El día de mi décimo cumpleaños quedará marcado por siempre
en mi memoria como aquel en que descubrí mi pasión. Esa tarde, mi padre entró
por la puerta, desprendiéndose de la frustrante rutina del trabajo al colgar su
empapada gabardina en el perchero de la entrada. Sobre el mueble del recibidor,
depositó un paquete envuelto en papel de periódico ceñido con al menos medio
metro de áspero cordel trenzado. Mis ojos aterrizaron con irrefrenable
curiosidad sobre el objeto desconocido, teniendo que reprimir las ganas de
abalanzarme sobre él y destrozar el envoltorio para descubrir el secreto que
ocultaba.
—¿Qué es ese paquete? —le pregunté, deseando que dijera que
se trataba del ansiado regalo que durante toda la jornada había esperado
recibir.
—Vamos a cenar, Gabriel. Después te lo enseño.
Refunfuñando, me dirigí a la cocina y tomé asiento ante un
hondo plato de sopa de fideos duros, el mayor manjar que por aquel entonces nos
podíamos permitir para tan laureada ocasión. La devoré en solo unos segundos,
apremiado por el ansia de descubrimiento del secreto envoltorio.
Hundí los hombros al reparar en que mi padre se encontraba
en uno de esos días en que la losa de sus responsabilidades laborales lo sumía
en una apática existencia. Sujetaba la cuchara sin apenas fuerzas e introducía pequeñas
cantidades de alimento en su boca de cada vez, que tardaban una eternidad y
media en descender por su garganta. Su rostro se mostraba pálido, varios años
más viejo que aquella misma mañana. Sabía que su trabajo en la fábrica era
agotador, pero me costaba creer que pudiera transformar hasta tal punto a una
persona como él.
Tras recoger los platos de la sopa, mi madre le ofreció un
pedazo del dulce de yogur que por compasión nos había ofrecido madame Eloise,
la vecina del tercero, obligándola a aceptarlo como regalo por mi cumpleaños.
—No tengo hambre, cariño —lo rechazó.
Su voz se extinguía un poco más a cada sílaba. Temía que no
llegara al final de la noche antes de verse privado de la facultad del habla. Mi
madre colocó sobre mi plato el bizcocho, en cuya cima destacaba una consumida
vela roja. Tiró del pábilo hasta un punto que le permitió encenderla y me dijo:
—Pide un deseo, mi amor.
Cerré con fuerza los ojos y a mi mente llegó la imagen del
objeto de mis desvelos: la peonza de madera de colores de la que todos mis
compañeros ya disfrutaban. La atención de mi padre se había desviado hacia la
radio, en la que informaban sobre algo relacionado con un desembarco en una
playa en Normandía. Parecía demasiado concentrado en lo que el locutor relataba
como para acordarse de aquel paquete que, suponía, era mi regalo. Decidí recordárselo,
con picardía, olvidándome de la vela.
—¿No le pasará nada al paquete que traías, papá? El papel
parecía bastante mojado.
—¡El paquete! —exclamó, echándose las manos a la cabeza—.
Por poco me olvido.
—Qué cabeza tienes, George —se mofó mi madre.
Se levantó y se dirigió hacia la entrada. Conté sus pasos y
calculé que se había detenido justo frente a la repisa del recibidor. En apenas
unos segundos, tendría entre mis manos el ansiado regalo, por el que tanto
tiempo llevaba suspirando.
—Aquí tienes, Gabriel —mi padre apareció por el pasillo,
tendiéndome el misterioso paquete goteante—. No es gran cosa, pero espero que
signifique tanto para ti como para mí.
Olvidando darle las gracias, hecho que no me tendrían en
cuenta por la emoción del momento, arrugué el papel reblandecido en mis dedos
hasta hacerlo ceder, abriendo un primer resquicio por el que investigar el
contenido. En contra de mis expectativas, no encontré una caja de madera o de
cartón, sino una superficie de cuero marrón.
—¿Qué es? —pregunté desconcertado por el frustrado
descubrimiento.
—Termina de abrirlo y lo sabrás—respondió mi madre, cuya
sabiduría de la vida le permitía ya leer la decepción en mi rostro.
—¿Un libro?
Tras terminar de desenvolverlo, lo dejé caer con dejadez
sobre la mesa, como si se tratara de algún objeto perjudicial para mi salud.
—¿No es lo que esperabas? —me preguntó mi padre, al que mi
madre rodeó con un brazo en un gesto de respaldo.
—No… exactamente.
—Dale una oportunidad. —El brillo en los ojos de mi padre
me hizo sospechar que aquel libro ocultaba algo—. Estoy seguro de que te
gustará.
Aquella misma noche, la lectura de sus páginas me acompañó
a lo largo del primer trasnoche de mi corta vida. Quedé fascinado por aquel viaje
a través de continentes, cargado de diferentes personajes pertenecientes a las
más variopintas culturas que se embarcaban en multitud de intrépidas aventuras
en una contrarreloj para dar la vuelta al mundo. Antes de llegar a la última
página ya había decidido que de mayor quería ser escritor, pero fue en esta
donde descubrí aquel párrafo manuscrito, en cuya primera línea reconocí el
nombre de mi abuelo.
“Para Michael, para que nunca dejes de soñar y de creer que
todo en esta vida es posible. Que el señor Fogg y Passepartout te acompañen en
todos tus viajes, así como a tus hijos y a los hijos de estos.
Con cariño, tu padre.
Jules Verne”
Cerré la tapa trasera y me asomé a la ventana de mi
dormitorio. La luz del amanecer acariciaba ya la fachada de nuestro edificio y
pareció borrar de un plumazo mi cansancio. Acababa de descubrir que la maravillosa
aventura descrita con maestría en aquellas páginas había nacido de la mente de
mi bisabuelo, con el deseo de que sus descendientes siguiéramos sus pasos
creyendo en lo imposible.
Sin mayor dilación, me hice con pluma y papel y comencé a
escribir sin imaginar que, algún día, esas páginas pasarían a formar parte de la
Historia de la literatura, como las de aquel hombre adelantado a su tiempo que
había sido mi bisabuelo: Jules Verne.
Imagen: https://images.app.goo.gl/Y6UTa6b2uG9Y72LU7
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