—Pero Ana, piénsalo bien. —La niñera estrujaba
nerviosa los dedos sobre su falda, viendo cómo su pequeña, a cuyo cuidado había
estado desde el mismo día de su nacimiento, se paseaba de un lado a otro de la
estancia, sin dejar de lanzar al aire floridas palabras y argumentos repletos
de pasión y enamoramiento—. Yo no soy quien para decirte lo que has de hacer, querida,
pero si la tomas, esta será la decisión más importante de tu vida. Una vez que
des ese paso, no habrá vuelta atrás. Y entonces, muchas cosas cambiarán para
siempre.
—Lo sé, Herminia, pero lo he estado
pensando durante ya demasiado tiempo. Este es el momento, estoy segura.
La criadora sacudió la cabeza, menos convencida
que ella. Ana apenas contaba quince primaveras y aún tenía mucha vida por
delante. Otras oportunidades podrían surgir en el futuro. Pero eso era fácilmente
apreciable para ella, una mujer ya en el ocaso de su existencia, que durante décadas
había sido testigo de la historia de decenas de jovencitas como Ana. No
esperaba que ella pudiera comprenderlo todavía.
—No puedo impedirte que lo hagas —claudicó,
poniéndose en pie para ayudarla con los lazos en la espalda de su vestido—. Solo
te pido que, hagas lo que hagas, vayas con cuidado. No son tiempos sencillos y
son muchos los enemigos frente a los que te podrías hallar.
—Tranquila, Herminia. Tendré cuidado.
Se giró hacia su cuidadora y la rodeó con
un abrazo. Esta respondió apretándola con fuerza, hundiendo el rostro en su
hombro. Aunque la joven no lo sospechaba siquiera, Herminia ya sabía que jamás volvería
a verla.
Finalmente se separaron y Ana abandonó la
vivienda que durante toda su vida había sido su único y verdadero hogar. Desde
el fallecimiento de sus padres, cuando ella era apenas una cría de ocho años, sus
bienes los administraba su tío Beltrán II, Marqués de Riaza. Pero Ana nunca había
sido de su agrado, así que solo se molestaba en venir a visitarla desde Segovia
cuando le era imprescindible, sobre todo si había dinero de por medio.
No tardó en ver la torre, alzándose hacia
el cielo en el centro de la explanada de tierra, donde la mayoría de los
invitados esperaban ya a los protagonistas de la jornada. Lo más nutrido de la
sociedad se agolpaba en torno a la edificación, engalanados con sus mejores
telas y joyas, pues la ocasión bien lo merecía.
Camuflada entre la multitud, avanzó por un
ancho pasillo hasta llegar al salón principal. La estancia, alargada y de
techos de piedra abovedados, estaba rematada al fondo por una tarima sobre la
que se alzaban dos asientos de alto respaldo de madera, con una gruesa cortina carmesí
a su espalda. En uno de ellos esperaba sentada y con gesto inquieto una joven
apenas mayor que Ana, menuda y de rostro redondeado, rubia como el oro y ataviada
con un largo vestido blanco, con las mangas verdes y una capa roja con aberturas
a ambos costados. A su lado, el ministro de culto permanecía en pie, también expectante,
ataviado con la protocolaria sotana.
Ana contempló a los asistentes sentados a
su alrededor, dispersados por las dos columnas de bancos dispuestas frente al
improvisado altar. Cuando miró hacia atrás, reparó en una figura en el umbral
de la puerta de acceso al salón. Esta se desprendió de la capa y la capucha con
que cubría su cabeza, dejando a la vista su rostro. Se trataba de un joven de dieciséis
años, alto pero no demasiado, fuerte y ancho de hombros. Su cabello castaño se
descolgaba en rebeldes mechones sobre una frente bronceada, que coronaba un par
de ojos inteligentes como pocos. Involuntariamente, Ana suspiró al comprender
que el momento estaba próximo. Un hombre a su lado se percató y miró hacia su
espalda para descubrir la llegada del joven muchacho. Hizo extender la noticia
entre el público, que pronto estuvo al completo vuelto hacia la entrada, a la
espera de que el acto diera comienzo.
Fernando sintió un escalofrió recorrerle la
espalda al verse ante toda esa gente. Durante las últimas semanas y meses había
estado imaginando cómo sería ese momento y, ahora que estaba ahí, lo único que sentía
era la necesidad de salir corriendo. Entonces, reparó en la joven que lo esperaba,
ahora de pie delante de uno de los tronos al fondo del salón.
Mientras avanzaba hacia ella por el pasillo, entre los múltiples invitados de los
que solo a la mitad conocía realmente, observó a su futura esposa. Era una de
las mujeres más hermosas que había conocido en toda su vida. Su cetrina mirada
iluminaba la estancia, respaldada por una sonrisa enmarcada entre carnosos
labios de carmín. Su perfecta tez ofrecía unos rasgos agradables a la vista de
cualquiera, embaucadores a la suya. Bajo su vestido, la ondeada línea de una
verdadera mujer daba muestra de que, a pesar de su aparente juventud, ya no era
una niña.
En su trayecto, no reparó en la joven
muchacha que lo observaba desde el centro de la multitud, inquieta, esperando
su momento.
—Fernando, por fin has llegado —lo recibió
la novia, tendiéndole la mano para que se la besara.
—Lamento haberos hecho esperar, mi señora —respondió
este, ofreciéndole una sutil reverencia.
Desde su asiento, Ana contempló con atención
el desarrollo de la ceremonia. Los dos jóvenes prometidos se intercambiaban enamoradas
miradas y tiernas sonrisas, mientras cumplían religiosamente con las
indicaciones del clérigo. Reparó en el nutrido grupo de soldados desplegados
por los flancos del recinto, sin dejar de vigilarlo todo a su alrededor. Eso le
hizo pensar en si sería prudente llevar a cabo su plan. Tal vez se había precipitado
al pensar que podría llegar a buen puerto. Al fin y al cabo, se trataba de una
temeridad, se mirase por donde se mirase.
Pero tenía que hacerlo. Si ese día se mantenía
de brazos cruzados, se lo reprocharía a sí misma durante el resto de su vida, y
no estaba dispuesta a vivir por siempre con esa carga. Al salir de su repentino
ensimismamiento, comprobó por el discurso del oficiante que su momento era
inminente. Se disculpó con el caballero a su lado y comenzó a cruzar por
delante del banco de madera en dirección al pasillo central. Se percató por el
camino de que uno de los guardias la vigilaba, con actitud desconfiada. Debía
actuar deprisa, si no quería que este se interpusiera en sus planes. Entonces,
la voz del clérigo volvió a hacerse oír con claridad en toda la estancia.
—Si alguien conoce alguna razón por la que
estas dos personas no deban unirse en matrimonio, que hable ahora o calle para
siempre.
—Yo.
Varias decenas de murmurantes invitados se
giraron hacia la joven muchacha que había tenido la osadía de interrumpir el
enlace.
—Ana, os hacía de camino a Segovia, con
vuestro tío —le dijo la novia, al descubrirla parada en medio del pasillo.
—Mi señora, me temo que había aquí asuntos
que requerían mi presencia.
—Tal vez pueda ofreceros mi ayuda, pues,
pero habrá de ser en otro momento. Como veis, estamos a punto de sellar nuestra
unión en presencia de Dios y de nuestro pueblo.
—Me temo que eso deberá esperar, mi señora.
—Ahogadas expresiones de sorpresa le llegaron a Ana desde el público. El gesto
hasta ese momento amable de la novia tornó en un ceño fruncido, signo inequívoco
de que su intervención había logrado molestarla. Aun así, les hizo un gesto a
los soldados para que no intervinieran todavía—. El principal de esos asuntos
os incumbe a vos y a vuestro prometido.
—Ana, ahora no —musitó Fernando, desviando
incómodo la vista hacia el suelo.
—¿Es que tú sabes la razón por la que esta
joven ha interrumpido nuestro enlace? —le inquirió su futura esposa, a cada
instante más indignada.
—Él es la razón, mi señora. —Ana avanzó
hacia el altar, deteniéndose a solo un par de pasos de la pareja, bajo la sorprendida
mirada del clérigo—. Estoy enamorada de él y no puedo permitir que contraiga
matrimonio con vos.
De nuevo, los murmullos y cuchicheos se
extendieron como una plaga entre el público. La joven novia alzó una mano al
aire y se impuso con voz autoritaria, para luego continuar en tono contenidamente
irritado.
—¡Silencio! ¿Qué queréis decir con que estáis
enamorada de mi marido?
—Siento contradecirla, mi señora, pero todavía
no es vuestro marido. Y sí, estoy enamorada de Fernando, como nunca lo he
estado ni lo estaré de ningún otro hombre. Y me consta que él también lo está
de mí.
—¿Es eso cierto, Fernando? —Las coloradas
mejillas de la joven novia denotaban el creciente enfado que se abría paso en
su interior.
—La amo, en efecto —confesó este, sin ser
capaz de levantar la vista del suelo más que para contemplar fugazmente a la
joven Ana frente a él, que había tenido la valentía que a él le faltaba para rebelarse
contra lo que los demás habían decidido por ellos—. La amo más que a mi propia
vida. Pero también os he amado a vos, mi señora. No fue hasta después de que
nos hubiéramos conocido cuando Ana apareció en mi vida.
—¿Me has estado engañando? ¿Durante cuánto
tiempo?
—Eso no tiene importancia ahora. Lamento
mucho el daño que pueda causaros, pero no puedo casarme con vos. Mi corazón no
me lo permite.
—Te recuerdo que nuestras familias han
llegado a un acuerdo. Lo que dicte tu corazón no tiene relevancia alguna en
este momento. —Los espectadores de tan inesperada escena se miraban unos a
otros, sin llegar a comprender realmente lo que estaba ocurriendo. Fernando dejó
caer los hombros, derrotado: había olvidado que su prometida guardaba todavía
bajo la manga un as en su contra—. Además, nuestra unión ya es perfecta a los
ojos de Dios, y el Obispo Rodrigo Borja, en representación de su santidad el
Papa Paulo II, puede dar fe de ello.
—Vuestro matrimonio no es más valido que el
de una piedra con la hoja caída de un árbol, mi señora —replicó Ana—. Todos los
aquí presentes sabemos que Fernando y vos sois familia consanguínea, que
vuestros respectivos abuelos eran hermanos carnales.
—Deberíais informaros adecuadamente antes
de formular una acusación como esa, Ana. Hace años que Fernando cuenta con una
bula firmada por el Papa Pio II, permitiéndole contraer matrimonio con
cualquier doncella con la que le uniera un lazo de parentesco, lo que me
incluye a mí.
—En caso de existir tal documento, no tiene
validez alguna —contestó Ana, manteniendo la compostura en una batalla en la
que, a ojos de cualquiera, se encontraría siempre en clara desventaja.
—¿Sois consciente de la gravedad de lo que estáis
diciendo?
—No mayor que la de engañar a todo el pueblo,
como estáis haciendo vos. —La novia emitió un molesto bufido, conteniéndose
para no ordenar castigar a la joven por la humillación que le estaba haciendo
pasar—. Resulta extraño que necesitarais una bula papal para dar legitimidad a
vuestra unión cuando ya contabais en vuestro poder con otra anterior, firmada presuntamente
por su santidad el Papa Calixto III.
—Mentís. No tenéis pruebas de ninguna de
las acusaciones que formuláis.
—No aquí, pero no me sería difícil
conseguirlas, mi señora. Resulta que mi tío ha mantenido siempre una cercana relación
de amistad con el Obispo de Segovia, y este le confesó hace tiempo a mi tío que
había conseguido simular un documento auténtico del Papa, con su firma incluso,
para una importante familia noble de Castilla. Me temo que no hay muchas otras
opciones posibles.
Un ahogado suspiro de sorpresa se extendió
entre el público congregado, seguido de quedos murmullos incriminatorios.
—Sigue siendo vuestra palabra y la de
vuestro tío contra la mía. No constituye prueba válida para tal acusación.
—También podríamos pedir a un esctibano
imparcial que comprobara la caligrafía de la bula que mantenéis en vuestro
poder con alguna muestra a puño y letra de Su Santidad. Eso aclararía todo este
entuerto.
—No sé qué pretendes, Ana, pero ya estoy
cansada de tus juegos —murmuró hastiada la joven sobre el altar, antes de
emitir la esperada orden—. Guardias, apresadla.
Al instante, un puñado de soldados dieron
un paso al frente, en dirección al pasillo. Ana titubeó y retrocedió
inconscientemente apenas unos centímetros su posición, preguntándose si no
sería en realidad mucho más que una loca temeridad lo que pretendía, si no
tendría su adorada Herminia la razón al advertirla de lo peligroso de dar aquel
paso. De pronto, su castillo de naipes se tambaleaba bajo los efectos de un
fuerte temporal de dudas.
—¡Alto! —exclamó de pronto Fernando, con
gesto serio, alzando una mano en el aire y dirigiéndose a su prometida—. Mi
señora, comprendo que todo esto resulte sorpresivo y desconcertante para vos,
pero por más que me quiebre el corazón veros en esta situación más me dolería
si aceptara unirme a vos por el resto de mi vida, sabiendo que mi alma
pertenece realmente a esta joven.
—Fernando, recapacita —le instó la novia,
mientras su cuerpo era liberado de la tensa furia para someterse al temor ante
el inminente abandono—. Ahora mismo no estás en tus cabales. Tal vez si lo
meditaras..
—No, mi señora. Estoy plenamente convencido
de lo que digo y siento. Esta es mi voluntad, única e inalterable. —Fernando
comenzó a avanzar hacia el frente del altar, hacia Ana. Al llegar a su altura,
rodeó su cintura con el brazo, arrancando un nuevo murmullo entre el público y
una nueva expresión de ira en el rostro de la novia, y se giró hacia esta—. Deseo
pasar el resto de mi vida al lado de Ana.
Indignada, la novia negó con la cabeza y
abandonó la estancia lo más rápido que las largas faldas de su vestido le
permitían, flanqueada por un grupo de soldados a los que se unieron los padres
de aquella, incapaces de pronunciar palabra durante el desarrollo de aquella discusión
con inesperado resultado.
—¡Pero qué has hecho, hijo! —susurró la
madre de Fernando, aproximándose al joven tras presenciar, enmudecida por el
desconcierto, los últimos acontecimientos.
—Llevo demasiado tiempo ocultando mis
verdaderos sentimientos, madre —afirmó Fernando, aproximando con dulzura el
cuerpo de Ana al suyo—. Ana es la auténtica dueña de mi corazón.
—¿Estás seguro de que esto es lo que
quieres? —le preguntó su padre, que permanecía estoicamente de pie, al lado de
su mujer. Fernando asintió con la cabeza y luego contempló a Ana directamente a
los ojos. En ese momento, cualquier persona a su alrededor pudo comprobar que
lo que decía era verdad: el brillo en sus ojos no mentía—. En ese caso, tenéis nuestra
bendición.
Su mujer se giró hacia él, con una
expresión de incredulidad llevando al límite los rasgos de su rostro.
—Pero Juan…
—Es lo que él ha decidido, Juana. Es hora
de que viva su propia vida, tal como él quiera. Hemos intentado imponerle
nuestras ideas, pero contra esto —señaló con la mano hacia la joven pareja,
abrazada en el centro del pasillo, bajo la atenta mirada de todos los
asistentes— no podemos hacer nada.
—Gracias, padre. —Fernando le dedicó una
leve reverencia con la cabeza, y luego a su madre—. Gracias, madre. No saben cuánto
me alegra contar con su bendición. Les aseguro que no les defraudaré.
—En eso confiamos, Fernando —respondió su
padre, hablando por ambos progenitores—. Ahora idos, no hay razón por la que
debáis permanecer aquí por más tiempo.
Fernando sacudió la cabeza en un gesto
afirmativo e hizo girar a Ana hacia la salida. Ambos avanzaron hasta el final
del pasillo, cruzando las puertas de madera para enfilar el corredor que se
abría hacia la derecha, en dirección al exterior. Mientras atravesaban este
último tramo de su recorrido, les llegó desde su espalda el atronador sonido de
una inesperada ovación, procedente del salón del altar. Sin poder contener
sendas sonrisas de complicidad, salieron al exterior del Castillo de
Fuensaldaña, donde el calor de la tarde castiza los recibió, envolviéndolos en
su manto.
—Todavía no me creo que lo hayamos hecho —musitó
Ana, tomando una bocanada de aire para henchir sus pulmones, aprisionados en el
interior del ceñido corsé.
—Pero lo hemos hecho, mi amor. Y ahora nada
podrá impedir que estemos por siempre juntos.
Fernando se adelantó hacia el carruaje que
ya los esperaba, donde uno de los lacayos les abría la puerta. Le tendió
cortésmente la mano a Ana para ayudarla a subir y la siguió, dejándose caer a
su lado, sobre el asiento del compartimento interior.
—¿Y qué haremos ahora? —preguntó la joven
muchacha, reparando de pronto en todos los detalles en que, hasta ese momento,
no se había parado a pensar—. ¿A dónde iremos?
—No te preocupes por eso, mi amada Ana. Un
barco nos espera en el puerto de Valencia, de donde partirá rumbo a Nápoles.
¿Has estado alguna vez allí?
—No, nunca he salido de Valladolid, salvo
para ir a visitar a mi tío a Segovia.
—En ese caso, te encantará.
Suavemente, el carruaje se puso en marcha,
transportando en su interior a la joven pareja, que se disponía a comenzar una
nueva vida, seguramente sin ser conscientes de que, al no haberse casado
finalmente Fernando con Isabel, tal vez no surgiría el primer Estado moderno de
la historia, tal vez no se acabara con la amenaza árabe todavía latente en la
mitad meridional de la península, tal vez se tardara mucho más tiempo en
descubrir un continente del que todavía no había rastro en sus mapas.
Tal vez, la historia no llegara a ser como
la conocemos.
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