Las gotas de lluvia dolían como alfileres clavándose en su
piel desnuda. No sabía cuánto tiempo llevaba huyendo, corriendo sin respiro,
pero notaba todo su cuerpo entumecido. Tras echar un nuevo vistazo a su
espalda, hacia la desierta avenida cubierta por la neblina, lo descubrió.
A unos treinta metros de distancia, colgando de la fachada
de un edificio lleno de pintadas, un letrero de luces rojas de neón marcaba la
ubicación de su punto de destino: el bar “Neón”. Todo un alarde de originalidad.
No había duda, ese era el lugar.
Cruzó los brazos sobre su pecho y apretó con fuerza,
tratando de conservar el calor. Comenzó a avanzar hacia la puerta del local,
iluminada por una titilante luz encastrada en el soportal. Un gato negro callejero
lo vio pasar, con expresión extrañada. Si pudiera razonar, seguramente se preguntaría
qué hacía un hombre como él, completamente desnudo, en medio de la calle
abandonada.
Con una mano, empujó la puerta, que no llegó a abrirse por
completo. Asomándose hacia el interior, descubrió que el cuerpo de un miembro
de seguridad se interponía en su recorrido. Pasó por encima del cadáver y se
apresuró a quitarle la ropa y vestirse con ella. También se quedó con su
cinturón, del que colgaba una pistola de plasma.
Levantó la vista y observó a su alrededor, con una mano apoyada
sobre la pistola en su costado. Aquello significaba que el local seguramente no
estaría limpio. Avanzó hacia el interior, con extrema precaución, todos sus
sentidos alerta. La vestimenta, de una talla bastante mayor que la suya, le
entorpecía ligeramente el paso.
Descendió media docena de escalones hasta llegar a la zona principal
del bar. Contra la pared, una barra de aspecto metálico se extendía de un lado
a otro de la estancia. Tras ella, las botellas de licores se distribuían en
varias baldas de cristal. Cogió una de ellas, abandonada sobre la barra, desenroscó
el tapón con los dientes y bebió a morro su contenido. Sintió la quemazón del
whisky descendiendo por su garganta pero, después de horas sin beber ni comer,
al menos le calentó el cuerpo.
Un inesperado sonido le hizo soltar la botella. Desenfundó
la pistola y deslizó el dedo por delante del gatillo. Apuntó hacia el frente y
recorrió con el cañón una veintena de mesas, con varias sillas a su alrededor.
Cerca de medio centenar de cuerpos yacían en el suelo, calcinados desde el
interior, como los demás. No parecía haber rastro alguno de vida. Se aproximó a
la gigantesca gramola del fondo. Alguien había reventado el cristal y el
mecanismo había quedado al descubierto. Rozó con los dedos el botón del “play”,
acariciándolo. Dando por hecho que no funcionaría, lo apretó.
El mecanismo se puso en marcha y un coro de voces electrónicas
inundó el ambiente. “Is this real life? Is this just fantasy?” Asintió
satisfecho con la cabeza y cerró los ojos. Se dio la vuelta y encaró el vacío
local. Recordó todo lo que había sufrido durante los últimos meses. Las
primeras oleadas de vandalismo descontrolado, frente a las que la policía se
veía desbordada. Luego las manifestaciones multitudinarias, en una de las
cuales lo detuvieron y lo encerraron en prisión. A partir de entonces, le
habían dicho que todo había empeorado. El Gobierno, en un último intento por
contener a los rebeldes, había esparcido el virus entre la población. La
mayoría habían muerto por una imprevisible combustión espontánea, solo unas
horas después del contagio. Otros no habían tenido esa suerte y habían sobrevivido,
siendo condenados a una existencia inhumana.
Y luego estaba él. Lo habían arrancado de su vida por un
crimen que no había cometido. Jamás había intentado sublevarse a la autoridad
del Gobierno. Solo había pretendido hacer ver que era necesario adoptar medidas
más serias si se quería evitar el futuro de descontrol hacia el que se dirigía
la ciudad. Solo había querido ayudar.
“Mama, just killed a man”. No solo uno. Desde la fuga, eran
muchas las vidas con las que se había visto obligado a acabar, tanto de los
pocos humanos del Gobierno que seguían en pie y lo habían perseguido, tratando
de atraparlo de nuevo, como de aquellos seres, carentes ya de rastro alguno de
humanidad. Sentía ya su presencia, invadiendo el local. Abrió los ojos de nuevo
y los vio, avanzando hacia él, arrastrándose por el suelo y por las paredes,
manteniéndose siempre que podían entre las sombras. La música había captado su
atención.
Se agachó y recogió la pata de madera de una silla, rota probablemente
en algún enfrentamiento previo contra aquellos entes. Armado con esta y la
pistola, dio un primer paso al frente. “If I’m not back again this time tomorrow”.
No, sí lo estaría. No iba a permitir que su vida acabara así, después de todo
lo que había luchado. No podía permitir que todos sus esfuerzos, que todos los
sacrificios humanos fueran en vano. Debía impedir que aquella enfermedad se
extendiera todavía más. Se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa
y flexionó las rodillas, dispuesto a afrontar el reto del que, tal vez, no
saliera con vida.
“Too late, my time has come” El primero lo atacó por un
costado. A juzgar por su aspecto, en vida se había tratado de una mujer de figura
hermosa, que entonces tenía la piel repleta de asquerosas pústulas y los ojos
rojos como la sangre. Le apuntó a la cabeza con la pistola y disparó. Al entrar
en contacto con su demacrada piel, la cápsula de plasma se expandió y estalló, reventándole
el cráneo y desperdigando a su alrededor una mezcla de sangre y materia
cerebral. Con el dorso de la mano, retiró la materia viscosa de su rostro y
siguió avanzando.
Como a cámara lenta, al ritmo de la melodía, los demás
engendros se abalanzaron sobre él. Se deslizó entre ellos, golpeando cráneos
con la pieza de madera y descargando cartuchos de plasma en el interior de los
cuerpos. Uno de ellos trató de retenerlo, apresarlo entre sus fuertes brazos,
pero colocó la pistola a la altura de sus propios riñones, disparando hacia
atrás por su costado y alcanzándolo en el vientre. Otro se aferró con fuerza a
su pierna. Hizo girar en el aire la estaca, para apuntar hacia él con la parte
astillada que había estado en contacto con el resto del mueble, y la impulsó
con fuerza hacia abajo, atravesando la nuca del condenado hasta aflorar por la
cuenca del ojo izquierdo, al otro lado. El solo de guitarra le recordaba que cada
punto de su cuerpo le dolía. Su respiración se entrecortaba por el esfuerzo. No
podía más, pero debía continuar. Pronto, suelo, paredes y techo del local se
vieron impregnados de viscosos restos, mientras la coreografía lo llevaba a
deslizarse bajo la mesa de la barra.
Varios seres saltaron en ese momento hacia él, impulsándose
en las paredes. Siluetas atravesando el aire. El hombre bateó las botellas
hacia ellos, provocando que los fragmentos de cristal se clavaran en su piel
asquerosa, pero sin lograr detenerlos. Muchos otros se abalanzaron sobre el
tablero metálico, acorralándolo. Los dedos de sus manos se arqueaban en ángulos
imposibles y sus figuras se agazapaban sobre la superficie resbaladiza, prestas
a saltar al menor despiste de su presa. Recorrió la barra de un lado a otro,
golpeando y disparando sin descanso, pero sin hallar una vía de escape. Ahora
sí estaba perdido. Era imposible que lograra salir de ahí. Por mucho que le
costara reconocerlo, habían sido más listos que él. Habían sabido aprovechar su
superioridad numérica para reducirlo como un indefenso cordero. Justo cuando la
música se lanzaba hacia las alturas, próxima al clímax, se detuvo en el centro
y descubrió algo bajo la mesa. Sonrió, con la euforia contenida de quien se
sabe de pronto salvado. Dejó caer la pistola y la estaca y sujetó el mechero
frente a él, justo cuando uno de ellos le mostraba amenazante la boca repleta
de colmillos. Lo encendió y colocó detrás la boca de la manguera, conectada al
depósito bajo la barra. “Beelzebub has a devil put aside for me”.
-¡Morid, pedazo de cabrones!
Dejó de comprimir la manguera y el soplo de butano se
proyectó hacia el fuego, emitiendo una inmensa llamarada hacia el frente. Los
engendros de la primera fila se retorcieron entre agónicos chillidos, sus
cuerpos combustionando en apenas segundos. El hombre volvió a comprimir la
manguera para evitar que la flama retornara hacia él. Los demás seres,
sorprendidos por la inesperada defensa de su presa, pronto reaccionaron y se
volvieron a lanzar contra él. Una nueva llamarada iluminó el local,
convirtiéndolo en un auténtico infierno. Sucesivas olas de engendros se
cernieron sobre el hombre, que dirigía alternativamente a un lado y a otro la intermitente
fuente flamígera. La energía se extendía de nuevo a lo largo de todo su cuerpo
a medida que veía los cuerpos de sus enemigos reducirse a cenizas. Se sentía
pletórico, disfrutando de la masacre, como si aquel preciso instante fuera el
momento que había estado esperando desde que había logrado escapar de la prisión.
Gracias a esta nueva arma y a la falta de capacidad de
raciocinio en los seres, los demás no tardaron en caer. Pronto, los cuerpos
tendidos en el suelo se vieron multiplicados, al menos, por tres. El hombre
salió nuevamente de detrás de la barra y avanzó, esquivando como podía los
restos carbonizados, hacia la superviviente gramola. Se apoyó sobre ella,
recuperando el aliento y templando las emociones. Todo había terminado y, aún
así, tenía la sensación de que solo acababa de comenzar. Unas últimas palabras,
apenas susurradas, quedaron flotando en el aire.
Era cierto. Ya daba igual lo que ocurriera, ya no tenía
nada que perder. Pulsó el botón de pausa y se dirigió a la salida, de nuevo a
la calle. Aunque no había encontrado la supuesta cura que lo había guiado hasta
aquel remoto bar, había comprendido algo. “Any way the wind blows”. A partir de
entonces estaba solo, y solo el viento marcaría su destino.
Imagen: https://images.app.goo.gl/CgZ74CoK5C5GhtgK6 Nota: la imagen se corresponde con un fotograma de la película Colossal.
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