martes, 14 de julio de 2020

Nana






Golpeé el claxon del coche, en un inútil intento por lograr que la caravana de coches a mi alrededor volviera a moverse. Media hora antes, mi madre me había dicho por teléfono que el estado de mi abuela había empeorado mucho y que ahora se debatía entre la vida y la muerte. En ese momento, yo me encontraba trabajando en Ciudad Satélite, en la zona noroeste de México D.F., a media hora en coche del Hospital de Jesús. No dudé en abandonar mi puesto, ignorando las amenazas de mi jefe, y ponerme al volante, con la intención de llegar al sanatorio a tiempo de despedirme de mi abuela.

Saleta Márquez, a sus noventa y un años, era una persona maravillosa, como pocas quedan en este mundo regido por el egocentrismo y las ansias de poder. Siempre estaba ahí para quien la necesitara, en cualquier momento, y durante veinticinco años había sido uno de los pilares fundamentales de mi vida. Podría decirse que ella me había criado, pues los absorbentes trabajos de mis padres los habían mantenido siempre apartados de mí.

Al llegar por fin al centro médico, tras más de una hora de desesperada travesía por la congestionada ciudad, abandoné el coche sobre una acera y me lancé a la carrera, hasta llegar al pasillo que tantas veces había recorrido durante los últimos meses. Me detuve ante la puerta de la habitación trescientos veintiséis, tomé una profunda bocanada de aire y la abrí.

En el interior, descubrí un par de figuras: mi madre, encorvada sobre el sillón y deshaciéndose en lágrimas, y mi padre, con una mano apoyada sobre ella, tratando de reconfortarla. Ante ellos, una cama de impolutas sábanas blancas, sin rastro del consumido cuerpo de la anciana que, durante tanto tiempo, había luchado con todas sus fuerzas contra el cáncer. No necesitaba explicaciones. Era evidente que había llegado tarde. No había podido despedirme de mi adorada abuela. Con los ojos humedecidos, salí de nuevo al pasillo y tomé rumbo hacia la salida del edificio, sin mirar atrás. Necesitaba estar a solas, hacerme a la idea de lo que significaba lo ocurrido.

Al salir de nuevo al exterior, el cargado ambiente de la ciudad me envolvió. Miré a mi alrededor y descubrí a un numeroso grupo de personas avanzando por la avenida. De pronto, caí en la cuenta: era veintiocho de octubre. Ese día, la plaza del Zócalo —conocida oficialmente como Plaza de la Constitución y ubicación de la Catedral Metropolitana, entre otros célebres edificios— se convertía en un hervidero de gente que se reunía para dar comienzo a la celebración del Día de Muertos. Me dirigí hacia la Avenida Veinte de Noviembre, donde ya divisaba a lo lejos una enorme calavera.

Al llegar, me topé con una masa de gente que flanqueaba el camino de una procesión de gigantescas carrozas, portadoras de blancas calaveras, cruces de colores y esqueletos danzantes. Al pie de estas, cientos de personas procesionaban con vestimentas negras y el rostro maquillado con la forma de calaveras, o bien cubierto con inquietantes máscaras funestas, bajo la atención del público congregado. Me fui abriendo paso por una de las congestionadas aceras, guiado por un presentimiento, hasta encontrarme ante la inmensa explanada que conformaba la Plaza del Zócalo. También allí, punto final del desfile, se amontonaban las carrozas y las personas, apenas dejando espacio para avanzar.

Me detuve de pronto, en el centro de la multitud. ¿Qué estaba haciendo ahí? Debería estar al lado de mis padres, compartiendo su dolor por la reciente pérdida, y no ahí, en el epicentro de una celebración que nada tenía que ver con mis actuales sentimientos. En medio de la confusión, una figura captó mi atención. De escasa altura y oronda complexión, portaba una túnica negra como la noche y una máscara de calavera. Me observaba directamente, o al menos eso me parecía. Desconcertado, comencé a seguirla entre la multitud, hasta un oscuro callejón fuera de la plaza. Allí le perdí la pista. Decidí volver a la plaza, con intención de regresar al Hospital.

Entonces, la vi. Justo frente a mí, con la habitual sonrisa adornando su arrugado rostro y su cabello plateado trenzado y recogido en un moño sobre la nuca, mi abuela me contemplaba, extendiendo ambas manos abiertas hacia mí, sin rastro alguno de su demacrado aspecto enfermizo.

—¡Nana! —exclamé, lanzándome hacia ella para sujetar sus manos entre las mías. Pero estas se convirtieron en nada más que una etérea neblina que atravesaron las mías—. Nana, ¿qué te ocurre?

—Mi querido Darío, no temas, todo está bien —trató de calmarme, con su dulce aunque gastada voz.

—Pero no he llegado —musité entre lágrimas—. Te has ido y no he llegado a tiempo para despedirme de ti.

—Sí has llegado. Estás aquí, conmigo, justo ahora.

—¿Has vuelto?

—No, esto es solo temporal. Debo irme pronto. —Extendió un dedo, que me atravesó como una nube de humo a la altura del pecho—. Pero siempre me tendrás aquí, en tu interior.

—No quiero que te vayas, Nana.

Sin fuerzas, me dejé caer sobre mis rodillas. Ella se agachó frente a mí y, aunque tampoco pude sentirlo, rodeó mi rostro con sus manos.

—Tienes que ser fuerte, Darío. La vida sigue y no puedes quedarte atrapado. Debes continuar hacia delante.

—Lo haré —afirmé con convicción—. Por ti, abuela.

—Sé que lo harás. —Se puso de nuevo en pie y comenzó a alejarse hacia la multitud, como arrastrada por el viento. Justo antes de desaparecer, me dedicó unas últimas palabras de despedida—. Hasta siempre, mi pequeño.

—Adiós, Nana —susurré, mientras me enjugaba las lágrimas.

Salí de nuevo a la plaza y tomé rumbo hacia el Hospital. Ahora que me había despedido de ella, podría seguir avanzando, como le había prometido, y el primer paso era volver al lugar que me correspondía, al lado de mis padres, para que ellos también pudieran hacerlo.

Ahora ya no tenía miedo. Había comprendido que mi abuela, como aquel Día de Muertos, siempre estaría a mi lado.



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