martes, 14 de julio de 2020

El regalo






El día de mi décimo cumpleaños quedará marcado por siempre en mi memoria como aquel en que descubrí mi pasión. Esa tarde, mi padre entró por la puerta, desprendiéndose de la frustrante rutina del trabajo al colgar su empapada gabardina en el perchero de la entrada. Sobre el mueble del recibidor, depositó un paquete envuelto en papel de periódico ceñido con al menos medio metro de áspero cordel trenzado. Mis ojos aterrizaron con irrefrenable curiosidad sobre el objeto desconocido, teniendo que reprimir las ganas de abalanzarme sobre él y destrozar el envoltorio para descubrir el secreto que ocultaba.

—¿Qué es ese paquete? —le pregunté, deseando que dijera que se trataba del ansiado regalo que durante toda la jornada había esperado recibir.

—Vamos a cenar, Gabriel. Después te lo enseño.

Refunfuñando, me dirigí a la cocina y tomé asiento ante un hondo plato de sopa de fideos duros, el mayor manjar que por aquel entonces nos podíamos permitir para tan laureada ocasión. La devoré en solo unos segundos, apremiado por el ansia de descubrimiento del secreto envoltorio.

Hundí los hombros al reparar en que mi padre se encontraba en uno de esos días en que la losa de sus responsabilidades laborales lo sumía en una apática existencia. Sujetaba la cuchara sin apenas fuerzas e introducía pequeñas cantidades de alimento en su boca de cada vez, que tardaban una eternidad y media en descender por su garganta. Su rostro se mostraba pálido, varios años más viejo que aquella misma mañana. Sabía que su trabajo en la fábrica era agotador, pero me costaba creer que pudiera transformar hasta tal punto a una persona como él.

Tras recoger los platos de la sopa, mi madre le ofreció un pedazo del dulce de yogur que por compasión nos había ofrecido madame Eloise, la vecina del tercero, obligándola a aceptarlo como regalo por mi cumpleaños.

—No tengo hambre, cariño —lo rechazó.

Su voz se extinguía un poco más a cada sílaba. Temía que no llegara al final de la noche antes de verse privado de la facultad del habla. Mi madre colocó sobre mi plato el bizcocho, en cuya cima destacaba una consumida vela roja. Tiró del pábilo hasta un punto que le permitió encenderla y me dijo:

—Pide un deseo, mi amor.

Cerré con fuerza los ojos y a mi mente llegó la imagen del objeto de mis desvelos: la peonza de madera de colores de la que todos mis compañeros ya disfrutaban. La atención de mi padre se había desviado hacia la radio, en la que informaban sobre algo relacionado con un desembarco en una playa en Normandía. Parecía demasiado concentrado en lo que el locutor relataba como para acordarse de aquel paquete que, suponía, era mi regalo. Decidí recordárselo, con picardía, olvidándome de la vela.

—¿No le pasará nada al paquete que traías, papá? El papel parecía bastante mojado.

—¡El paquete! —exclamó, echándose las manos a la cabeza—. Por poco me olvido.

—Qué cabeza tienes, George —se mofó mi madre.

Se levantó y se dirigió hacia la entrada. Conté sus pasos y calculé que se había detenido justo frente a la repisa del recibidor. En apenas unos segundos, tendría entre mis manos el ansiado regalo, por el que tanto tiempo llevaba suspirando.

—Aquí tienes, Gabriel —mi padre apareció por el pasillo, tendiéndome el misterioso paquete goteante—. No es gran cosa, pero espero que signifique tanto para ti como para mí.

Olvidando darle las gracias, hecho que no me tendrían en cuenta por la emoción del momento, arrugué el papel reblandecido en mis dedos hasta hacerlo ceder, abriendo un primer resquicio por el que investigar el contenido. En contra de mis expectativas, no encontré una caja de madera o de cartón, sino una superficie de cuero marrón.

—¿Qué es? —pregunté desconcertado por el frustrado descubrimiento.

—Termina de abrirlo y lo sabrás—respondió mi madre, cuya sabiduría de la vida le permitía ya leer la decepción en mi rostro.

—¿Un libro?

Tras terminar de desenvolverlo, lo dejé caer con dejadez sobre la mesa, como si se tratara de algún objeto perjudicial para mi salud.

—¿No es lo que esperabas? —me preguntó mi padre, al que mi madre rodeó con un brazo en un gesto de respaldo.

—No… exactamente.

—Dale una oportunidad. —El brillo en los ojos de mi padre me hizo sospechar que aquel libro ocultaba algo—. Estoy seguro de que te gustará.

Aquella misma noche, la lectura de sus páginas me acompañó a lo largo del primer trasnoche de mi corta vida. Quedé fascinado por aquel viaje a través de continentes, cargado de diferentes personajes pertenecientes a las más variopintas culturas que se embarcaban en multitud de intrépidas aventuras en una contrarreloj para dar la vuelta al mundo. Antes de llegar a la última página ya había decidido que de mayor quería ser escritor, pero fue en esta donde descubrí aquel párrafo manuscrito, en cuya primera línea reconocí el nombre de mi abuelo.

“Para Michael, para que nunca dejes de soñar y de creer que todo en esta vida es posible. Que el señor Fogg y Passepartout te acompañen en todos tus viajes, así como a tus hijos y a los hijos de estos.

Con cariño, tu padre.

Jules Verne”

Cerré la tapa trasera y me asomé a la ventana de mi dormitorio. La luz del amanecer acariciaba ya la fachada de nuestro edificio y pareció borrar de un plumazo mi cansancio. Acababa de descubrir que la maravillosa aventura descrita con maestría en aquellas páginas había nacido de la mente de mi bisabuelo, con el deseo de que sus descendientes siguiéramos sus pasos creyendo en lo imposible.

Sin mayor dilación, me hice con pluma y papel y comencé a escribir sin imaginar que, algún día, esas páginas pasarían a formar parte de la Historia de la literatura, como las de aquel hombre adelantado a su tiempo que había sido mi bisabuelo: Jules Verne.




Imagen: https://images.app.goo.gl/Y6UTa6b2uG9Y72LU7

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