Sujetando
entre mis manos la fotografía enmarcada, puedo volver a sentir el suave
hormigueo sobre mi piel, bronceándose al sol sobre la aterciopelada arena; la
fresca brisa marina aliviando el inusual sofoco de los últimos días de agosto;
el arrullador sonido de las voces a mi alrededor, de los niños moldeando como
arquitectos la húmeda arena o saltando sobre las olas cual gráciles delfines.
Son muchas las
ocasiones en que mi abatida mente regresa a aquel verano de 1996, una de las
últimas vacaciones que pudimos disfrutar todos juntos, en familia, antes de que
la madurez y los intereses de unos y otros nos forzaran a no poder pasar tanto
tiempo juntos.
Y es que todos
disfrutamos especialmente aquellas vacaciones. Mi padre, surcando la bahía a
bordo de su velero; mi madre, dejándose llevar por su imaginación en las tardes
de lectura, sentada en la mecedora del porche, asomado al acantilado; y mi
hermana María, corriendo de aquí para allá con su grupo de amigas reunidas tras
todo un año escolar separadas.
En cuanto a
mí, siempre recordaré aquel verano por ser cuando conocí a mi primer amor: al
menos si atendemos a lo que a mis por entonces catorce años entendía por amor.
Recuerdo el
día en que conocí a Sophie. En mi mente tengo grabada su figura tumbada sobre
una toalla en la arena, el floreado traje de baño ocultando las incipientes
formas de mujer, su pelo rubio, largo y ondulado. Creo que, si cierro bien los
ojos, puedo rememorar la primera y resplandeciente mirada cetrina que me
dedicó, cuando accidentalmente aterricé en las inmediaciones de su zona de
descanso en la orilla, inundando de molesta arena el paño extendido sobre el
que se hallaba tumbada. Su cadenciosa voz, con aquel acento galo tan cautivador,
me hizo saber que no tenía importancia, que con un simple baño en el agua
cristalina pronto se desprendería de los restos de arena, invitándome a
acompañarla en aquella zambullida espontánea.
Ahora que lo
pienso, lo que no recuerdo con precisión es el motivo de aquel viaje. Tanto mis
padres en el trabajo como María y yo en el colegio disfrutábamos por entonces
de unas dos semanas en común de descanso así que, en cuanto mi padre regresó a
casa tras la última jornada en la oficina, cargamos el coche familiar hasta el
techo con toda clase de bártulos y nos pusimos en marcha. Circulamos hacia el
este, cruzando el país, sin un punto de destino determinado y con el
acompañamiento de aquel cd de un por entonces apenas conocido Ricky Martin, que
una y otra vez repetía a petición de mi
hermana los caribeños ritmos de “María”. Decía que aquella era su canción,
ignorante a sus seis años del auténtico significado de su letra.
Por causa del
azar, topamos con aquella remota bahía en la provincia de Girona, enclavada
entre sendos cabos rocosos. La visión de aquella estampa, con la infinita masa
de agua turquesa extendiéndose hasta el horizonte y bañando en espumosas
oleadas la costa de dorada arena, hizo que todos los ocupantes del vehículo
soltáramos un suspiro, impacientes por sumergirnos en aquel remanso de serenidad.
Los siguientes
días transcurrieron entre largos paseos por la orilla, dejando que el agua
rozara nuestras pieles, purificándolas. Todas las mañanas, tras desayunar en la
cautivadora cabaña de madera que por fortuna encontramos desocupada y dispuesta
para ser alquilada, nos dirigíamos dando una larga y apacible caminata por el
paseo marítimo de tablones hasta el pueblo, replegado hacia el interior en uno
de los cabos. Allí visitábamos la panadería, donde el olor de masa madre recién
cocida nos embargaba antes incluso de abrir la puerta del local, y la lonja,
donde nos dejábamos llevar por el trajín del comercio y el regateo, mientras
nuestras bolsas se iban colmando de suculentas piezas de pescado y marisco. De
vuelta en la cala, pasábamos el resto de la mañana en un vaivén continuo entre
la orilla arenosa y el ondeante mar, hasta que a mediodía mi madre nos avisaba
de que la comida estaba lista.
Fue una de
estas mañanas, la tercera o la cuarta desde nuestra llegada si mi memoria no me
falla, cuando por casualidad conocí a Sophie. Aquella belleza francesa, apenas
unos meses mayor que yo pero mucho más extrovertida, hizo que mi rutina
cambiara de pronto. A partir de entonces, los paseos matutinos por la orilla
tenían lugar con mi mano entrelazada a sus dedos y las entradas y salidas al
agua tibia en su compañía la mayoría de las veces, aprovechando la ficticia
privacidad entre ola y ola para robarnos mutuamente fugaces besos en los
labios.
Todo me
parecía perfecto. Incluso a mis padres, que a causa de la falta de secretismo
de aquel pequeño paraíso terrenal habían descubierto mi idilio con Sophie esa
primera tarde. Desde ese momento, Sophie, que se alojaba en la casa de su
abuela, poco propensa a bajar hasta la playa a su parecer invadida por los turistas,
aprovechaba cada momento del que disponía para acercarse a esta y reunirse con
nosotros. A los pocos días pasó a convertirse en una más de la familia,
participando en nuestros planes, en nuestras excursiones turísticas a las
poblaciones vecinas. En estos días, me sentía el chico más feliz del mundo.
Particularmente,
recuerdo una mañana en la que, sujeto al panel de anuncios de madera en la
plaza del pueblo, apareció un cartel que anunciaba la proyección de una
película esa misma noche. Sin pensarlo siquiera un momento, pedí permiso a mis
padres para acudir a solas con Sophie, a lo que no pusieron objeción alguna. Me
pasé el resto de la tarde nervioso, impaciente, tratando de ordenar mis
sentimientos mientras me decantaba por el atuendo apropiado para esa nuestra
primera cita oficial en público.
Antes de lo
que había previsto, el atardecer llegó, ocultándose el astro rey tras la lejana
Serra de Rodes, al oeste. Antes de marcharme, mi madre me atusó el pelo y me
recolocó el cuello de la camisa. Mi padre, por su parte, me dio una animosa
palmada sobre el hombro, como si la razón por la que me disponía a partir fuera
el cumplimiento de la más trascendental de las misiones. María, desde su
candidez, me pidió que le dijera hola a Sophie de su parte. Conmovido, me
despedí de ella con un fuerte beso en la mejilla y puse rumbo al pueblo.
Cuando por fin
vi a mi particular Julieta, quedé deslumbrado nuevamente por su belleza, como
si fuera la primera vez que descubría aquel maravilloso tesoro. Se podría decir
que resplandecía, enfundada en un vestido ibicenco impolutamente blanco, con
una fina diadema sujetando su pelo alisado y una pulsera hecha con pequeñas
conchas adornando su muñeca.
Por esta
razón, cuando nos sentamos sobre la hierba frente a la gigantesca pantalla
instalada en la plaza del ayuntamiento, no fui capaz de prestar atención por un
solo segundo a la invasión alienígena que asolaba varias ciudades a lo largo
del planeta, coincidiendo con las celebraciones del cuatro de julio, y que a
partir de ese momento se proyectaba sobre la pantalla. “Independence Day”,
creía haber leído en el cartel.
Mi mirada
estaba atrapada por la magnética presencia de aquel ángel hecho doncella, que
en un momento dado de la proyección se giró hacia mí y pronunció unas inesperadas
palabras, sellándolas con un beso sobre mis labios: «Te quiero, Carlos».
Ahora
comprendo que ni ella ni yo podíamos entender la auténtica trascendencia de
pronunciar aquellas banalizadas palabras, pero entonces fueron para mí la señal
de que nunca me separaría de ella, de que permaneceríamos para siempre unidos,
como en aquella bahía, como en aquella playa, como en nuestro secreto escondite
entre las olas.
Sin embargo, mucho
antes de lo deseado, nuestro período vacacional llegó a su término y nos vimos
obligados a volver a casa. El último día, pedí a mis padres que nos fuéramos a
despedir de Sophie, que todavía tardaría unos días más en regresar a París con
sus padres. Al llegar a la pequeña casita de campo en la que vivía con su
abuela, nos bajamos todos del coche y nos despedimos entre conmovidos abrazos
de la afable anciana y de la joya que tenía por nieta.
En el último
instante, tratando inútilmente de ocultarnos de los demás, me situé cara a cara
con Sophie y respondí a sus palabras, siendo consciente por primera vez en ese
momento de que quizás nunca la volvería a ver: «Yo también te quiero, Sophie.
Nunca te olvidaré». Ella me sonrió y nos fundimos en un último abrazo,
comprensivo, que se alargó durante un lapso de tiempo tan largo que nos pareció
corto, y en el que todo a nuestro alrededor se detuvo.
Cuando volvía
hacia el coche, aún sin sentirme preparado para subirme a este y dejar atrás
los mejores días de mi vida, mi padre tuvo una última idea. Rebuscó entre el
equipaje encajado en el maletero y extrajo su cámara de fotos y el trípode. Lo
instaló frente a la casa de la abuela de Sophie y nos colocó adecuadamente en
el encuadre de la instantánea. Programó el temporizador y, corriendo, se vino a
colocar con nosotros.
Ese fue el
último instante que pasamos en aquel maravilloso enclave, en unas vacaciones
que ninguno de nosotros olvidaría nunca y cuyo recuerdo resultaría
trascendental a lo largo de nuestras vidas.
Hoy, justo dos
décadas después de todo eso, contemplo entre mis manos la fotografía que no
llegué a ver hasta días después de nuestra llegada de vuelta a casa, cuando mi
padre reveló el carrete. Sobre los escalones de madera del porche, en la
fachada delantera de la casa de Sophie, todos permanecemos estáticos, con la
mirada fija en el objetivo de la cámara, mostrando la mejor de nuestras
sonrisas. En realidad, no todos nosotros. Sophie, situada a mi lado y
sujetándome de la mano, mantiene la mirada fija en mí, ofreciendo su costado a
la cámara. Sin embargo, la instantánea llega a captar parcialmente su mirada,
en la que se puede leer la tristeza por la despedida pero, al mismo tiempo
también, la alegría y la satisfacción por todo lo vivido aquellos maravillosos
días en la bahía.
Hoy, cuando se
cumplen exactamente veinte años desde el día en que tomamos esta fotografía,
observo con los ojos vidriosos, embargado por la nostalgia, la plomiza ciudad
que bulle al otro lado del cristal de mi oficina. Deposito con cuidado el marco
en una esquina del escritorio repleto de archivos y expedientes, y vuelvo a
encadenarme a la rutina frente al ordenador, conservando en mi mente el
recuerdo de aquellas vacaciones, como si todavía estuviera en la casa del
acantilado, como si todavía paseara a diario sobre la arena húmeda, como si
todavía pudiera sentir el sol y la brisa marina sobre mi piel, el sonido de las
voces infantiles a mi alrededor, el tacto de la mano de Sophie enredada en la
mía o el de sus labios besando los míos.
Como si
todavía fuera el verano del noventa y seis.
Imagen: https://images.app.goo.gl/Yq71ENU9ULtPiTp68
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