El anciano se
detuvo al alcanzar la cima de la colina, clavando su retorcido bastón de abedul
sobre la superficie de tierra. Levantó la vista hacia el frente y descubrió la
inconmensurable fortaleza de Feldhur.
Asintió
satisfecho, al hallarse por fin ante el destino último de su viaje. Un viaje
que lo había llevado durante las últimas semanas a atravesar valles y llanuras,
túneles bajo las montañas y frondosos bosques, desde las lejanas tierras de
Driedenn, uno de los últimos reinos de los hombres. En aquella otrora
resplandeciente ciudad, enclavada al borde de un acantilado sobre el Mar de
Oobe, el anciano no había encontrado más que ruinas humeantes, inertes testigos
del reciente ataque, y cientos, si no miles, de cuerpos apilados en sus calles.
Fue un niño atemorizado, que se contaba entre el exiguo número de
supervivientes, el que le hizo saber a quién correspondía la autoría de
semejante masacre.
En ese
momento, descubrió cómo una figura, cubierta por una túnica y encorvada como la
suya, lo observaba desde la cima de una de las elevadas torres almenadas del
bastión. Lo estaba esperando.
A su lado, el
infatigable corcel blanco bufó, dispuesto a retomar la marcha. El hombre soltó
las riendas y fustigó con la mano su grupa, dando por concluida su tarea y permitiéndole
que se alejara al galope, libre al fin. La tarea que entonces se disponía a
realizar debía completarla él solo.
Con paso lento
pero seguro, comenzó a descender la ladera de la colina, en dirección al puente
de madera abierto que se extendía sobre el interminable foso seco, rodeando
todo el perímetro del bastión. A su paso no se encontró rastrillo o puerta
alguna. El morador de la fortaleza sabía que él iba a venir, llevaba tiempo
esperándolo, como también el anciano llevaba tiempo esperando enfrentarse a este.
Cruzó el patio
interior y se dirigió hacia la puerta de entrada a la torre del homenaje,
estructura principal de la fortaleza. Franqueó el acceso practicado en el
grueso muro de piedra y accedió a un gran salón, de suelo desgastado de piedra
y paredes con ondeantes blasones repletos de telarañas. Resultaba evidente que
aquel salón había vivido épocas de auténtico esplendor, pero en ese momento el
ambiente de la estancia se veía sumido en una especie de pesadumbre. Semejaba
que el aire, viciado por el largo período de encierro, entrara por las fosas
nasales hasta los pulmones acuchillando todo lo que se encontraba a su paso.
Había algo nauseabundo en aquella atmósfera.
Ignorando este
detalle, el anciano se echó una mano a la espalda, a la altura de los riñones,
para comprobar que su as bajo la manga permanecía listo para ser empleado. Al
tiempo, en lo alto de las escaleras principales de anchos escalones de piedra,
que conectaba el gran salón con una de las galerías superiores, se abrió una pesada
y rechinante puerta de madera, tras la que se materializó la figura encorvada que
había divisado en lo alto del torreón.
—Argeoban,
viejo amigo —comenzó a hablar el anfitrión, con una voz gutural y ajada que
haría temblar al más valiente de los hombres—. Mucho es el tiempo pasado desde
nuestro último encuentro. Tal vez demasiado.
—Rubegan
—respondió el anciano visitante, secamente. Resultaba evidente que no sentían ambos
la misma satisfacción ante aquel reencuentro.
—¿Eso
es todo, Argeoban? ¿Después de todos estos siglos, eso es todo lo que tienes
que decirme?
—Desde
tu traición, no eres merecedor de nuestras palabras. No estaría aquí si no
fuera porque la indecencia de tus actos me ha forzado a intervenir en este
asunto.
Rubegan
avanzaba por las escaleras, descendiendo paso a paso los escalones, con andar
tambaleante.
—Alabados
sean los cielos. Y ha de ser Argeoban, el Magnicida, el Derroca Reyes, quien
deba poner fin a esta injusticia. Si no fuera por tus actos indecentes, tal vez
no tendría que haber acabado con los miserables habitantes de Driedenn.
—Eso
fue diferente, y lo sabes. —Clavó el bastón un paso por delante de sus pies,
dando por zanjada la discusión—. Ahora entrégate sin oponer resistencia y
afronta el juicio del Consejo.
El
morador se detuvo y extendió hacia el frente su bastón. Sus labios comenzaron a
abrirse y cerrarse frenéticamente, articulando palabras incomprensibles para
los humanos. El anciano se apresuró a imitarlo y, arqueando sus escuálidos
dedos sobre el orbe de ambarino cristal veteado en el extremo de su bastón, se
lanzó a pronunciar la antiquísima sucesión de versos que le permitiría
protegerse del ataque que resultaba evidente preparaba su oponente.
Del
extremo del bastón de Rubegan surgió un etéreo rayo verdoso, que se proyectó
hacia donde se encontraba el anciano. Justo antes de que lo alcanzara, en torno
a este último surgió una etérea cobertura casi invisible, que se resquebrajó al
entrar en contacto con el proyectil.
—No
tenías derecho a decidir sobre el futuro de esas pobres gentes de Driedenn, Rubegan.
Sus vidas no deberían depender de tu sola voluntad.
—Ellos
mismos se habían condenado al entrar aquí y robarme la Lágrima de Obsidiana —replicó
el inquilino de la fortaleza, que no había dejado de descender las escaleras
mientras la sucesión de destructores rayos seguían impactando contra la cada
vez más débil defensa del anciano—. Sabes lo importante que es para mí. Es mi
último recuerdo… de nuestro maestro.
Pudiera
parecer que la voz y el ánimo del anfitrión decaían en aquel momento, mas sus
ataques continuaron sucediéndose con igual intensidad. El último de estos logró
atravesar la coraza del anciano, alcanzando su cuerpo y proyectándolo contra la
fría y dura pared de piedra, al otro extremo del salón. En un estado de
profundo aturdimiento a causa del golpe, Argeoban comenzó a ponerse en pie,
ayudándose con ambas manos y apoyándose en el resistente bastón, único pilar
restante de su vacilante voluntad, que había aterrizado a escasos centímetros
de su posición, en el suelo.
—Lamento
que todo tenga que terminar de este modo —confesó Rubegan, avanzando a paso
lento pero decidido sobre el pétreo suelo de la estancia, con expresión
meditativa—. Ahora que lo pienso, es una ironía que todo vaya a concluir aquí,
en Feldhur, donde todo comenzó en un lejano pasado. Aquí donde, de jóvenes, nos
conocimos y prácticamente nos criamos juntos, donde aprendimos todo lo que
ahora sabemos de manos de nuestro maestro. Donde tanto tiempo pasamos juntos,
los tres. Donde cada pared y cada baldosa esconden preciosos recuerdos de la
travesía de conocimiento en que consistió nuestra estadía en estos salones.
El
anciano, tambaleándose, logró ponerse por completo en pie, mientras veía cómo Rubegan
se acercaba sin remisión hacia su ubicación. Le faltaban las fuerzas. Estaba
agotado por el viaje, por los riesgos sufridos en el camino, por aquel último
esfuerzo por protegerse. Cuando su oponente apoyó una mano sobre su hombro,
sujetándolo con inusitada fuerza, sintió como si la energía emanada de la piel
de este atravesara sus propias vestimentas, de tela cuarteada por las
inclemencias del largo trayecto, y recorriera todo su cuerpo, activando cada
uno de sus nervios, haciendo que su sangre fluyera todavía a mayor velocidad
por sus venas y que el vello de su cuerpo se erizara como si hubiera sido
azotado por una descarga eléctrica.
Aunque
pensándolo mejor, tal vez todo ello se debiera a que conocía cual sería con
total seguridad su destino. Lo sabía antes incluso de entrar en aquella
fortaleza, antes de llegar a la colina desde donde había observado al morador
en lo alto de la torre, desde antes incluso de haber comenzado aquel viaje.
Sabía que no saldría vivo de aquel enfrentamiento. Sin embargo, darse cuenta de
ello supuso para él un último y necesario hálito de confianza.
Apenas
le sorprendió cuando su viejo compañero, convertido en rival en aquel último
enfrentamiento vital, atravesó su cuerpo con el extremo de su bastón, a la
altura de su pecho. Sintió con total claridad cómo se abría paso a través de su
piel, de sus músculos, de sus huesos. Sintió cómo su vida empezaba a escaparse al
descubrirse aquella improvisada vía de escape. No obstante, resistía sereno,
tranquilo.
Cuando
su cuerpo comenzaba a dejarse llevar por el cansancio, antecedente de su
funesto destino, se volvió a llevar la mano a la espalda. Haciendo acopio por
última vez de las pocas fuerzas físicas restantes, blandió el objeto sobre su
cabeza y lo clavó con fuerza en el corazón de Rubegan. Este soltó entonces su
bastón, que atravesaba el pecho de Argeoban, y se llevó las manos
sobre el suyo. Del punto de incisión comenzaba a brotar la sangre negra como el
carbón, reflejo de la oscuridad que su corazón albergaba.
—Maldito
seas, Argeoban. ¿Elgadhar? ¿Cómo has podido?
—Sí,
Elgadhar. Veo que la recuerdas. —Argeoban asintió con la cabeza, complacido—.
En ese caso, sabrás ahora que este es el final de ambos. La fulminante
sustancia elaborada por los antiguos creadores de esta tierra, impregnada en su
filo, corre ya por tus venas. Los últimos instantes de tu reloj de arena han
comenzado a descontarse.
Tambaleándose,
Rubegan dio unos pasos hacia atrás, hasta que cayó de espaldas contra las
imperturbables losas desgastadas del suelo.
—Es
la misma arma que en el pasado depositaste a mi lado mientras dormía, para inculparme
vilmente por el asesinato del rey y a continuación huir cual cobarde a este tu
refugio —continuó su discurso Argeoban, con voz lenta pero serena, pues sabía
que así cumplía finalmente con su misión. Se aproximó a su antiguo compañero y
se arrodilló con pesadez a su lado, sin poder inclinarse demasiado, pues el
extremo de la vara que todavía atravesaba su torso chocaba con la superficie
del suelo—. Ahora que lo pienso, tienes razón. Es una ironía que todo vaya a
concluir aquí, donde nos conocimos y crecimos juntos, donde nos formamos… donde
asesinaste al maestro Feldhur con esta misma daga que ahora atraviesa tu
corazón, donde con tus artes oscuras hiciste retorcerse de dolor a los demás
miembros del Consejo hasta que sus vidas terminaron por esfumarse. En
definitiva, donde nuestras vidas dieron comienzo, aquí es donde ambas terminan.
Esta misma noche.
Próximos
a perder la consciencia y superados por las circunstancias, ambos ancianos
sonrieron lastimeramente, sintiendo cómo sus vidas se esfumaban a un mismo
tiempo, en aquel lugar en el que de algún modo habían iniciado juntos su
andadura.
Esa
noche, Argeoban abandonó el mundo, sintiéndose satisfecho por haber cumplido al
fin la misión que lo había llevado a completar aquella larga travesía.
Imagen: https://lh3.googleusercontent.com/1CMX7pyNQXDDBmuu4gp-z2dbr0A6ZMRX4y9FyezD4t2ZdZVbyLXaftXUn3nW81jnpm9sKA=s170
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