—U.S.S. Wellington, aquí cápsula B738, respondan.
Los altavoces emitieron un descorazonador zumbido. Nadie
parecía estar respondiendo a la llamada.
—Repito: U.S.S. Wellington, aquí cápsula B738, respondan.
Otro zumbido sostenido resquebrajó el silencio en el
interior de la cápsula submarina esférica. El doctor Yagami asestó súbitamente
un puñetazo al cuadro de mandos, fruto de la desesperación.
—¡Maldita sea! Hemos perdido el contacto.
—Olvídelo doctor —trató de calmarlo la doctora Connor, especialista
en biología marina—. Lo importante ahora es continuar con la misión. No podemos
echarnos atrás solo porque no podamos comunicarnos con el barco.
—Tiene razón, Connor —le reconoció el hombre.
Hacía unas horas que habían abandonado el U.S.S.
Wellington, uno de los mayores cargueros de la marina estadounidense, a bordo
de aquella diminuta cápsula de exploración submarina. Desde entonces, habían
estado sumergiéndose por etapas, evitando someterse a presiones excesivas, adentrándose
en las entrañas de la conocida como Fosa de las Marianas, en el Pacífico
noroccidental, al sur de Japón.
—¡Mire, doctor! —exclamó de pronto la mujer, señalando
algún punto al otro lado del cristal de seguridad.
En medio de la oscuridad absoluta reinante a su alrededor,
solo alterada por la luz de los focos de su transporte, otra pequeña luz
amarilla se hizo visible. Cada vez se fue haciendo más grande, aproximándose a
ellos, hasta revelar la silueta de un ser extraño, diferente al resto de animales
marinos que habían avistado hasta el momento.
—¿Qué es eso? —preguntó intrigado el doctor, cuya
formación como físico lo mantenía lejos de conocer todas las especies hadales.
—No lo sé —confesó ella, visiblemente emocionada y sin
dejar de tomar fotografías con la cámara exterior de alta definición—. Creo que
acabamos de descubrir una nueva especie.
El ser, de unos cinco metros de largo y aspecto de
serpiente con media docena de aletas, tenía un apéndice suspendido sobre su
cabeza, cuyo extremo emitía aquella luz amarilla que le servía de guía en la
oscuridad. Al pasar junto al submarino, abrió por un instante la boca para
capturar algún tipo de alimento suspendido en el agua, dejando ver al menos
tres filas de afilados dientes y colmillos.
—A juzgar por esa dentadura, parece ser un depredador
—manifestó la doctora, extrañada—. Me sorprende que no haya intentado atacarnos
de algún modo.
En ese momento, la cápsula sufrió una sacudida hacia un
lado. Los arneses de sus asientos impidieron que los dos ocupantes salieran
despedidos contra el casco, como consecuencia del impacto.
—¿Ha sido ese engendro? —preguntó sobresaltado Yagami.
—No, ya está lejos de nosotros —respondió la doctora, tras
consultar el radar.
—¿Qué ha podido ser, entonces?
—Tal vez hayamos chocado con alguna roca. A partir de
aquí, la información que tenemos sobre el terreno es muy escasa. Solo podemos
guiarnos por los radares y nuestra propia intuición.
—¿Nadie había llegado tan lejos?
—No. Acabamos de superar los once mil metros de
profundidad, la frontera. Lo que veamos a partir de ahora es terreno
inexplorado.
El doctor sacudió la cabeza satisfecho y se concentró en
observar todo al otro lado del cristal, aunque no pudiera percibir más que
oscuridad. Continuaron descendiendo hasta que un nuevo punto de luz se hizo
visible, unos metros más adelante.
—¿Ve eso de ahí? —preguntó el doctor, inquieto—. ¿Cree que
pueda ser algún otro ser abisal?
—No lo sé. Tendremos que aproximarnos para descubrirlo.
Pero con precaución, doctor. El mínimo roce en el casco a esta profundidad
sería una muerte segura.
El hombre inclinó la palanca de control de la cápsula
submarina para hacerla avanzar hacia delante. Se aproximaron al punto en que
las dos paredes de la fosa se juntaban. Del interior de una grieta entre ambas
surgía la luz, que resultaba superar con creces las dimensiones de un simple
punto.
—Esto es extraordinario, Connor —musitó el doctor—. Es tan
grande que podríamos entrar sin problemas con el submarino.
—Será mejor que no lo intentemos, doctor. Sería un
suicidio.
—Lo sé, tiene razón —admitió, inclinando la palanca en sentido
contrario para alejarse de aquel punto, ya que lo más probable era que se
tratara solo de un alga luminiscente nacida entre las rocas—. No se mueve.
—¿Qué quiere decir?
—El submarino. Estoy tratando de alejarlo, pero los mandos
no responden. Nos mantenemos estáticos.
—Habremos entrado en una corriente —supuso la doctora, fijándose
en la expresión de esfuerzo en el rostro de Connor por controlar los mandos—. Manténgase
firme. Si nos vamos contra las rocas…
—Es demasiado fuerte. No puedo…
No le dio tiempo a concluir la frase. La cápsula se vio
súbitamente arrastrada hacia la grieta iluminada y todos sus intentos por
controlarla resultaron en vano. Como si de un gigantesco desagüe se tratara, se
vieron absorbidos por la fisura y cruzaron a velocidad incontrolable una
especie de túnel excavado en la pared, golpeando repetidamente los laterales
con el casco de la cápsula.
—¡No resistirá! —exclamó la doctora, comprendiendo lo
inminente de su final.
La luz se hacía cada vez más nítida y potente y la corriente
los arrastraba con creciente fuerza, hasta llegar un instante en que, como si
de un punto de inflexión se tratara, su velocidad comenzó a descender
progresivamente. Ambos ocupantes habían cerrado involuntariamente los ojos, preparándose
para una muerte segura, por lo que se sorprendieron enormemente cuando aquella
especie de galería submarina se fue ensanchando hasta desembocar en una inmensa
masa de agua cristalina.
—¿Hemos salido de nuevo? —preguntó la doctora,
desorientada tras los giros y zarandeos del trayecto.
—No lo creo —respondió el doctor—. El agua es mucho más clara
aquí, como si hubiéramos emergido de nuevo a la superficie.
—¿Puede manejar el submarino?
—No, estamos a la deriva —confirmó Yagami tras hacer girar
a un lado y a otro la palanca de control, sin respuesta—. El sistema se habrá
dañado en alguna de las colisiones.
Asumiendo la idea de que estaban a merced de lo que las
corrientes hicieran con ellos, se centraron en lo que podían ver al otro lado
del cristal. El agua era cada vez más clara, más transparente. No tardaron en
apreciar luz más allá de una superficie sorprendentemente cercana. La nave
continuó ascendiendo hasta emerger en el centro de lo que parecía ser un lago.
—¿Qué lugar es este? —preguntó sorprendido el doctor.
—No tengo ni idea —respondió ella, maravillada por la visión
ante sus ojos.
El lago se encontraba rodeado por vastas extensiones de
tierra verde, como llanuras. Al fondo, bosques densos de especies arbóreas que
era incapaz de reconocer se extendían sobre colinas redondeadas. En la orilla,
un animal se inclinaba hacia el agua, bebiendo con aparente tranquilidad.
—¿Qué demonios es eso?
La doctora se liberó de sus arneses y se puso en pie,
dispuesta a abrir la escotilla superior, por encima de la superficie del lago
sobre la que flotaban.
—¡Espere! No sabemos si el aire…
El doctor trató de detenerla, pues desconocía si la
atmósfera de aquel lugar era respirable. Connor abrió la compuerta y asomó la
mitad de su cuerpo. Una ráfaga de aire increíblemente fresco y puro le acarició
el rostro, dándole la bienvenida a aquel misterioso lugar. Al oír el ruido de
la escotilla abriéndose, el animal levantó la cabeza, desconcertado por la
extraña presencia en medio del lago.
Se trataba de un enorme ejemplar, de aspecto similar a un
hipopótamo pero mucho más grande, tal vez de tres o cuatro veces su tamaño. En
lugar de cuatro tenía seis robustas patas, y en su rostro destacaba la
presencia de dos enormes ojos con dobles párpados y tres cuernos curvados en su
parte superior. En los laterales del cuello tenía lo que parecían ser
branquias, por lo que la doctora dedujo que sería alguna especie de anfibio, capaz
de vivir tanto dentro como fuera del agua.
—¿Ve usted eso, doctor? —preguntó emocionada a su
compañero de expedición.
—Sí, y creo que usted debería ver esto.
Connor volvió a entrar en la cápsula y observó la pantalla
que Yagami le señalaba en el cuadro de instrumentos. Ahogó un grito de sorpresa
al comprobar la cifra y comprender en parte lo ocurrido
—No sé cómo ha podido ocurrir —comenzó a exponer él—, pero
estamos a más de quince mil metros de profundidad. Ningún punto habitable de la
corteza terrestre alcanza tales cotas, lo que significa que, por increíble que
suene, estamos…
—En el interior de la Tierra.
Una risa nerviosa, cargada de desconcierto, se apoderó de
ambos, justo en el momento en que la radio volvió a emitir un zumbido, seguido
de una voz que inundaba con claridad el habitáculo.
—Cápsula B738, aquí el U.S.S. Wellington, ¿dónde demonios
están?
Imagen: https://images.app.goo.gl/XkmBuxkqEijkR2oJ8
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