En medio de la
oscuridad, sentí que algo iba mal. Me senté sobre la cama, escrutando la
habitación. No parecía haber nada extraño. Bebí un trago de agua del vaso sobre
la mesilla de noche y me sequé el sudor de la frente. Supuse que me habría
despertado abruptamente tras sufrir una pesadilla que ya ni siquiera recordaba.
Hacía tiempo que les había perdido el miedo. Decidí aprovechar las últimas
horas de sueño.
Al estirarme
de nuevo sobre el colchón, mis pies tropezaron con un objeto al fondo de la
cama. Extrañado, despejé la superficie de sábanas y mantas y lo descubrí. Se
trataba de una especie de capullo de rosa, aparentemente negro, de mayor tamaño
que el de un puño. Lo sujeté entre mis manos. Resultaba frío al tacto, como si
hubiera pasado toda la noche fuera, a la intemperie. Lo giré con los dedos
hasta que di con el orificio en que se juntaban todos los pétalos. Un
parpadeante destello se filtraba por la diminuta ranura, iluminando cada vez
con más fuerza mi rostro. Abrí los pétalos hacia los lados y me vi súbitamente
absorbido por una fuerza desconocida hacia el interior de la flor.
Me sumergí en
una densa niebla dorada. Una voz gutural retumbó en mis oídos; imposible
descubrir de dónde procedía.
—Bienvenido a
mi reino.
—¿Quién eres?
—pregunté desconcertado.
—No temas.
Pronto lo descubrirás.
Sin darme
tiempo a reaccionar, de entre la niebla emergió la desbocada locomotora de un
tren sin vagones que me arrolló, lanzándome por los aires. Mi cuerpo atravesó
una puerta abierta flotante y aterrizó en una superficie arenosa.
—¿Qué quieres
de mí? —exigí saber, con voz temblorosa.
—Paciencia.
Pronto tendrás las respuestas que buscas.
La masa
arenosa a mis pies comenzó a descender, filtrándose torrentes de gravilla hacia
el interior. Traté de sujetarme a las paredes, cada vez más estrechas conforme
descendía, pero eran de cristal, así que no dejé de resbalar, hasta que la
arena se agotó y me precipité por el estrecho orificio inferior hacia el vacío.
Cerré con fuerza los ojos, previendo un fuerte impacto, y cuando los abrí me
encontré en otro lugar. Se trataba de un parque.
—Conozco este
lugar. ¿Por qué me has traído aquí?
—Sabes por qué
lo he hecho —me respondió la voz, inmutable ante mi insistencia—. Busca en tu
interior la respuesta.
Un hombre,
vestido con un abrigo, se dirigía hacia mí, con los ojos ardiendo en llamas
furiosas. Extendió hacia mí un brazo. En su extremo, el brillante cañón de una
pistola. Una sombra, de largos cabellos ondulados, se interpuso entre los dos.
Se oyó una detonación y un punto rojo apareció en el centro de la sombra, a la
altura de su pecho. La sangre brotó de la herida, a mares, inundándolo todo a
mi alrededor. Estaba paralizado. Cuando el líquido pastoso alcanzó mi rostro,
se filtró por mi boca, por mis fosas nasales, impidiéndome respirar.
Aparecí en una
loma sembrada de lápidas. Un cementerio. El cementerio. Ante mí, una
losa de granito con una inscripción: Ana Torres (17/04/1986-31/10/2016). Me
sentí de pronto embargado por la tristeza. Una lágrima resbaló por mi mejilla y
cayó sobre la tierra. Posé una mano sobre la tumba, recién cubierta.
—Te echo de
menos —susurré, con la voz ahogada por la añoranza.
Sentí cómo la
tierra se removía bajo mi mano y al instante una mano blanquecina emergió del
interior del terreno. Sobresaltado, caí de espaldas sobre la hierba húmeda.
Observé cómo a esa mano la seguía otra, y después dos brazos, un tronco y unas
piernas. Ante mí se alzaba una mujer con un deshilachado vestido de flores y la
melena mugrienta cubriendo su rostro.
—¿Ana?
Al oír su nombre,
reaccionó. Levantó la vista hacia mí, revelando su rostro demacrado, con ojos
amarillentos que parecían observar el vacío. Comenzó a avanzar hacia mí, espasmódica,
tambaleándose sobre sus piernas retorcidas. Abrió la boca, como si la mandíbula
se le desencajara tratando de hablar. Solo emitió un indescifrable gruñido.
Traté de
alejarme de aquel ser que, desde luego, no era mi esposa. Cuando estaba a punto
de ponerme en pie, ella tropezó y cayó sobre mis piernas. Se arrastró sobre
ellas, extendiendo sus manos hacia mi rostro, intentando alcanzarme. Trataba de
sacármela de encima, pero era incapaz de mover mis músculos. Su rostro se
detuvo a la altura del mío. De su boca se descolgó una lágrima de saliva blanca
que impregnó mi mentón. Cerré los ojos con fuerza cuando sus labios cuarteados
se aproximaron a los míos.
—Abre los ojos
—me dijo la voz, mucho más próxima que las veces anteriores.
Abrí los ojos
y me encontré de pie, en el centro de una negrura de límites inabarcables. Miré
hacia mis pies y no descubrí suelo alguno; era como si flotara en el aire. Ante
mí se materializó otro ser, similar a un demonio, de piel cenicienta, rasgos
afilados y ojos flamígeros. Sobre su cabeza destacaban un par de gruesos
cuernos curvados hacia atrás.
—¿Lo has
comprendido? —me preguntó, con la extraña voz que había estado escuchando hasta
entonces.
—Eres… ¿mi
miedo?
—Sí, pero, ¿tu
miedo a qué?
Pensé mi
respuesta un instante, sintiéndome intimidado por la mirada de aquel ser.
—A mí mismo. A
que pueda ser tan mezquino que haya dejado que ella muriera por mí aquel día.
No merezco seguir viviendo. No quiero vivir así. Por favor, déjame ir con ella.
El engendro rozó
mi brazo y se alejó de mí, perdiéndose en la oscuridad. Cuando pronunció sus
últimas palabras, ya había desaparecido de nuevo.
—Ahora que lo
has comprendido, es hora de que dé comienzo tu condena.
Sentí como si
una fuerza invisible me golpeara y perdí el conocimiento. Me desperté en mi
cama, en medio de la oscuridad. ¿Había sido todo una pesadilla?
Me vi
embargado por la angustia al encender la luz y descubrir la rosa negra marcada
a fuego en mi brazo. Tenía los pétalos completamente abiertos hacia los lados.
Mi condena había comenzado.
Imagen: https://lh3.googleusercontent.com/dJsJ3Kr2wfhoqDLBZdRRH6fGUWin_UMPZo3FQNVCSrei-khvzzfg6sIsQsmfrgrZz8ojXUE=s151
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