado, sin importarle que toda su ropa se mojara y se
pegara a su cuerpo. Estaba fuera de nuevo, a salvo. Había dejado atrás aquel
terrorífico lugar, a aquellos seres encapuchados y a aquel niño de mirada
mutilada.
Toda su
alegría se convirtió en desconcierto y pavor cuando sintió que una fría mano
sujetó con fuerza su pierna y le arrastró de vuelta hacia la alcantarilla,
haciéndole perder el conocimiento al golpearse la cabeza contra la pared del
callejón antes de atravesar el acceso a esta.
El hombre
parpadeó con fuerza, repetidamente, intentando que sus ojos se acostumbraran a
la oscuridad. La estancia se encontraba iluminada por una única antorcha de
danzante llama, ubicada a unos dos metros de altura en la pared, detrás del
altar.
Poco a poco,
tanto su visión como su memoria se fueron recomponiendo. Vio de nuevo la gran
caja de madera y recordó que había tratado de escapar de aquel lugar infernal.
Contempló también la hueca mirada de aquel muchacho que lo inspeccionaba, a
escasos centímetros de su rostro, mientras a su mente venía la imagen del grupo
de encapuchados que se extendía en hileras a su lado, algo más abajo.
Sintió una
presión alrededor de sus muñecas y se percató de que se encontraba maniatado a
una gruesa columna de cemento. Las esquinas del pilar arañaban la piel de sus
brazos cuando trataba de reducir la presión de la soga, buscando que la sangre
volviera a fluir con normalidad hasta sus dedos amoratados. También sus pies se
encontraban atados a la base del poste. Lo habían despojado de su abrigo y del
resto de su ropa, por lo que al contacto con la más mínima corriente de aire el
vello de todo su cuerpo se erizaba sin remedio, y las extrañas runas escritas con
pintura roja sobre su pecho se deformaban al ponérsele la piel de gallina.
No fue hasta
unos instantes después cuando comenzó a sentir una punzada de dolor en su
costado izquierdo. Conforme la conmoción se fue desvaneciendo, le pareció creer
que un profundo corte le recorría el flanco siniestro, a la altura del
pectoral. Sus sospechas se confirmaron cuando advirtió que un hilillo de
líquido caliente descendía desde aquel punto. Ahora creía comprender con qué
estaban trazadas en realidad las runas sobre su pecho, lo cual no le
tranquilizaba en absoluto.
Se sorprendió de
nuevo cuando todos los seres encapuchados, inmóviles hasta el momento, se
arrodillaron en el suelo de forma perfectamente coordinada y extendieron los
brazos hacia el frente, hundiendo sus rostros entre sus rodillas, orientados
hacia la caja de madera.
—¿Qué… qué
queréis de mí? —preguntó con voz desesperada el hombre, que aun estando seguro
de su funesto destino, no acababa de comprender lo que ocurría.
La figura del
niño, inclinada en ese momento sobre el borde de la alargada caja de madera ya
abierta y manipulando con soltura el desconocido contenido de la misma, giró
entonces la cabeza, en un movimiento espasmódico, dirigiendo su mirada vacía hacia
su prendido prisionero.
Se irguió
sobre sus pies y comenzó a avanzar hacia su presa, arrastrando sus pasos,
lánguidamente. Se detuvo de nuevo a escasos centímetros de su rostro y extendió
un enclenque dedo huesudo hacia su corazón, posándolo sobre una de las runas
carmesí, ya impregnadas a su piel. El hombre sintió cómo sus propios latidos
golpeaban a través de su piel la yema del dedo de su joven captor. Estaba
señalando su corazón, no cabía duda.
A
continuación, la tétrica figura retiró la mano y señaló hacia la caja
descubierta, cuyo contenido el hombre no alcanzaba a vislumbrar aun desde su
elevada perspectiva. Sin embargo, creía haber captado el mensaje. Aquel grupo
de extraños seres quería por alguna extraña razón su propio corazón para
utilizarlo con aquello que se hallara dentro del arcón de madera. Su cuerpo
comenzó a agitarse entre sus ataduras, sin lograr perturbar la serenidad de su
captor. Tenía que hallar el modo de liberarse de su presidio, de huir de ese
lugar.
Antes de que
pudiera dar con la solución a su situación, el niño se dirigió hacia su costado,
pronunciando salmos incomprensibles en una desconocida lengua y saliendo de su
campo de visión. Más allá, la multitud de encapuchados se irguió sobre sus
rodillas y con un gesto simultáneo se desprendió de sus capuchas. El hombre
descubrió entonces su auténtica apariencia. Sus cabezas eran similares a la del
muchacho a su lado, de piel grisácea y rugosa, con las cuencas oculares
desprovistas de contenido alguno y con una desdentada y mugrienta cavidad
bucal.
De pronto,
todo a su alrededor careció de importancia. En esta ocasión el aturdimiento no
pudo mitigar el intenso dolor que sintió cuando el niño introdujo su mano por
la sangrante herida de su costado, avanzando hacia el interior como si los
músculos y los huesos se fundieran a su paso.
En ese
momento, el hombre rememoró inconscientemente imágenes de su pasado. Ante sus
ojos desfilaron los recuerdos de su mujer y su hija, antes de fallecer hacía
tres años en aquel fatídico accidente de tráfico; de la granja en la que los
tres vivían y en la que desde entonces había trabajado en solitario de sol a
sol para subsistir; de los conocidos, tornados en auténticos extraños conforme
su carácter se había vuelto más rudo y distante y se había dado a la bebida
para mitigar el dolor del pasado, rompiendo toda relación con el mundo
exterior. Su vida no había sido en absoluto como la había planeado, pero ahora
que sentía cómo se le escapaba no quería dejarla marchar. Todavía tenía tiempo
de arreglarla, de enmendar sus errores y recuperar al menos en parte los buenos
tiempos pasados.
Cuando sus
dedos palparon el órgano del hombre, el muchacho simplemente lo sujetó con toda
la palma y tiró con fuerza de él hacia el exterior, poniendo punto y final a
aquella insignificante vida. El grupo de seres se balanceaba rítmicamente a un
lado y a otro, al son de las palabras que continuaba pronunciando el joven
muchacho, erguido tras la caja de madera. En su mano, sostenía un bulto
palpitante, del que manaban surcos de sangre que, resbalándose entre sus dedos,
se precipitaban al interior del arcón. Se inclinó para depositarlo en el
contenedor y se volvió a enderezar, con la mirada fija en su interior,
expectante.
Pasaron varios
minutos hasta que su rostro se contrajo en una media sonrisa, dejando a la
vista sus nudas encías. En ese momento, unos escuálidos dedos afloraron sobre
el borde del sarcófago de arce, aferrándose con entumecidos movimientos al
canto de este. Pronto se vieron seguidos por el resto de la mano y por un
raquítico brazo de piel grisácea, como la de los demás seres. No tardó en
aflorar el hombro, seguido de la cabeza calva y membranosa, impregnada con
algunos restos de la arena sobre la que había reposado hasta entonces en el interior
del féretro de madera.
Poco a poco se
fue irguiendo, ayudándose de ambos brazos apoyados en los costados del
contenedor. Salió con esfuerzo de este y caminó con evidentes muestras de
debilidad y paso tambaleante hacia el frente de aquel escenario elevado, donde
se detuvo y se enderezó por completo sobre sus pies. Ahí, con la luz de la
antorcha de fondo, su figura de casi tres metros de altura resultaba imponente.
Sus largas piernas fibrosas se extendían desde los tobillos hasta la zona
pélvica, desprovista de sexo alguno. A continuación, el tronco continuaba
prolongándose hasta los hombros, anchos aunque huesudos, al igual que los
brazos, en cuyo extremo los dedos de la mano remataban en afiladas y córneas
uñas.
A pesar de que
su aspecto no era el mismo que antaño había lucido, todavía resultaba
imponente. Especialmente por la inquietante expresión de su rostro, desprovisto
de todo vello, así como de nariz, sustituida por una superficie plana con dos
perforaciones. Tampoco tenía labios, o al menos estos no se distinguían de la
piel circundante. Dentro de su boca, aunque en ese momento no pudieran verse,
existían sendas hileras de afilados colmillos, dispuestos a acabar con la vida
de sus víctimas y alimentarse de ellas, comenzando con aquel humano atado a la
columna sobre el estrado, con la cabeza colgando inerte sobre sus hombros.
Había resultado
sorprendentemente sencillo atraerlo hasta allí. El alma de aquel hombre estaba
tan deteriorada y su fuerza de voluntad tan debilitada que la proyección hacia
su mente de unas pocas voces pronunciando su nombre y la creación de una
supuesta luz mística que lo ayudara, dándole falsas esperanzas de salvación,
habían sido suficientes. En este sentido, el trabajo del joven súbdito que lo
había traído de vuelta había sido destacable.
Pensando en
que por fin había llegado el momento de reclamar lo que les pertenecía, de
regresar a la superficie tras haber sido expulsados injustamente de ella
décadas atrás, observó a su audiencia, al grupo de huecas miradas que lo
contemplaban como su gran maestro, su líder, aquel que los guiaría hacia su
ansiada venganza.
Anheloso por
dar comienzo a aquella gesta, al tiempo que daba la señal para que sus acólitos
emprendieran el viaje de vuelta a la superficie, sus llameantes ojos rojos
resplandecieron en la oscuridad, súbitamente henchidos de furia. Por fin, el
mundo volvería a postrarse a sus pies.
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