—¡Mierda,
Robert! ¿Qué has hecho?
Al entrar por la puerta, Will descubrió el cuerpo inerte.
La joven mujer yacía sobre el sofá, con un brazo colgando por el borde hasta acariciar
la madera del suelo. Un par de mechones de pelo castaño se descolgaban sobre su
rostro, ocultando parcialmente sus rasgos perfilados.
—¡Ha
sido un accidente, Will, te lo juro!
Robert se asomó por encima del hombro de su hermano, contemplando
casi sin querer una vez más el resultado de su última insensatez. Sabía que
debía controlarse, pero no había podido evitarlo. Cuando la noche anterior
entró en aquel bar en la ciudad, el aura angelical de aquella mujer lo capturó
desde el primer instante.
—Está
bien —accedió Will,
el mayor y más sensato de ambos—.
Tenemos que deshacernos de ella. No puede quedar ningún rastro.
Robert asintió y se dispuso a cerrar todas las puertas y
ventanas. Para contrarrestar la oscuridad que se adueñó del interior de la
cabaña, accionó el interruptor de la pared, encendiendo el trío de vacilantes
bombillas heterogéneas del techo.
—¿Qué
propones que hagamos? Tal vez podríamos tirarla al lago. Apenas está a cien
metros de aquí.
Will se aproximó a una de las ventanas y descorrió la cortina,
abriéndose un hueco en una esquina. Al otro lado, bajo el sol de mediodía, contempló
el lago artificial, más o menos a la distancia que había dicho Robert. En medio
de aquel remanso vacacional, aquella masa de agua constituía la principal
atracción en temporada alta. Faltaban todavía un par de meses para que este
período llegara, así que lo más probable era que estuvieran completamente
solos. Resultaba factible.
Justo antes de retirarse de la ventana, la puerta de la
casa de enfrente se abrió. Una figura se asomó al porche, envuelta en una
gruesa bata de casa. Alzó una mano y saludó, directamente hacia Will, que se
apresuró a volver a cubrir la ventana.
—¿Qué
ocurre? —preguntó
Robert, sorprendido por el gesto de su hermano.
—Es
la señora Chapman. Me ha visto, así que el lago ya no nos sirve. Podría vernos
con el cuerpo.
—¿Y
si la despiezamos y la metemos en el congelador, como en las películas?
—¿De
veras te lo planteas seriamente?
La réplica de Will mostraba un claro matiz de incredulidad.
Robert volvió a observar a la chica. Rachel, le parecía que se llamaba. A su
mente retornaron entonces las imágenes de su cuerpo arqueándose sobre él, ambos
tumbados sobre el asiento trasero de su coche. Inconscientemente, bordeó con la
lengua su labio superior, pareciéndole captar el sabor de su boca, todavía
impregnado en este. No, no sería capaz de hacerlo.
—Tienes
razón —accedió.
—Pero
en una cosa tienes razón. Tenemos que deshacernos de ella aquí mismo. No
podemos sacarla.
—Eso
complica las cosas —afirmó
con desilusión Robert.
—¿Qué
quieres decir?
—Will,
estamos en una cabaña de apenas veinte metros cuadrados. Todo lo que hay aquí
es lo que ves.
El hermano mayor giró sobre sí mismo, repasando con la
mirada toda la estancia. Además del sofá-cama en el que yacía la chica, una
diminuta cocina de gas, una mesa redonda de madera con un par de sillas y un
retrete y una ducha tras un biombo constituían todo el mobiliario, además del
congelador que previamente habían descartado.
—La
alfombra —sugirió de
pronto Will.
—¿Qué
le pasa a la alfombra?
Robert contempló desconcertado a su hermano agacharse hasta
sujetar una de las esquinas de la amplia alfombra encartada junto a la pared.
—Nos
la llevaremos para lavarla —le
informó Will, con una satisfactoria sonrisa dibujada en los labios.
—¿Lavarla?
Ahora no tenemos tiempo para eso, tenemos que deshacernos…
—Cállate
y escucha, idiota —lo
interrumpió el mayor—.
Es solo la excusa. Enrollaremos la alfombra alrededor de la chica y la
llevaremos hasta el coche. Si alguien nos pregunta, nos la llevamos a casa para
lavarla.
—¡Ah,
ahora lo entiendo! ¡Qué listo eres, Will!
—Alguien
tenía que serlo —murmuró
este, comenzando a extender la alfombra—. ¿A qué esperas, Robert? Ayúdame.
Entre los dos desplegaron el tapiz justo delante del sofá. Sujetaron
a la chica por los brazos y los hombros y la hicieron girar sobre el borde del
asiento. Su cuerpo se precipitó sobre la alfombra, aterrizando sobre ella con
un golpe seco. La rodearon con uno de los extremos y la hicieron girar, hasta tenerla
completamente envuelta.
—¡Parece
un burrito! —exclamó
Robert, jocoso.
—¿Quieres
callarte? Vas a conseguir que nos oigan. Vamos, coge por ese extremo.
Robert obedeció y sujetó la alfombra enrollada por el lugar
indicado, cerca de la cabeza de Rachel. Will, tras comprobar que no dejaban
rastro alguno de lo ocurrido en el interior de la cabaña, comenzó a avanzar a
la cabeza, marcha atrás. Abrió la puerta y accedió al exterior, dispuesto a
cubrir los veinte metros que los separaban del coche.
—¡Espera!
Sin previo aviso, Robert soltó el bulto, que se precipitó
al suelo con un nuevo golpe, y volvió a la casa. Sacó un juego de llaves del
bolsillo y cerró la puerta, comprobando hasta tres veces haberlo hecho
correctamente. Al volver a junto su hermano, este lo recibió con una nueva
reprimenda.
—¿Se
puede saber qué acabas de hacer, pedazo de inútil?
—Tenía
que cerrarla.
—Déjate
de tonterías y coge por ahí. Acabemos de una vez con esta pesadilla.
—¡Ya
voy!
Entre los dos, volvieron a alzar a Rachel y la alfombra en
el aire. Siguieron avanzando hasta el coche donde Will deslizó el pie bajo la
defensa para que el portón automático se abriera. Ya casi lo habían conseguido.
En solo unos segundos, estarían alejándose de aquel lugar.
—Hola,
Will. Hola, Robert.
En ese momento, desvió la vista hacia la casa de enfrente.
La señora Chapman, ahora vestida con un ajustado chándal impropio de su avanzada
edad, avanzaba hacia la acera con un carrito de tela sobre ruedas para la
compra.
—Buenos
días, señora Chapman —se
limitó a responder Will, soltando su extremo de la alfombra en el interior del
vehículo y disponiéndose a ayudar a Robert a imitarlo.
—Nos
llevamos la alfombra para lavarla en casa, señora Chapman.
Will le soltó un codazo a la altura de las costillas a su
hermano, que se quejó con gruñido ahogado. La señora Chapman se percató del
gesto, pero no le dio más importancia que la de algún tipo de riña privada
entre los peculiares hermanos.
—Buena
idea, Robert —le respondió esta—. Hay
que mantener siempre limpio el hogar.
Se despidió de ellos con la mano y enfiló la acera, rumbo
al pequeño supermercado al final de la calle.
—Como
vuelvas a abrir la boca, te meto con tu amiguita en la alfombra —amenazó Will a su
hermano, mientras se dirigía al asiento del conductor.
Ambos entraron en el vehículo y permanecieron por unos
instantes en silencio, contemplando el asfalto ante ellos.
—¿A
dónde la llevamos ahora? —preguntó
de pronto Robert.
—¿Recuerdas
el desfiladero en el parque Mayers, al que mamá no quería que nos acercáramos
con las bicis de pequeños?
—Sí,
pero, ¿qué se supone que vamos a hacer allí con…?
Al ver la expresión en el rostro de su hermano, Robert
comprendió cuáles eran sus intenciones. Sonrió él también y afirmó con la
cabeza. Habían encontrado la forma de deshacerse del cuerpo.
En ese momento, por primera vez, se sintió culpable. Sabía
que no había forzado a Rachel, pues había sido ella quien se había lanzado
sobre él, devorándolo a besos. Pero tal vez no había controlado su fuerza
cuando rodeó su cuello, tal vez no había sabido parar en el momento adecuado. Y
ahora, ella estaba muerta, en el maletero de su coche.
El sonido del motor lo rescató de sus pensamientos. Sin
mediar palabra, pusieron rumbo al camino forestal que moría en lo alto de un
desfiladero, al fondo del cual el río descendía con fuerza entre rápidos. Allí
esperaban poner fin a aquel inesperado inconveniente, sin saber que, entre los
cojines del sofá de la cabaña, una incriminatoria pulsera de pequeñas perlas permanecía
oculta, a la espera de ser descubierta.
Imagen: https://images.app.goo.gl/VgyQvMcfHy267NTp7 Nota: la imagen se corresponde con un fotograma de la película Colossal.
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