La luz del
comedor se filtraba entre los listones de madera del suelo, sobre nuestras
cabezas. No nos había dado tiempo a extinguir las velas antes de escondernos en
el refugio. Hacía apenas unos minutos que las campanas de la iglesia habían
tañido con insistencia, advirtiendo de su presencia. En ese momento, las calles
del pueblo estarían desiertas; toda la gente estaría refugiada en sus casas.
Mi madre nos
envolvía a las dos con fuerza entre sus brazos, contra su pecho. Mi hermana pequeña lloraba en silencio,
atenazada por el miedo. Era demasiado joven para recordar la última vez que
habían venido. Pero yo lo recordaba. Rememorar el pavor que había sentido
entonces me bloqueaba, impidiéndome siquiera pensar con claridad.
Por encima del
fuerte ruido del viento en el exterior de la vivienda, nos llegó el chirriante
sonido de la puerta, deslizándose sobre sus goznes, lentamente. Había estado
suplicando para mis adentros que pasaran de largo, que no se detuvieran. Pero había
resultado inútil. Acababan de entrar en nuestra casa.
En el pueblo
se les conocía como los Visitantes. Ni siquiera los más ancianos sabían
exactamente qué era lo que venían a buscar, pero cada ciertos años bajaban
hasta el pueblo desde sus recónditas guaridas en las montañas y se llevaban a
todo el que se encontraban. No se sabía con precisión cuándo vendrían. Debíamos
permanecer siempre alerta.
Una sombra
alargada se deslizó atravesando la ranura de luz sobre nuestras cabezas. El
rostro congestionado de mi hermana se vio sumido momentáneamente en la penumbra.
Tuve que taparle la boca y encerrar entre mis dedos su grito de terror.
La luz comenzó
a desplazarse. Habían cogido una de las velas sobre la mesa. Me extrañó, pues
nuestra casa constaba de una única estancia, que servía de cocina, comedor y
dormitorio para las tres, por lo que era muy sencillo comprobar que no hubiera
nadie en ella.
Siguiendo el
desplazamiento de la luz entre los tablones, comprobé cómo uno de los
Visitantes se dirigía a la pequeña estantería en la pared ¿Qué estarían
buscando? Mi hermana profirió un quedo chillido, cubriendo al instante sus
labios con las manos. Me abalancé sobre ella, estampando la mía sobre ellas y
dirigiendo la mirada hacia el punto donde ella mantenía clavada la suya. Allí
descubrí que, a través de los gruesos listones de abeto humedecido, se intuía
algo rojo y brillante, que se desplazaba a lo largo de la junta. Avanzó hasta
posarse sobre nosotras. Nos había encontrado.
Un
ensordecedor gruñido nos atacó los oídos, al tiempo que el Visitante se
despegaba del suelo. Otras cuatro sombras entraron en la vivienda, cercenando
por instantes las líneas de luz filtradas bajo el suelo. ¿Por qué había seis Visitantes
en nuestra casa?
Sin llegar a
hallar la respuesta, escuché un ruido metálico proveniente del lugar donde se
encontraba la estantería. La caja de metal, donde guardaba los pocos recuerdos
materiales que me quedaban de nuestro padre, muerto hacía tres años por la
fiebre, había caído al suelo.
Cegada por la
rabia, me puse de pie, rozando con la cabeza el techo del escondite. Nuestra
madre trató de retenerme, sujetarme del brazo. Me zafé y descorrí el cerrojo de
la trampilla superior. La abrí de golpe, subí los peldaños de madera y me
encontré de nuevo en el centro de nuestra casa, de frente a la puerta abierta
al exterior.
Al darme la
vuelta, los descubrí. Cinco seres fantasmagóricos, cubiertos con capas negras,
flotaban a unos centímetros del suelo, justo encima del refugio. Un sexto
Visitante permanecía cerca de la estantería, con la pipa de tabaco de mi padre
entre sus óseas falanges.
—¡¿Qué queréis
de nosotras?! —exclamé, desesperada—. ¡Largaos de aquí!
Me vi de
pronto rodeada por aquellos seres, que en mi mente había imaginado de tantas
formas diferentes, y que ahora tenía ante mí. Comenzaron a desplazarse en
círculos, alrededor de mí, cercándome cada vez más. Me rozaban, mecían mi
melena sobre los hombros, me susurraban al oído palabras en un siseante idioma
que no lograba comprender. Comenzaba a marearme, abotargada por el fugaz
movimiento de aquellos seres a mi alrededor. El que sostenía la pipa de mi
padre apareció en el centro. Bajo su capucha, pude discernir una sombra
tenebrosa y un par de ojos rojos como la sangre, iguales al que nos había
descubierto. Dejó caer la pipa al suelo y comenzó a retorcerse bajo la gruesa
capa.
Cuando se
detuvo, el lugar de la sombra lo ocupaba la figura de un hombre, de rasgos
fuertes y curtidos, con un denso bigote rubio y pelo peinado hacia atrás. Sus
ojos azules me observaban directamente. Me perdí en su inmensidad, hasta casi
desvanecerme.
—¿Padre?
—logré articular con lágrimas brotando en los ojos—. ¿Estáis vivo?
—Cariño,
cuánto te he echado de menos.
Aquella voz no
era su voz, pero me daba igual. Era mi padre, estaba segura.
—Yo también os
he echado de menos —gimoteé, lanzándome a sus brazos. Me rodeó en un cálido
abrazo paternal. ¿Cómo no iba a ser él, si hasta podía sentir el latido de su
corazón?
—Ya no tenemos
que seguir separados, mi amor. Ven con nosotros. No volveré a dejarte.
—¡No! —escuché
gritar a mi madre, lanzándose a la carrera por los escalones del refugio hacia
donde me encontraba.
La compuerta
se cerró de golpe por sí sola, recluyéndolas bajo el suelo. Apenas reparé en
ello, pues yo seguía perdida en la mirada de mi padre, al que después de todo
ese tiempo había recuperado. Sentí cómo me rodeaba con su capa y juntos
comenzamos a caminar hacia el exterior.
—Vámonos a
casa —me dijo en un susurro.
Seguidos por
los cinco espectros, salimos al exterior abrazados el uno al otro.
A la mañana
siguiente, una mujer y su hija lloraban desconsoladas, ante todo el pueblo. La
bandera ondeaba a media asta y todos los vecinos portaban brazaletes negros. Después
de años sin víctimas, aquella noche los Visitantes se habían vuelto a llevar un
alma inocente.
Imagen: https://lh3.googleusercontent.com/QrR1xwhDBsGH35Ab87gZYMkevTNgVyBNyebri2e326fxmVfnla4Elt1NnpfmTCy9YJHOKQ=s151
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