—Espérame.
El pequeño Shinzu
arrastraba sus pies por la ladera de la colina, ascendiendo sobre la hierba
resplandeciente mientras sus exiguas fuerzas se esfumaban por cada uno de los
poros de su cuerpo. Llegó a la cima extenuado, sin aliento. Pero ahí lo
esperaba su hermano mayor, Kazuo, dispuesto a recuperarle el ánimo.
—¿Ves cómo no era para
tanto? Y mira qué vistas hay desde aquí arriba.
Shinzu dirigió la
mirada hacia el punto que señalaba su hermano y descubrió una vista panorámica
del valle, en cuyo fondo yacía el pueblo en que vivían con sus padres. Entre
sendas montañas, de laderas pintadas de cerezos de flor blanca, discurría el
río Tokashi, que cruzaba zigzagueando entre las viviendas de madera y teja
roja. No le costó trabajo identificar entre todas ellas su escuela, uno de los
edificios más grandes entre los apenas cincuenta que componían la aldea.
—Mira, parece que ya
ha llegado el tío Hayato de su viaje. —Shinzu mostró una amplia sonrisa, que
delataba la idea que acababa de instaurarse en su mente—. Tal vez nos haya
traído algún regalo.
—No seas iluso,
Shinzu. El tío ha estado de servicio en el frente, no de vacaciones. No se
traen regalos como recuerdo de la guerra.
—¿Y cómo sabes que no?
—Shinzu frunció los labios, amenazando con un súbito berrinche—. Vamos a bajar,
a ver quién tiene razón.
—¡Pero si acabamos de
llegar aquí arriba, Shinzu! Disfruta un poco de las vistas antes de lanzarte
otra vez colina abajo. —Kazuo se aproximó a un árbol cercano, sentándose en el
suelo húmedo contra el tronco—. Siéntate un rato conmigo. Ya habrá tiempo de
volver al pueblo.
Shinzu lo imitó y
ambos hermanos se dedicaron a contemplar el despejado cielo primaveral durante
unos instantes hasta que, arrastrados por el cansancio consecuencia de la
ascensión hasta ese punto, sucumbieron al sueño.
Despertaron unos
minutos más tarde, al oír el eco de un lejano estruendo. Kazuo se incorporó y
sacudió a su hermano para que observara el motivo de su repentino despertar.
—¡Anda, aviones!
Shinzu observó entre
pequeños saltos de emoción cómo una docena de puntos se aproximaban desde el
este, donde la tierra se extendía hacia el Pacífico. Cada vez se hacían más
grandes, y el ruido llegaba a resultar casi insoportable. Cuando pasaron por
encima de sus cabezas, los dos hermanos se cubrieron instintivamente con los
brazos, para evitar que la corriente de aire dejada a su paso los hiciera volar
hacia el valle a su espalda. Habían pasado a muy poca altura.
—¡Qué alucinante!
—exclamó, emocionado, Shinzu—. ¡Casi he podido tocarlos!
—Son americanos —dijo
Kazuo con seriedad, al descubrir las banderas pintadas en el fuselaje.
Los dos niños se
dieron la vuelta y contemplaron de nuevo el pueblo. Desde la distancia,
pudieron distinguir cómo, en el momento en que lo sobrevolaban, las aeronaves
liberaban unos objetos alargados y resplandecientes, que se precipitaban
directamente hacia las calles.
Las explosiones no se
demoraron. En tan solo unos instantes, el sereno valle se convirtió en un
infierno de llamas y polvo. Kazuo contemplaba la escena con incredulidad,
mientras rodeaba con un brazo a su hermano pequeño, que apretaba su rostro
contra su costado.
—Vamos, tenemos que
bajar —lo urgió Kazuo, tirando de él en dirección al pueblo, una vez que el
bombardeo hubo concluido.
—No quiero —refunfuñó
el pequeño.
—No tengas miedo. Ya
han pasado de largo. Tenemos que bajar a buscar a papá y a mamá. —Buscó la
manera de hacerlo entrar en razón—. Y al tío también. Tal vez sí nos haya
traído regalos.
Cuando llegaron a la
altura de las primeras casas del pueblo, pudieron comprobar la verdadera
magnitud de la catástrofe. Apenas restaban construcciones enteramente en pie y
a lo largo de las calles, entre los montones de escombros, decenas de cuerpos
yacían retorcidos, inertes.
—¿Kazuo? —De entre el
tenso murmullo de las llamas, les llegó una voz agonizante que les resultaba
familiar. Delante de lo que hasta hacía solo unos instantes había sido su casa,
el tío Hayato los observaba, apretando con ambas manos su vientre, reteniendo
el caudal escarlata que le arrebataba la vida lentamente—. Kazuo, venid aquí.
—¡Tío Hayato! —exclamó
Shinzu entre lágrimas, al reparar en su presencia.
El pequeño se abalanzó
sobre su reaparecido tío, que lo recibió con un quejido de dolor y una
mortecina sonrisa en los labios.
—¿Dónde están padre y
madre, tío? —preguntó Kazuo, con expresión temerosa.
—Lo siento mucho, hijo.
—La voz de Hayato era apenas un suspiro. Con cada palabra que pronunciaba, un
pedazo de su alma se evaporaba—. El bombardeo los sorprendió dentro de casa.
Kazuo contempló la
escombrera que se alzaba en el lugar que había ocupado su casa. Imaginó en su
mente los cuerpos de sus padres entre destrozadas tejas y listones de madera,
tratando de buscar un resquicio por el que poder seguir respirando. Se lanzó
sobre el montículo, retirando con ambas manos los restos de la construcción
mientras sus lágrimas se mezclaban con el polvo bajo sus rodillas. Gritaba sus
nombres, con la esperanza de obtener una respuesta y el instintivo
convencimiento de que aquello no ocurriría.
—Kazuo, déjalo —trató
de retenerlo su tío moribundo—. Ya no puedes hacer nada por ellos.
El joven se detuvo,
arrodillado sobre la escombrera, tratando de recuperar el aliento. Se percató
entonces de que había dejado de prestarle atención a su hermano pequeño, que
ahogaba sus sollozos sobre el pecho del herido Hayato. Se acercó a ellos y
retiró a Shinzu, sujetándolo con dulzura por los hombros.
—Tenéis que iros —les
dijo su tío, disimulando una mueca de dolor, mientras apretaba con las pocas
fuerzas que le restaban el vientre ensangrentado—. Los americanos no tardarán
en volver a pasar por aquí. Tenéis que… tenéis que poneros a salvo. Id a las
montañas.
—Pero tú también
tienes que venir con nosotros, tío —sollozó Shinzu.
Hayato liberó entonces
una de las manos sobre su abdomen, dejando que un borbotón de sangre saliera
proyectado hacia el suelo arenoso. A unos centímetros de donde se encontraba,
había descubierto una shibazakura, una pequeña flor de musgo blanca. Sujetó el
tallo entre sus temblorosos dedos y se la extendió a Shinzu.
—Lo siento, Shinzu. Sé
que te habría hecho ilusión que te trajera un regalo, pero no he encontrado
nada que mereciera la pena regalarte. —Contuvo otro alarido de dolor, apretando
con fuerza los dientes, antes de proseguir hablando—. Pero esta flor representa
la fuerza, la supervivencia. Ella sola ha resistido lo que los demás no hemos
podido, así que, mientras la lleves contigo, nada malo podrá pasarte.
Shinzu cogió la flor
que le tendía su tío con delicadeza, como si se tratara de un mágico tesoro tan
frágil como un carámbano de nieve.
—¿Me prometes que la
llevarás siempre contigo? —le preguntó Hayato, dedicándole una última sonrisa
de satisfacción.
Shinzu respondió con
un asentimiento de cabeza, restregándose la manga de la camisa por el rostro
para secarse las lágrimas. Hayato sujetó entonces a Kazuo por el hombro y lo
miró directamente a los ojos.
—Ahora debes ser
fuerte y cuidar de tu hermano, Kazuo. Tenéis que refugiaros en las montañas
hasta que todo haya pasado, y entonces debéis dirigiros a la ciudad. Allí os
será más fácil buscaros la vida. —Durante unos instantes, sus miradas
permanecieron unidas por un tenso hilo de incertidumbre. Hayato volvió a
arquear su cuerpo a causa de la agonía física—. Ahora idos. No tenéis tiempo
que perder.
Kazuo sujetó a su
hermano pequeño, alejándolo entre lágrimas de su tío, para dirigirse hacia un
incierto futuro en el que deberían aprender a sobrevivir por su cuenta. Lejos
del valle.
—Kazuo —la voz
distorsionada invadía sus oídos, destacando entre el ensordecedor ruido a su
alrededor y recuperándolo de su trance—. Kazuo, ¿estás listo?
Se dio la vuelta y
descubrió a su hermano en el asiento trasero. El rostro de rasgos fuertes y
expresión seria bajo el casco no guardaba ya apenas parecido con el del
inocente niño de cinco años que se había visto obligado a dejar atrás su aldea
y su familia. Ambos habían cambiado mucho desde entonces: se habían labrado un
futuro que los hacía poder sentirse orgullosos.
—Sí, claro —le
respondió a través del micrófono. Con ensayada agilidad, accionó una serie de
interruptores y botones, y sujetó las palancas de mando a sus costados. Frente
a él, encima de una de las pantallas, un dibujo en carboncillo mostraba los
felices rostros de sus padres y del tío Hayato, tratando de mantener posando a
unos revoltosos Shinzu y Kazuo—. ¡Vamos allá!
Con un ensordecedor
ruido, el caza militar enfiló la pista de despegue y abandonó el portaaviones anclado
en el Pacífico, a unas millas de la costa californiana. Al atravesar un banco
de nubes, en su fugaz ascenso hacia la estratosfera, dejó de resultar visible
la shibazakura blanca pintada sobre el fuselaje, símbolo que siempre los había
acompañado a lo largo de sus vidas, que garantizaba que nunca les pasaría nada
malo y que les recordaba que nunca, jamás, estarían solos.
Imagen: https://images.app.goo.gl/E4QyDbbQyzqvMuC19
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