—Ave María
purísima.
—Sin pecado
concebida, hijo mío —contestó el cura, dando paso a la confesión de aquel pobre
hombre, cuya voz al pronunciar aquellas rituales palabras denotaba una gran
inquietud, probablemente debida a lo que se disponía a confesar.
Se encontraban
en un confesionario situado en la nave lateral de una pequeña iglesia, de
sencillo pero a la vez cautivador estilo, compuesta por una nave central y una lateral
más pequeña, coronadas por unas arcadas que se extendían de un extremo al otro
de la edificación, sosteniendo los altos techos, que hacían posible la
existencia de grandes y coloridas vidrieras que durante el día bañaban de luz
el interior de la capilla.
Pero en aquel
momento era noche cerrada, una noche especialmente oscura, y si el penitente
pudo distinguir algo en el interior de la iglesia fue gracias a las velas que
el sacerdote, ya dispuesto a cerrar la iglesia y retirarse a dormir a la
habitación que tenía alquilada en la pensión del pueblo, no había tenido tiempo
de apagar debido a la repentina aparición de aquel hombre en el umbral de la
puerta.
Gracias a esta
luz, el confesado pudo distinguir las ocho o nueve filas de bancos que se
extendían a lo largo de la nave central, así como el ábside situado al fondo de
la misma, presidido por un altar de mármol de un blanco casi perfecto, y con
los ornamentos tradicionales, necesarios para la celebración de la eucaristía.
La luz de aquellas velas le permitió también reconocer a aquel que le
escucharía en confesión, un clérigo de avanzada edad, cuyo rostro estaba
surcado por multitud de arrugas, así como diversas manchas que le daban la
apariencia de estar sufriendo algún tipo de enfermedad considerablemente grave,
a pesar de que al penitente le constaba que el padre tenía una salud de hierro.
—Padre, ha de
escucharme en confesión, pues temo que sea mi última oportunidad de purgar mis
pecados.
La voz del
confesado mostraba una profunda desesperación. El clérigo se sintió realmente
preocupado por la posibilidad de que, en efecto, el hombre situado al otro lado
de la rejilla del confesionario estuviera en grave peligro por algún motivo
desconocido para él.
—Te escucho. —La
respuesta del sacerdote se hizo esperar un momento, por lo que el confesado
dedujo que había conseguido inquietarlo. Supo que le escucharía.
La confesión se
desarrollaba en la única nave lateral del edificio, en un pequeño confesionario
de madera de roble, cuyo barniz se había desgastado por el uso que de él habían
hecho los fieles del pueblo durante los muchos años que allí llevaba.
—Padre, ¿me
creería si le digo que tengo la sensación de que alguien… o algo, me ha estado
vigilando desde que llegué al pueblo?
La pregunta
gravitó en el aire durante unos segundos. Al no obtener respuesta, el confesado
insistió.
—Padre, ¿sigue
ahí dentro?
Nada. Tampoco
para esa pregunta se emitió respuesta alguna. El hombre, extrañado ante la
falta de respuesta por parte del sacerdote, decidió levantarse del saliente de
madera en el que estaba arrodillado, se situó frente a la puerta del
confesionario, tomó aire para afrontar la reprimenda que seguro recibiría, y la
abrió.
El confesionario
estaba completamente vacío. Tan solo había transcurrido una veintena de
segundos desde que el sacerdote había contestado por última vez, por lo que le
pareció improbable que pudiera haber abandonado el confesionario, no habiendo
escuchado él ruido alguno. Decidió acercarse a los bancos centrales, para poder
echar un vistazo al altar, pero tampoco vio allí al cura, por lo que volvió al
confesionario.
En el momento en
que volvió a observar el interior de este, su mirada captó un objeto brillante.
Se fijó en él y descubrió que sobre el asiento acolchado en el que se había
sentado el clérigo para la confesión, se sostenía por sí sola en el aire una
cruz de plata perfectamente reluciente, con el extremo más corto de la parte
vertical hacia abajo, al contrario del símbolo del cristianismo.
El hombre, con
una patente expresión de incertidumbre en el rostro, se tapó la boca con una
mano, al tiempo que retrocedía con pequeños pasos, hasta que tropezó y se
precipitó al suelo, entre dos bancos. Rápidamente, se impulsó en uno de ellos
con una mano para levantarse mientras con la otra se santiguaba, sin poder
creer lo que estaba ocurriendo.
Acto seguido,
captó su atención un ligero destello proveniente del interior del
confesionario, del mismo lugar en que se encontraba la cruz. Cautelosamente, se
aproximó arrastrando los pies en silencio sobre las frías losas de piedra que
componían el suelo de la iglesia, tratando de dar al mismo tiempo con cualquier
explicación lógica para aquella extraña situación.
Cuando se
encontraba a tan solo unos centímetros de la entrada al confesionario, percibió
otro destello surgido del lugar en que se hallaba la cruz. Pero esta vez fue un
destello más intenso, como el de una chispa que saltara debido al golpeo entre
dos piedras.
El hombre
decidió mantenerse a una distancia prudencial durante unos segundos, pero
pasaron cerca de un minuto sin que sucediera nada más. Comenzó a pensar que
todo había sido objeto de su imaginación, una simple ilusión provocada por el
estado de ansiedad en el que se encontraba debido a los temores que le azotaban
en ese momento y que no había tenido ocasión de confesar al clérigo. Al pensar
en esto, se dio cuenta de que todavía no había averiguado qué le había sucedido
a su confesor. Decidió acercarse a la nave central para echar otro vistazo al
resto del edificio, así como a la sacristía anexa.
Pero en el mismo
momento en que comenzaba a darse la vuelta para alejarse del confesionario,
percibió cómo otro chispazo se producía en el interior, seguido de otro, y otro
más. Cuando se quiso dar cuenta de que éstos tenían que tener algún
significado, la cruz, todavía suspendida sobre el asiento, comenzó a arder. Las
llamas rodearon los bordes de la pieza ornamental, sin llegar a desintegrarla
como hubiera sido lógico, rozando la fría superficie de esta sin llegar a
entrar en contacto con ella.
El hombre,
sobresaltado por aquel repentino suceso, dio un paso atrás. Sin previo aviso,
todas las velas que todavía no había apagado el clérigo antes de la llegada del
penitente se apagaron sin que se notase ninguna corriente de aire. Se
sorprendió de nuevo, pues no serían menos de cuarenta los cirios que habían
permanecido encendidos hasta ese momento, y que súbitamente se acababan de
extinguir.
Pero la mayor
sorpresa vino justo después, cuando aquel hombre se recuperaba de la impresión.
De pronto, todas las enormes vidrieras estallaron al unísono, provocando un
insoportable estruendo y proyectando los restos de vidrio hacia el interior del
edificio. El penitente corrió hacia la nave central, cubriéndose la cabeza con
los brazos para protegerse de los coloridos fragmentos de cristal que le
alcanzaban todo el cuerpo, como si de balas se tratase, y le provocaban
pequeñas heridas en las zonas de su piel que llevaba descubiertas.
Una vez en el
centro de la nave principal, continuó corriendo hacia la gran puerta de roble
que comunicaba el edificio con el exterior, pretendiendo huir de aquellos
inexplicables sucesos y así poder dirigirse al pueblo, cercano a aquel templo
situado en lo alto de una pequeña loma, en el que había estado viviendo durante
las últimas semanas desde que había llegado allí con la intención de recabar
algo de información acerca de aquella comarca. Dicho pueblo se encontraba a un
par de kilómetros, en las entrañas del profundo bosque que comenzaba unos
metros por detrás del cementerio.
El hombre, que
se había parado por un instante nada más salir al exterior para pensar qué
debía hacer a continuación, tomó rumbo a la carrera hacia el cementerio, para
atravesarlo y así llegar hasta el linde del bosque.
Tras saltar la
pequeña verja de hierro que cerraba el camposanto, continuó su carrera
esquivando las múltiples lápidas que marcaban los lugares de enterramiento,
pero al solo contar con la tenue luz de la luna creciente para orientarse y ver
por dónde iba, tropezó en dos ocasiones, aterrizando aparatosamente contra el
suelo y provocándose así más heridas en los brazos y en el rostro, al
estrellarse contra alguna piedra o alguna losa ligeramente levantada.
Cuando ya se
aproximaba a la verja trasera del cementerio, que daba directamente al pequeño
sendero que se internaba en el bosque, llamó su atención una de las esculturas
de piedra que ornamentaban una tumba, situada contra la pared, en el suelo.
Representaba a un pequeño ángel, con una aureola de oro sobre la cabeza, que
portaba un libro en una de sus manos.
Pero lo que
provocó que aquel hombre detuviese su frenética carrera fue lo que vio en la
otra mano, alzada hacia el cielo. Entre sus pequeños dedos, el ángel sostenía
una cruz también de oro, pero la sujetaba por su parte de menor longitud,
presentando así la misma forma que la que se había encontrado en el interior
del confesionario.
El hombre,
conmocionado, desvió la mirada hacia la lápida de una de las tumbas más
cercanas, donde descubrió que la cruz grabada que acompañaba al nombre y fecha
de fallecimiento del que allí se encontraba enterrado también había sido
grabada al revés del símbolo cristiano. Presa de un temor repentinamente
acrecentado, aquel hombre revisó algunas de las lápidas cercanas, descubriendo
para su sorpresa que en todas ellas se daba la misma anomalía.
Giró la cabeza
hacia la iglesia, cuya fachada trasera se podía ver desde allí, y pudo
vislumbrar las llamas saliendo por los huecos del campanario destinados a
permitir el balanceo de la campana, así como por las ventanas que anteriormente
habían albergado las vidrieras. Supuso que el fuego que había envuelto aquella
cruz había alcanzado igualmente al confesionario y se había extendido al resto
del edificio.
Aquello lo sacó
del estado de shock en el que se encontraba y le recordó cuál era la razón que
lo había llevado hasta ese punto: internarse en el bosque para buscar ayuda en
el pueblo. Se dirigió hacia la verja trasera del cementerio y, cuando se
disponía a saltarla, descubrió que no se encontraba cerrada. La abrió y salió
sin prestarle más atención. Siguió corriendo hacia el bosque, adentrándose en
él tras una decena de zancadas.
Una vez dentro
del bosque, la oscuridad se hizo total, así que tuvo que reducir el ritmo de su
carrera y seguir caminando a tientas. Por lo que pudo percibir a través del
tacto, el sentido que más útil le resultaba dadas las circunstancias, el bosque
estaba compuesto por árboles de anchos troncos muy cercanos entre sí, que
provocaban que el follaje fuese tan denso que apenas se pudiera pasar entre
ellos. En el suelo, las silvas se enganchaban a sus pantalones, ralentizando
todavía más su avance.
Mediando más
tropiezos, golpes y caídas, el hombre recorrió lo que le pareció una distancia
suficiente como para estar ya cerca del pueblo. Apresuró lo que pudo el paso,
aprovechando que el bosque ya no era tan frondoso a partir de aquel punto.
Unos pasos más
adelante comenzó a vislumbrar algunas luces que supuso provendrían de las
casas, en las que a esa hora las familias estarían reunidas en torno a sus
mesas, cenando apaciblemente, mientras él se encontraba desamparado en medio de
aquel bosque, a oscuras, intentando huir de sucesos a los que no conseguía
encontrar explicación; cansado, además, pues llevaba ya un buen rato abriéndose
paso entre la maleza, después de haber corrido para escapar de aquella infernal
iglesia.
«Infernal»
El hombre se
paró en seco, se apoyó en el tronco del primer árbol que dio localizado e
intentó tomar aire para reponerse.
«¿Cómo no habría
pensado en eso antes?»
La idea que
cruzaba su mente en aquel momento le hizo comprender cuál podría ser la
explicación a todo lo sucedido en la última hora: la desaparición del clérigo,
la cruz en el confesionario, la explosión de las vidrieras, las cruces del
cementerio… Todo, aquello podría explicarlo todo.
Sin embargo,
comprender a qué se debía lo sucedido no lo tranquilizó más. De hecho, pensó
que tal vez sería mejor no haber dado con aquella idea, pues superaba cualquier
lógica y le producía un temor mayor que el de la ignorancia anterior.
«Ayuda, tengo
que pedir ayuda» De nuevo, el
hombre reemprendió la carrera, aprovechando el mínimo de fuerzas que había
recuperado en la última parada, y continuó cruzando el tramo de bosque que le
restaba. Cuando los árboles se espaciaron, revelando que se acercaba al enorme
claro en el que se asentaba el pequeño pueblo de apenas una veintena de casas,
el hombre aumentó todavía más el ritmo de su marcha.
Entonces sintió
que algo no iba bien; sintió que no estaba solo, que alguien lo estaba
siguiendo. Alguien, o mejor dicho… algo.
—Socorro… ¡por
favor! —gritó el hombre mientras seguía corriendo desesperadamente, agotando el
poco aire que le quedaba en los pulmones, con la esperanza de que algún vecino
se encontrase en las calles del pueblo y le pudiera ayudar.
Aquello que lo
perseguía se aproximó más en ese momento a su presa, aunque sin resultar
visible para esta debido a la oscuridad reinante en el bosque. Sin embargo, el
hombre sí que pudo sentir el temblor de la tierra provocado por los pasos de su
perseguidor, así como su profunda respiración, como si este tuviera el tamaño
de un oso o algún animal semejante. Sintió también el estruendo que provocaba
el ser al chocar en su persecución contra los troncos de los árboles, que se
quejaban con sonoros crujidos. Igualmente pudo percibir la velocidad que
llevaba su perseguidor, que en apenas unos segundos le alcanzaría. Impulsado
por el temor y la adrenalina, continuó aumentando el ritmo de su carrera hasta
un punto que no se habría creído capaz de alcanzar en condiciones normales,
mientras continuaba pidiendo a gritos auxilio.
Pero aquellas
circunstancias no eran en absoluto normales, pues presentía que se estaba
jugando la vida en esa carrera, lo que probablemente fuera la razón de que
estuviese sacando fuerzas de donde era imposible que las hubiera.
Por fin, pudo
distinguir el fin del bosque e intuir el camino que llevaba hasta el pueblo. Se
dirigió hacia ese punto, pero en el último instante antes de abandonar al fin
aquel bosque, tropezó con la raíz de algún árbol que había crecido por encima
de la superficie del terreno y que le hizo perder el equilibrio y caer justo
entre los dos últimos árboles que componían la espesura.
Aterrizó encima
del último metro de camino de tierra proveniente del pueblo, que moría al internarse
en la entrada del bosque. Levantó la cabeza y lo vio. Un hombre se acercaba por
el camino, empujando una carretilla vacía, probablemente con la intención de
llenarla de leña en algún punto cercano al borde del bosque, para alimentar con
ella la chimenea de su hogar.
El hombre
consiguió emitir un silbido desde el suelo, con el que llamó la atención del
campesino, que dejó su carretilla apoyada en el camino y se apresuró en
dirección al bosque. Al ver que por fin estaba a punto de encontrarse a salvo,
después de toda esa pesadilla, se puso en pie y dio dos pasos hasta apoyarse en
el último árbol antes del claro.
Pero en ese
momento el campesino se paró en seco. Una expresión de terror incontrolable se
apoderó de su rostro, que miraba hacia donde se encontraba aquel agotado
hombre. Y en ese preciso instante también, el hombre notó un cálido aliento que
le acarició el vello de la nuca, poniéndole toda la piel de gallina y
provocando que un incontrolable escalofrío le recorriera todo el cuerpo. Pudo
ver cómo el campesino, que lo observaba aún desde una docena de metros, huía
despavorido en dirección al pueblo, dando la voz de alarma para alertar a sus
habitantes.
En el momento en
que perdió de vista al labriego, sintió una ligera punzada en el medio de la
espalda, como si le hubieran puesto una inyección, y tuvo la tentación de darse
la vuelta para ver por fin a su perseguidor. El temor a que se confirmasen sus
sospechas era tal que no lo hizo. Entonces, aquella punzada se convirtió en un
dolor progresivamente más intenso. Comenzó a sentir cómo su perseguidor le
perforaba la piel de la espalda, a la altura de los riñones, con alguna clase
de objeto punzante, pero lo bastante grueso como para estarle provocando tan
intenso dolor, y lo introducía lentamente en su cuerpo, provocando que la
agonía fuese todavía mayor debido a los lentos desgarros de los músculos y
tendones que se encontraba a su paso. Sin embargo, la adrenalina que en aquel
momento recorría su cuerpo le impedía ser plenamente consciente del dolor que
realmente sentía, por lo que resistió la tentación de volverse en todo momento.
Esta fue la
razón por la que aquel hombre no llegó a ver aquello que lo había estado
persiguiendo desde que había escapado de aquella pequeña iglesia dejada de la
mano de Dios; aquello que lo había estado vigilando desde que había llegado por
primera vez a aquel pueblo, que no le había dado la oportunidad de alcanzar
para salvar su vida; aquello que iba a acabar con su vida, con el simple
propósito de que su secreto no fuese revelado a los demás vecinos, pues aquel
habría sido el fin de su existencia.
Ni siquiera tuvo
aquel hombre el menor atisbo de esperanza cuando vio a lo lejos un nutrido
grupo de campesinos que se aproximaban a la carrera desde el pueblo, armados
con toda clase de aperos de labranza y antorchas, ya que sabía que aquel era su
fin, que no volvería a ver la luz del día. Su perseguidor había sido más rápido
que él.
Finalmente,
aquello que le había clavado en su cuerpo alcanzó el otro extremo, aflorando a
la altura de los pulmones. Pero el hombre no llegó a descubrir de qué se
trataba, pues en ese preciso instante se esfumó la última gota de energía que
le quedaba en el cuerpo y perdió el conocimiento.
El perseguidor
emitió un ronco gruñido y retiró el objeto de dentro del cuerpo de su presa,
que se desplomó en el suelo de tierra y se internó de nuevo en el bosque, antes
de que el grupo de campesinos llegase hasta allí para darle caza.
Una vez hubo
desaparecido, los aldeanos alcanzaron al hombre abatido y lo rodearon entre
murmullos y expresiones de terror, al ver aquel cuerpo en el suelo, boca
arriba, con una perforación en el pecho por la que podría caber el brazo de un
hombre adulto y con una expresión de satisfacción en el rostro por haber
abandonado este mundo sabiendo la verdad.
Pero lo más
inquietante de aquella escena fue lo que encontraron en su mano, en el extremo
de su brazo extendido sobre el camino…
Una cruz
invertida de plata en llamas.
Imagen: https://images.app.goo.gl/RKsk4TCbKJJnQLcC8
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