Su
imagen me persigue. Puedo verla oculta tras cada máscara artesanal, bajo cada
vestimenta de llamativos colores, en cada rincón de esta plaza. Puedo oler su
perfume a mi alrededor, oír su voz resonando en mis oídos. Avanzo entre la
muchedumbre reunida frente a la blanquecina basílica, junto a las oscilantes
aguas del canal, bajo los arqueados soportales.
Para
avanzar tengo que abrirme paso apartando a los transeúntes, desplazándolos con
ligeros empujones y codazos. En algunos momentos, me da la impresión de que mis
pies tropiezan contra las grises baldosas del suelo, que me precipito contra el
pavimento. En otros, que no llegan a rozar el suelo, que voy suspendido por el
aire, arrastrado por el gentío. Pero siempre logro mantener el rumbo. ¿Por qué?
“Tengo
que encontrarla”.
Esta
respuesta de mi mente me empuja a continuar en mi empresa, mientras atravieso
la sombra alargada que se proyecta al pie del elevado campanario. Al volver a
encontrarme en la zona soleada de la plaza, cubro mis ojos con la mano hasta
que mis pupilas se adaptan de nuevo a la luz.
Es
entonces cuando la veo. Su rostro se oculta tras una máscara blanca y dorada,
de la que parten hacia el cielo densas y espigadas plumas grises. Se encuentra
de pie, observándome directamente, estática entre la muchedumbre agolpada en la
Piazza San Marco, celebrando su preciado carnaval.
Me
abalanzo hacia ella, rodeo su cuerpo con mis brazos, volviendo a sentir por fin
el cálido roce de su piel, el rítmico latido de su corazón. Ella me abraza
también, con pasión, como al principio. Cierro los ojos por un instante,
aliviado al volver a tenerla por otra vez a mi lado, tratando de retenerla para
siempre. Pero cuando los abro de nuevo, descubro que lo único que resta entre
mis brazos es su vestido veneciano de seda azul, mojado por las lágrimas que se
desprenden desde mis mejillas.
Una
vez más, la he vuelto a perder.
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