—¿Está todo
listo?
Desde el
pasillo, contemplé el abeto, vestido de guirnaldas y luces de colores. Estaba
coronado por una estrella dorada, que presidía el amplio salón.
—Yo creo que
sí —me respondió mi padre, rodeando a mi madre por la cintura en un gesto que a
mis trece años me hacía sentir incómodo.
Decidí
centrarme en el tocadiscos. Odiaba los villancicos, con sus cargantes y
estridentes melodías, pero en esas fechas cualquier otro estilo de música
estaba totalmente vedado. Proveniente de la cocina, la abuela Margaret
transportaba en sus manos una bandeja de galletas caseras recién horneadas,
impregnando toda la vivienda de un dulce olor a jengibre.
Me pareció oír
el timbre, de modo que reduje el volumen de la música. Desde la entrada
principal nos llegó de nuevo el sonido, revelando que alguien esperaba a la
puerta. Me aproximé y la abrí, tratando de imaginar quién podía presentarse de
improviso el día de Nochebuena. En el recibidor exterior de madera permanecía
de pie el tío Bernard, uno de los hermanos de mi padre, con una nerviosa mano
apoyada sobre la frente.
—Es Helen.
Está en el hospital —logró informar, atropelladamente.
—¿Qué? —se
escuchó la voz de mi padre aproximándose desde el salón, al tiempo que la
bandeja repleta de delicias resbalaba de entre las manos de la abuela.
A partir de
ese momento, todo sucedió muy deprisa. El tío Bernard les relató que Robin, el
marido de Helen, lo acababa de llamar diciéndole que estaban en el hospital,
que acudieran allí lo antes posible. Dado que vivía a solo unas casas de
distancia, había preferido ir a avisarnos en persona.
—Por Dios
bendito, ¿qué les habrá ocurrido? —murmuró la abuela, ocultando con sus manos
una expresión de espanto.
—Ya ha dicho
que no lo sabe, mamá. —Mi padre la sujetó por el brazo, al tiempo que cogía su
abrigo del perchero de la entrada—. Por favor, quédate aquí con Sam. Beth y yo
nos vamos ahora con Bernard al hospital. En cuanto tengamos noticias os
llamamos.
—De eso nada
—protestó la abuela—. Es mi hija y no me voy a quedar aquí, de brazos cruzados.
—¿Y qué pasa
con Sam? Alguien tiene que quedarse aquí con él.
—Voy con
vosotros —aseguré con convicción, desconcertando a todos—. Me quedaré en la
sala de espera y no molestaré, pero por favor, dejadme ir con vosotros.
Mi padre me
dedicó una sonrisa de satisfacción, justo antes de verse de nuevo embargado por
la urgencia de la situación.
—Está bien.
Coge tu abrigo y ven al coche.
Me lancé en
dirección a mi dormitorio, en el tercer piso abuhardillado. Desde que el abuelo
había fallecido, cinco años atrás, la abuela Margaret se había venido a vivir a
nuestra casa, así que yo me había tenido que desplazar a la habitación de
invitados, a la que se accedía subiendo una estrecha escalera de caracol. Sin
detenerme más de lo estrictamente necesario, escogí un abrigo del armario y
descendí de vuelta a la planta principal tan rápido que parecía que mis pies no
llegaban a tocar el suelo.
En el coche,
un monovolumen aquejado por los años, me esperaban los demás, resguardados del
invernal frío del exterior. Me protegí con la capucha de la nieve precipitante
y corrí a su encuentro.
—¿Has cerrado,
Sam? —me preguntó mi madre, al tiempo que mi padre iniciaba la marcha.
—Sí —me limité
a contestar, embargado por la tensión de no saber qué había ocurrido
exactamente.
El trayecto
hasta el hospital se desarrolló en un incómodo silencio. Sabíamos que todos
estábamos pensando en lo mismo, pero nadie se atrevía a hablar. Al llegar al
complejo médico, a las afueras de la ciudad, mi padre encontró por fortuna un
hueco libre en el aparcamiento, cerca de la entrada. Abandonamos el coche a la
carrera y atravesamos las puertas de cristal del recibidor, sumergiéndonos en
una descorazonadora atmósfera de sufrimiento y enfermedad. Pensé que era terriblemente
cruel que tantas personas tuvieran que pasar la Nochebuena en semejante lugar.
—Enfermera
—preguntó exhausto el tío Bernard al llegar al primer puesto de enfermería que
encontró—. ¿En qué habitación está Helen Milles?
—¿Es usted un
familiar? —preguntó la mujer en respuesta, colocando sus dedos sobre el teclado
del ordenador, a la espera de la confirmación que la autorizara a realizar la
consulta.
—Soy su
hermano.
La
desesperación comenzaba a mostrarse en el tono del tío Bernard. Mi padre trataba
de transmitirle un poco de calma, mientras la abuela contenía a duras penas las
lágrimas que, ante la incertidumbre, se habían abierto paso en sus ojos. Los
dedos de la enfermera teclearon el nombre de la paciente, cuyos datos no
tardaron en mostrarse en la pantalla.
—Habitación
375. Cojan el ascensor del final del pasillo hasta la tercera planta y luego
giren a la izquierda.
—Gracias —el
tío Bernard dio una palmada sobre el mostrador y se lanzó a la carrera en la
dirección indicada.
Los demás lo
seguimos, ligeramente retrasados por el lento paso de la abuela. En el ascensor
permanecimos todos en silencio, como en el coche. Al llegar al piso indicado,
en cuanto las puertas se abrieron, el tío Bernard prosiguió su carrera y mi
padre sujetó del brazo a la abuela para acompañarla.
—Seguid
vosotros. Yo me quedo con Sam en la sala de espera —se ofreció mi madre.
Ambos
desaparecieron por el pasillo que se abría a la izquierda, siguiendo la estela
del tío Bernard. Nosotros entramos en la habitación ubicada al frente del
ascensor. En ella, cerca de una veintena de personas esperaban, envueltas en un
nervioso silencio. Comenzaba a sospechar que todos esos silencios no podían
significar nada bueno.
Nos sentamos
cerca de la ventana. Desde allí, observé a una familia que rezaba en susurros,
abrazados unos a otros. También había un anciano, conectado a una bombona de
oxígeno por medio de un tubo cuyo extremo se perdía en el interior de sus fosas
nasales. Por último, me fijé en un niño, que le señalaba algo a quien parecía
ser su madre. Esta, con los ojos enmarcados por profundas ojeras y enrojecidos
a causa de las horas de lloros y la falta de sueño, introdujo unas monedas en
la máquina expendedora, sonriendo al pequeño, que recogía la bolsa de
aperitivos demandada. Sobre la máquina, un pequeño pino de Navidad iluminaba su
recluido rincón con luces de colores, reflejadas en adornos plateados.
—Mamá, ¿la tía
Helen estará bien? —pregunté, con voz temblorosa.
—No lo sé,
cariño —me respondió, rodeándome la cabeza contra su pecho en un nervioso
abrazo—. Espero que así sea, pero no lo sé.
—Yo no quiero
que le pase nada —pronuncié entre lágrimas, enterrando mi rostro en su abrigo.
Supe que ella también lloraba por el movimiento que provocaban en su pecho los
sollozos.
Al cabo de
unos minutos, apareció en la sala de espera Olivia, la exmujer del tío Bernard.
El alma se me cayó en ese momento a los pies. Lo que le pasara a la tía Helen
debía de ser muy grave si habían avisado también a la tía Olivia, después de
todo lo ocurrido entre ellos. Ella se dio cuenta de mi reacción y se arrodilló
frente a mí.
—Tranquilo,
Sam —me dijo—. Todo va a salir bien. Ya verás.
Le dedicó una
mirada de apoyo a mi madre, que trataba de mantener la compostura por mí. Se
sentó a nuestro lado, manteniendo una mano apoyada sobre mi rodilla. Comencé a
pensar que no quería estar allí, que había sido una mala idea acompañarlos al
hospital, que debería haberme quedado en casa.
En ese
momento, mi padre apareció desde el pasillo, con una lágrima brillando en el
borde del ojo. Sonreía con nerviosismo. Mi madre se puso en pie de un salto y
acudió a su encuentro. Intercambiaron unas pocas palabras, tras lo cual ella se
secó las lágrimas del rostro y se giró hacia mí, mostrando también una extraña
sonrisa. Me dijo que me acercara a ella y los tres comenzamos a avanzar por el
pasillo.
—¿Está bien la
tía Helen? —pregunté, incapaz de contenerme.
—Sí, Sam. Está
bien —respondió mi padre, sonriendo de nuevo a mi madre.
—Entonces,
¿podré verla?
—Sí, pero
ahora necesita descansar —declaró mi madre, aparentemente recuperada.
—¿A dónde
vamos, entonces?
—Hay algo que
tienes que ver, Samm —Mi padre parecía afectado por una extraña mezcla de
sentimientos. Estaba al mismo tiempo aliviado y emocionado, contento y
agotado—. La razón por la que estamos aquí.
Al girar en
una esquina del pasillo, nos encontramos frente a una pared acristalada de
grandes dimensiones. Al otro lado, se abría una habitación blanca, fuertemente
iluminada. Al acercarme al cristal, descubrí lo que había al otro lado.
—¿Ves ese de
ahí? —me preguntó mi madre, señalando una especie de caja de cristal—. Es tu
prima Lilly.
—¿Mi prima?
—cuestioné, desconcertado. Sabía que la tía Helen estaba embarazada, pero
decían que tendría el bebé en primavera.
—Sí, Sam. Se
ha adelantado. —Mi padre apoyó una mano sobre el cristal, sin dejar de
contemplar con ternura a la hija recién nacida de su hermana pequeña—. Pero los
médicos dicen que está perfecta, que saldrá adelante.
—Sam, ¿te das
cuenta? —Mi madre estaba también emocionada, liberada del temor que la había
embargado hasta hacía solo unos minutos—. ¡Ahora tienes una prima!
En ese
momento, también yo sonreí, observando a través del cristal al nuevo miembro de
la familia. Igual que ahora sonrío cada vez que recuerdo esas Navidades. Fueron
las peores que viví. Por un tiempo, pensamos que la tragedia había hecho acto
de presencia en nuestras vidas, arrebatándonos a una hija, una hermana, una
tía. Me había sentido destrozado, observando la tristeza de las demás personas
en el hospital, pensando que desde entonces recordaría ese día como una fecha
dramática y no como la alegre fiesta que debía ser.
Esa noche no
hubo cena, ni villancicos, ni regalos empaquetados. Sin embargo, sí hubo un
regalo. Lilly entró en nuestras vidas, y eso supuso una auténtica revolución.
El tío Bernard y la tía Olivia decidieron darse una nueva oportunidad y, al
cabo de un par de años, tuvieron ellos también un niño. La abuela Margaret
también recuperó la sonrisa, enterrada tras la pérdida del abuelo bajo una losa
de tristeza, con la llegada del bebé.
Al final,
aquella sufrida Navidad fue la más feliz que recuerdo.
Imagen: https://images.app.goo.gl/kMnorL8tidLwbAEk8
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