martes, 14 de julio de 2020

Un acto de valentía







—Pero Ana, piénsalo bien. —La niñera estrujaba nerviosa los dedos sobre su falda, viendo cómo su pequeña, a cuyo cuidado había estado desde el mismo día de su nacimiento, se paseaba de un lado a otro de la estancia, sin dejar de lanzar al aire floridas palabras y argumentos repletos de pasión y enamoramiento—. Yo no soy quien para decirte lo que has de hacer, querida, pero si la tomas, esta será la decisión más importante de tu vida. Una vez que des ese paso, no habrá vuelta atrás. Y entonces, muchas cosas cambiarán para siempre.
—Lo sé, Herminia, pero lo he estado pensando durante ya demasiado tiempo. Este es el momento, estoy segura.
La criadora sacudió la cabeza, menos convencida que ella. Ana apenas contaba quince primaveras y aún tenía mucha vida por delante. Otras oportunidades podrían surgir en el futuro. Pero eso era fácilmente apreciable para ella, una mujer ya en el ocaso de su existencia, que durante décadas había sido testigo de la historia de decenas de jovencitas como Ana. No esperaba que ella pudiera comprenderlo todavía.
—No puedo impedirte que lo hagas —claudicó, poniéndose en pie para ayudarla con los lazos en la espalda de su vestido—. Solo te pido que, hagas lo que hagas, vayas con cuidado. No son tiempos sencillos y son muchos los enemigos frente a los que te podrías hallar.
—Tranquila, Herminia. Tendré cuidado.
Se giró hacia su cuidadora y la rodeó con un abrazo. Esta respondió apretándola con fuerza, hundiendo el rostro en su hombro. Aunque la joven no lo sospechaba siquiera, Herminia ya sabía que jamás volvería a verla.
Finalmente se separaron y Ana abandonó la vivienda que durante toda su vida había sido su único y verdadero hogar. Desde el fallecimiento de sus padres, cuando ella era apenas una cría de ocho años, sus bienes los administraba su tío Beltrán II, Marqués de Riaza. Pero Ana nunca había sido de su agrado, así que solo se molestaba en venir a visitarla desde Segovia cuando le era imprescindible, sobre todo si había dinero de por medio.
No tardó en ver la torre, alzándose hacia el cielo en el centro de la explanada de tierra, donde la mayoría de los invitados esperaban ya a los protagonistas de la jornada. Lo más nutrido de la sociedad se agolpaba en torno a la edificación, engalanados con sus mejores telas y joyas, pues la ocasión bien lo merecía.
Camuflada entre la multitud, avanzó por un ancho pasillo hasta llegar al salón principal. La estancia, alargada y de techos de piedra abovedados, estaba rematada al fondo por una tarima sobre la que se alzaban dos asientos de alto respaldo de madera, con una gruesa cortina carmesí a su espalda. En uno de ellos esperaba sentada y con gesto inquieto una joven apenas mayor que Ana, menuda y de rostro redondeado, rubia como el oro y ataviada con un largo vestido blanco, con las mangas verdes y una capa roja con aberturas a ambos costados. A su lado, el ministro de culto permanecía en pie, también expectante, ataviado con la protocolaria sotana.
Ana contempló a los asistentes sentados a su alrededor, dispersados por las dos columnas de bancos dispuestas frente al improvisado altar. Cuando miró hacia atrás, reparó en una figura en el umbral de la puerta de acceso al salón. Esta se desprendió de la capa y la capucha con que cubría su cabeza, dejando a la vista su rostro. Se trataba de un joven de dieciséis años, alto pero no demasiado, fuerte y ancho de hombros. Su cabello castaño se descolgaba en rebeldes mechones sobre una frente bronceada, que coronaba un par de ojos inteligentes como pocos. Involuntariamente, Ana suspiró al comprender que el momento estaba próximo. Un hombre a su lado se percató y miró hacia su espalda para descubrir la llegada del joven muchacho. Hizo extender la noticia entre el público, que pronto estuvo al completo vuelto hacia la entrada, a la espera de que el acto diera comienzo.
Fernando sintió un escalofrió recorrerle la espalda al verse ante toda esa gente. Durante las últimas semanas y meses había estado imaginando cómo sería ese momento y, ahora que estaba ahí, lo único que sentía era la necesidad de salir corriendo. Entonces, reparó en la joven que lo esperaba, ahora de pie delante de uno de los tronos al fondo del salón.
Mientras avanzaba hacia ella por el  pasillo, entre los múltiples invitados de los que solo a la mitad conocía realmente, observó a su futura esposa. Era una de las mujeres más hermosas que había conocido en toda su vida. Su cetrina mirada iluminaba la estancia, respaldada por una sonrisa enmarcada entre carnosos labios de carmín. Su perfecta tez ofrecía unos rasgos agradables a la vista de cualquiera, embaucadores a la suya. Bajo su vestido, la ondeada línea de una verdadera mujer daba muestra de que, a pesar de su aparente juventud, ya no era una niña.
En su trayecto, no reparó en la joven muchacha que lo observaba desde el centro de la multitud, inquieta, esperando su momento.
—Fernando, por fin has llegado —lo recibió la novia, tendiéndole la mano para que se la besara.
—Lamento haberos hecho esperar, mi señora —respondió este, ofreciéndole una sutil reverencia.
Desde su asiento, Ana contempló con atención el desarrollo de la ceremonia. Los dos jóvenes prometidos se intercambiaban enamoradas miradas y tiernas sonrisas, mientras cumplían religiosamente con las indicaciones del clérigo. Reparó en el nutrido grupo de soldados desplegados por los flancos del recinto, sin dejar de vigilarlo todo a su alrededor. Eso le hizo pensar en si sería prudente llevar a cabo su plan. Tal vez se había precipitado al pensar que podría llegar a buen puerto. Al fin y al cabo, se trataba de una temeridad, se mirase por donde se mirase.
Pero tenía que hacerlo. Si ese día se mantenía de brazos cruzados, se lo reprocharía a sí misma durante el resto de su vida, y no estaba dispuesta a vivir por siempre con esa carga. Al salir de su repentino ensimismamiento, comprobó por el discurso del oficiante que su momento era inminente. Se disculpó con el caballero a su lado y comenzó a cruzar por delante del banco de madera en dirección al pasillo central. Se percató por el camino de que uno de los guardias la vigilaba, con actitud desconfiada. Debía actuar deprisa, si no quería que este se interpusiera en sus planes. Entonces, la voz del clérigo volvió a hacerse oír con claridad en toda la estancia.
—Si alguien conoce alguna razón por la que estas dos personas no deban unirse en matrimonio, que hable ahora o calle para siempre.
—Yo.
Varias decenas de murmurantes invitados se giraron hacia la joven muchacha que había tenido la osadía de interrumpir el enlace.
—Ana, os hacía de camino a Segovia, con vuestro tío —le dijo la novia, al descubrirla parada en medio del pasillo.
—Mi señora, me temo que había aquí asuntos que requerían mi presencia.
—Tal vez pueda ofreceros mi ayuda, pues, pero habrá de ser en otro momento. Como veis, estamos a punto de sellar nuestra unión en presencia de Dios y de nuestro pueblo.
—Me temo que eso deberá esperar, mi señora. —Ahogadas expresiones de sorpresa le llegaron a Ana desde el público. El gesto hasta ese momento amable de la novia tornó en un ceño fruncido, signo inequívoco de que su intervención había logrado molestarla. Aun así, les hizo un gesto a los soldados para que no intervinieran todavía—. El principal de esos asuntos os incumbe a vos y a vuestro prometido.
—Ana, ahora no —musitó Fernando, desviando incómodo la vista hacia el suelo.
—¿Es que tú sabes la razón por la que esta joven ha interrumpido nuestro enlace? —le inquirió su futura esposa, a cada instante más indignada.
—Él es la razón, mi señora. —Ana avanzó hacia el altar, deteniéndose a solo un par de pasos de la pareja, bajo la sorprendida mirada del clérigo—. Estoy enamorada de él y no puedo permitir que contraiga matrimonio con vos.
De nuevo, los murmullos y cuchicheos se extendieron como una plaga entre el público. La joven novia alzó una mano al aire y se impuso con voz autoritaria, para luego continuar en tono contenidamente irritado.
—¡Silencio! ¿Qué queréis decir con que estáis enamorada de mi marido?
—Siento contradecirla, mi señora, pero todavía no es vuestro marido. Y sí, estoy enamorada de Fernando, como nunca lo he estado ni lo estaré de ningún otro hombre. Y me consta que él también lo está de mí.
—¿Es eso cierto, Fernando? —Las coloradas mejillas de la joven novia denotaban el creciente enfado que se abría paso en su interior.
—La amo, en efecto —confesó este, sin ser capaz de levantar la vista del suelo más que para contemplar fugazmente a la joven Ana frente a él, que había tenido la valentía que a él le faltaba para rebelarse contra lo que los demás habían decidido por ellos—. La amo más que a mi propia vida. Pero también os he amado a vos, mi señora. No fue hasta después de que nos hubiéramos conocido cuando Ana apareció en mi vida.
—¿Me has estado engañando? ¿Durante cuánto tiempo?
—Eso no tiene importancia ahora. Lamento mucho el daño que pueda causaros, pero no puedo casarme con vos. Mi corazón no me lo permite.
—Te recuerdo que nuestras familias han llegado a un acuerdo. Lo que dicte tu corazón no tiene relevancia alguna en este momento. —Los espectadores de tan inesperada escena se miraban unos a otros, sin llegar a comprender realmente lo que estaba ocurriendo. Fernando dejó caer los hombros, derrotado: había olvidado que su prometida guardaba todavía bajo la manga un as en su contra—. Además, nuestra unión ya es perfecta a los ojos de Dios, y el Obispo Rodrigo Borja, en representación de su santidad el Papa Paulo II, puede dar fe de ello.
—Vuestro matrimonio no es más valido que el de una piedra con la hoja caída de un árbol, mi señora —replicó Ana—. Todos los aquí presentes sabemos que Fernando y vos sois familia consanguínea, que vuestros respectivos abuelos eran hermanos carnales.
—Deberíais informaros adecuadamente antes de formular una acusación como esa, Ana. Hace años que Fernando cuenta con una bula firmada por el Papa Pio II, permitiéndole contraer matrimonio con cualquier doncella con la que le uniera un lazo de parentesco, lo que me incluye a mí.
—En caso de existir tal documento, no tiene validez alguna —contestó Ana, manteniendo la compostura en una batalla en la que, a ojos de cualquiera, se encontraría siempre en clara desventaja.
—¿Sois consciente de la gravedad de lo que estáis diciendo?
—No mayor que la de engañar a todo el pueblo, como estáis haciendo vos. —La novia emitió un molesto bufido, conteniéndose para no ordenar castigar a la joven por la humillación que le estaba haciendo pasar—. Resulta extraño que necesitarais una bula papal para dar legitimidad a vuestra unión cuando ya contabais en vuestro poder con otra anterior, firmada presuntamente por su santidad el Papa Calixto III.
—Mentís. No tenéis pruebas de ninguna de las acusaciones que formuláis.
—No aquí, pero no me sería difícil conseguirlas, mi señora. Resulta que mi tío ha mantenido siempre una cercana relación de amistad con el Obispo de Segovia, y este le confesó hace tiempo a mi tío que había conseguido simular un documento auténtico del Papa, con su firma incluso, para una importante familia noble de Castilla. Me temo que no hay muchas otras opciones posibles.
Un ahogado suspiro de sorpresa se extendió entre el público congregado, seguido de quedos murmullos incriminatorios.
—Sigue siendo vuestra palabra y la de vuestro tío contra la mía. No constituye prueba válida para tal acusación.
—También podríamos pedir a un esctibano imparcial que comprobara la caligrafía de la bula que mantenéis en vuestro poder con alguna muestra a puño y letra de Su Santidad. Eso aclararía todo este entuerto.
—No sé qué pretendes, Ana, pero ya estoy cansada de tus juegos —murmuró hastiada la joven sobre el altar, antes de emitir la esperada orden—. Guardias, apresadla.
Al instante, un puñado de soldados dieron un paso al frente, en dirección al pasillo. Ana titubeó y retrocedió inconscientemente apenas unos centímetros su posición, preguntándose si no sería en realidad mucho más que una loca temeridad lo que pretendía, si no tendría su adorada Herminia la razón al advertirla de lo peligroso de dar aquel paso. De pronto, su castillo de naipes se tambaleaba bajo los efectos de un fuerte temporal de dudas.
—¡Alto! —exclamó de pronto Fernando, con gesto serio, alzando una mano en el aire y dirigiéndose a su prometida—. Mi señora, comprendo que todo esto resulte sorpresivo y desconcertante para vos, pero por más que me quiebre el corazón veros en esta situación más me dolería si aceptara unirme a vos por el resto de mi vida, sabiendo que mi alma pertenece realmente a esta joven.
—Fernando, recapacita —le instó la novia, mientras su cuerpo era liberado de la tensa furia para someterse al temor ante el inminente abandono—. Ahora mismo no estás en tus cabales. Tal vez si lo meditaras..
—No, mi señora. Estoy plenamente convencido de lo que digo y siento. Esta es mi voluntad, única e inalterable. —Fernando comenzó a avanzar hacia el frente del altar, hacia Ana. Al llegar a su altura, rodeó su cintura con el brazo, arrancando un nuevo murmullo entre el público y una nueva expresión de ira en el rostro de la novia, y se giró hacia esta—. Deseo pasar el resto de mi vida al lado de Ana.
Indignada, la novia negó con la cabeza y abandonó la estancia lo más rápido que las largas faldas de su vestido le permitían, flanqueada por un grupo de soldados a los que se unieron los padres de aquella, incapaces de pronunciar palabra durante el desarrollo de aquella discusión con inesperado resultado.
—¡Pero qué has hecho, hijo! —susurró la madre de Fernando, aproximándose al joven tras presenciar, enmudecida por el desconcierto, los últimos acontecimientos.
—Llevo demasiado tiempo ocultando mis verdaderos sentimientos, madre —afirmó Fernando, aproximando con dulzura el cuerpo de Ana al suyo—. Ana es la auténtica dueña de mi corazón.
—¿Estás seguro de que esto es lo que quieres? —le preguntó su padre, que permanecía estoicamente de pie, al lado de su mujer. Fernando asintió con la cabeza y luego contempló a Ana directamente a los ojos. En ese momento, cualquier persona a su alrededor pudo comprobar que lo que decía era verdad: el brillo en sus ojos no mentía—. En ese caso, tenéis nuestra bendición.
Su mujer se giró hacia él, con una expresión de incredulidad llevando al límite los rasgos de su rostro.
—Pero Juan…
—Es lo que él ha decidido, Juana. Es hora de que viva su propia vida, tal como él quiera. Hemos intentado imponerle nuestras ideas, pero contra esto —señaló con la mano hacia la joven pareja, abrazada en el centro del pasillo, bajo la atenta mirada de todos los asistentes— no podemos hacer nada.
—Gracias, padre. —Fernando le dedicó una leve reverencia con la cabeza, y luego a su madre—. Gracias, madre. No saben cuánto me alegra contar con su bendición. Les aseguro que no les defraudaré.
—En eso confiamos, Fernando —respondió su padre, hablando por ambos progenitores—. Ahora idos, no hay razón por la que debáis permanecer aquí por más tiempo.
Fernando sacudió la cabeza en un gesto afirmativo e hizo girar a Ana hacia la salida. Ambos avanzaron hasta el final del pasillo, cruzando las puertas de madera para enfilar el corredor que se abría hacia la derecha, en dirección al exterior. Mientras atravesaban este último tramo de su recorrido, les llegó desde su espalda el atronador sonido de una inesperada ovación, procedente del salón del altar. Sin poder contener sendas sonrisas de complicidad, salieron al exterior del Castillo de Fuensaldaña, donde el calor de la tarde castiza los recibió, envolviéndolos en su manto.
—Todavía no me creo que lo hayamos hecho —musitó Ana, tomando una bocanada de aire para henchir sus pulmones, aprisionados en el interior del ceñido corsé.
—Pero lo hemos hecho, mi amor. Y ahora nada podrá impedir que estemos por siempre juntos.
Fernando se adelantó hacia el carruaje que ya los esperaba, donde uno de los lacayos les abría la puerta. Le tendió cortésmente la mano a Ana para ayudarla a subir y la siguió, dejándose caer a su lado, sobre el asiento del compartimento interior.
—¿Y qué haremos ahora? —preguntó la joven muchacha, reparando de pronto en todos los detalles en que, hasta ese momento, no se había parado a pensar—. ¿A dónde iremos?
—No te preocupes por eso, mi amada Ana. Un barco nos espera en el puerto de Valencia, de donde partirá rumbo a Nápoles. ¿Has estado alguna vez allí?
—No, nunca he salido de Valladolid, salvo para ir a visitar a mi tío a Segovia.
—En ese caso, te encantará.
Suavemente, el carruaje se puso en marcha, transportando en su interior a la joven pareja, que se disponía a comenzar una nueva vida, seguramente sin ser conscientes de que, al no haberse casado finalmente Fernando con Isabel, tal vez no surgiría el primer Estado moderno de la historia, tal vez no se acabara con la amenaza árabe todavía latente en la mitad meridional de la península, tal vez se tardara mucho más tiempo en descubrir un continente del que todavía no había rastro en sus mapas.
Tal vez, la historia no llegara a ser como la conocemos.


Imagen: https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/thumb/3/33/Fundaci%C3%B3n_Joaqu%C3%ADn_D%C3%ADaz_-_Castillo_-_Fuensalda%C3%B1a_%28Valladolid%29_%284%29.jpg/220px-Fundaci%C3%B3n_Joaqu%C3%ADn_D%C3%ADaz_-_Castillo_-_Fuensalda%C3%B1a_%28Valladolid%29_%284%29.jpg

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