martes, 14 de julio de 2020

Aviones sobre el valle




—Espérame.
El pequeño Shinzu arrastraba sus pies por la ladera de la colina, ascendiendo sobre la hierba resplandeciente mientras sus exiguas fuerzas se esfumaban por cada uno de los poros de su cuerpo. Llegó a la cima extenuado, sin aliento. Pero ahí lo esperaba su hermano mayor, Kazuo, dispuesto a recuperarle el ánimo.
—¿Ves cómo no era para tanto? Y mira qué vistas hay desde aquí arriba.
Shinzu dirigió la mirada hacia el punto que señalaba su hermano y descubrió una vista panorámica del valle, en cuyo fondo yacía el pueblo en que vivían con sus padres. Entre sendas montañas, de laderas pintadas de cerezos de flor blanca, discurría el río Tokashi, que cruzaba zigzagueando entre las viviendas de madera y teja roja. No le costó trabajo identificar entre todas ellas su escuela, uno de los edificios más grandes entre los apenas cincuenta que componían la aldea.
—Mira, parece que ya ha llegado el tío Hayato de su viaje. —Shinzu mostró una amplia sonrisa, que delataba la idea que acababa de instaurarse en su mente—. Tal vez nos haya traído algún regalo.
—No seas iluso, Shinzu. El tío ha estado de servicio en el frente, no de vacaciones. No se traen regalos como recuerdo de la guerra.
—¿Y cómo sabes que no? —Shinzu frunció los labios, amenazando con un súbito berrinche—. Vamos a bajar, a ver quién tiene razón.
—¡Pero si acabamos de llegar aquí arriba, Shinzu! Disfruta un poco de las vistas antes de lanzarte otra vez colina abajo. —Kazuo se aproximó a un árbol cercano, sentándose en el suelo húmedo contra el tronco—. Siéntate un rato conmigo. Ya habrá tiempo de volver al pueblo.
Shinzu lo imitó y ambos hermanos se dedicaron a contemplar el despejado cielo primaveral durante unos instantes hasta que, arrastrados por el cansancio consecuencia de la ascensión hasta ese punto, sucumbieron al sueño.
Despertaron unos minutos más tarde, al oír el eco de un lejano estruendo. Kazuo se incorporó y sacudió a su hermano para que observara el motivo de su repentino despertar.
—¡Anda, aviones!
Shinzu observó entre pequeños saltos de emoción cómo una docena de puntos se aproximaban desde el este, donde la tierra se extendía hacia el Pacífico. Cada vez se hacían más grandes, y el ruido llegaba a resultar casi insoportable. Cuando pasaron por encima de sus cabezas, los dos hermanos se cubrieron instintivamente con los brazos, para evitar que la corriente de aire dejada a su paso los hiciera volar hacia el valle a su espalda. Habían pasado a muy poca altura.
—¡Qué alucinante! —exclamó, emocionado, Shinzu—. ¡Casi he podido tocarlos!
—Son americanos —dijo Kazuo con seriedad, al descubrir las banderas pintadas en el fuselaje.
Los dos niños se dieron la vuelta y contemplaron de nuevo el pueblo. Desde la distancia, pudieron distinguir cómo, en el momento en que lo sobrevolaban, las aeronaves liberaban unos objetos alargados y resplandecientes, que se precipitaban directamente hacia las calles.
Las explosiones no se demoraron. En tan solo unos instantes, el sereno valle se convirtió en un infierno de llamas y polvo. Kazuo contemplaba la escena con incredulidad, mientras rodeaba con un brazo a su hermano pequeño, que apretaba su rostro contra su costado.
—Vamos, tenemos que bajar —lo urgió Kazuo, tirando de él en dirección al pueblo, una vez que el bombardeo hubo concluido.
—No quiero —refunfuñó el pequeño.
—No tengas miedo. Ya han pasado de largo. Tenemos que bajar a buscar a papá y a mamá. —Buscó la manera de hacerlo entrar en razón—. Y al tío también. Tal vez sí nos haya traído regalos.
Cuando llegaron a la altura de las primeras casas del pueblo, pudieron comprobar la verdadera magnitud de la catástrofe. Apenas restaban construcciones enteramente en pie y a lo largo de las calles, entre los montones de escombros, decenas de cuerpos yacían retorcidos, inertes.
—¿Kazuo? —De entre el tenso murmullo de las llamas, les llegó una voz agonizante que les resultaba familiar. Delante de lo que hasta hacía solo unos instantes había sido su casa, el tío Hayato los observaba, apretando con ambas manos su vientre, reteniendo el caudal escarlata que le arrebataba la vida lentamente—. Kazuo, venid aquí.
—¡Tío Hayato! —exclamó Shinzu entre lágrimas, al reparar en su presencia.
El pequeño se abalanzó sobre su reaparecido tío, que lo recibió con un quejido de dolor y una mortecina sonrisa en los labios.
—¿Dónde están padre y madre, tío? —preguntó Kazuo, con expresión temerosa.
—Lo siento mucho, hijo. —La voz de Hayato era apenas un suspiro. Con cada palabra que pronunciaba, un pedazo de su alma se evaporaba—. El bombardeo los sorprendió dentro de casa.
Kazuo contempló la escombrera que se alzaba en el lugar que había ocupado su casa. Imaginó en su mente los cuerpos de sus padres entre destrozadas tejas y listones de madera, tratando de buscar un resquicio por el que poder seguir respirando. Se lanzó sobre el montículo, retirando con ambas manos los restos de la construcción mientras sus lágrimas se mezclaban con el polvo bajo sus rodillas. Gritaba sus nombres, con la esperanza de obtener una respuesta y el instintivo convencimiento de que aquello no ocurriría.
—Kazuo, déjalo —trató de retenerlo su tío moribundo—. Ya no puedes hacer nada por ellos.
El joven se detuvo, arrodillado sobre la escombrera, tratando de recuperar el aliento. Se percató entonces de que había dejado de prestarle atención a su hermano pequeño, que ahogaba sus sollozos sobre el pecho del herido Hayato. Se acercó a ellos y retiró a Shinzu, sujetándolo con dulzura por los hombros.
—Tenéis que iros —les dijo su tío, disimulando una mueca de dolor, mientras apretaba con las pocas fuerzas que le restaban el vientre ensangrentado—. Los americanos no tardarán en volver a pasar por aquí. Tenéis que… tenéis que poneros a salvo. Id a las montañas.
—Pero tú también tienes que venir con nosotros, tío —sollozó Shinzu.
Hayato liberó entonces una de las manos sobre su abdomen, dejando que un borbotón de sangre saliera proyectado hacia el suelo arenoso. A unos centímetros de donde se encontraba, había descubierto una shibazakura, una pequeña flor de musgo blanca. Sujetó el tallo entre sus temblorosos dedos y se la extendió a Shinzu.
—Lo siento, Shinzu. Sé que te habría hecho ilusión que te trajera un regalo, pero no he encontrado nada que mereciera la pena regalarte. —Contuvo otro alarido de dolor, apretando con fuerza los dientes, antes de proseguir hablando—. Pero esta flor representa la fuerza, la supervivencia. Ella sola ha resistido lo que los demás no hemos podido, así que, mientras la lleves contigo, nada malo podrá pasarte.
Shinzu cogió la flor que le tendía su tío con delicadeza, como si se tratara de un mágico tesoro tan frágil como un carámbano de nieve.
—¿Me prometes que la llevarás siempre contigo? —le preguntó Hayato, dedicándole una última sonrisa de satisfacción.
Shinzu respondió con un asentimiento de cabeza, restregándose la manga de la camisa por el rostro para secarse las lágrimas. Hayato sujetó entonces a Kazuo por el hombro y lo miró directamente a los ojos.
—Ahora debes ser fuerte y cuidar de tu hermano, Kazuo. Tenéis que refugiaros en las montañas hasta que todo haya pasado, y entonces debéis dirigiros a la ciudad. Allí os será más fácil buscaros la vida. —Durante unos instantes, sus miradas permanecieron unidas por un tenso hilo de incertidumbre. Hayato volvió a arquear su cuerpo a causa de la agonía física—. Ahora idos. No tenéis tiempo que perder.
Kazuo sujetó a su hermano pequeño, alejándolo entre lágrimas de su tío, para dirigirse hacia un incierto futuro en el que deberían aprender a sobrevivir por su cuenta. Lejos del valle.


—Kazuo —la voz distorsionada invadía sus oídos, destacando entre el ensordecedor ruido a su alrededor y recuperándolo de su trance—. Kazuo, ¿estás listo?
Se dio la vuelta y descubrió a su hermano en el asiento trasero. El rostro de rasgos fuertes y expresión seria bajo el casco no guardaba ya apenas parecido con el del inocente niño de cinco años que se había visto obligado a dejar atrás su aldea y su familia. Ambos habían cambiado mucho desde entonces: se habían labrado un futuro que los hacía poder sentirse orgullosos.
—Sí, claro —le respondió a través del micrófono. Con ensayada agilidad, accionó una serie de interruptores y botones, y sujetó las palancas de mando a sus costados. Frente a él, encima de una de las pantallas, un dibujo en carboncillo mostraba los felices rostros de sus padres y del tío Hayato, tratando de mantener posando a unos revoltosos Shinzu y Kazuo—. ¡Vamos allá!
Con un ensordecedor ruido, el caza militar enfiló la pista de despegue y abandonó el portaaviones anclado en el Pacífico, a unas millas de la costa californiana. Al atravesar un banco de nubes, en su fugaz ascenso hacia la estratosfera, dejó de resultar visible la shibazakura blanca pintada sobre el fuselaje, símbolo que siempre los había acompañado a lo largo de sus vidas, que garantizaba que nunca les pasaría nada malo y que les recordaba que nunca, jamás, estarían solos.



Imagen: https://images.app.goo.gl/E4QyDbbQyzqvMuC19

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