lunes, 31 de diciembre de 2018

La máscara




Esa mañana se había despertado hastiado, debía reconocerlo. Se trataba ya de su quinta jornada en la anclada ciudad de Venecia y todavía les quedaban otras dos por delante. Pero él ya estaba harto de tanto museo de obras religiosas, de tanto puente por cruzar, de tanto vaporetto arriba y abajo por el canal, de tanta historia. ¡Suficiente! Esa mañana se había despertado con el firme convencimiento de que debía revelarse, separarse del grupo y dejar que la guía siguiera conduciendo al rebaño de reliquia en reliquia.

Esa mañana se escabulló por la retaguardia del grupo y puso rumbo suroeste, hacia la Isola Sant’Elena. Sus pasos lo condujeron entre callejuelas por la orilla izquierda del Gran Canal, hasta llegar a una reja de hierro oxidado tras la que daba comienzo el Giardini della Biennale, la mayor zona verde de la ciudad. Le pareció el lugar indicado para pasear sin rumbo, arrastrando los pies por senderos de grava bajo la sombra de los árboles. Y eso hizo, hasta que el aburrimiento se abrió paso y lo llevó a sentarse al pie de uno de estos árboles, con la espalda apoyada en la base del tronco.

Desde ahí contempló durante unos minutos a la gente recorriendo el parque, a gran velocidad los que debían cruzarlo para llegar a alguna cita, a paso lento los que como él no tenían nada mejor que hacer y con paso incierto aquellos incapaces de levantar la vista de sus teléfonos, donde comentaban las fotos de las vacaciones que todavía no habían concluido y ya estaban desaprovechando. No encontró nada especial que lo entretuviera, nada que se saliera de lo de siempre, así que desvió la vista hacia un arbusto cercano. Fue entonces cuando lo vio.

Se arrastró a cuatro patas hasta aquel objeto, oculto bajo las finas ramas del seto plagado de hojas. Extendió las manos y lo sujetó, tirando de él hacia fuera. Se trataba de un pequeño cofre, especialmente ligero y de aspecto antiguo. Miró a su alrededor, por comprobar si alguien reclamaba su hallazgo, pero las rutinas a su alrededor continuaban inalteradas. Se pregunto cómo nadie había reparado en él hasta ese momento; y también qué guardaría en su interior.

Intrigado, descorrió el pequeño cerrojo y levantó la tapa, revelando su contenido. Para su sorpresa, se trataba únicamente de una máscara veneciana, como las del famoso carnaval. Estaba hecha de un metal ligero tintado de plata, con un corte internándose por el costado izquierdo de la frente y una filigrana de macramé descolgándose por el lateral derecho. Su decoración combinaba detalles en plata con pequeñas esmeraldas de aspecto auténtico y algunas perlas. Aquello tenía que valer una fortuna.

Pensó que difícilmente volvería a encontrarse con una joya como aquella entre sus manos, y que nadie le diría nada por probársela un instante. Decidido, volvió a mirar a su alrededor para comprobar que nadie hubiese reparado en él y, con manos temblorosas a causa de la emoción, aproximó lentamente el adorno a su rostro hasta que este entró en contacto con su piel, encajando a la perfección con cada una de sus facciones.

Por unos instantes no pudo ver nada, hasta que sus ojos se acostumbraron a la poca luz que les llegaba a través de los orificios de la máscara. Se sorprendió al descubrir que ya no se encontraba en el Giardini, sino en una explanada, con el Gran Canal a su espalda. A su alrededor, cientos de personas transitaban en todas direcciones, ataviadas con las vestimentas tradicionales del carnaval veneciano. No comprendía qué había ocurrido, cómo había llegado hasta aquel lugar. Daba vueltas sobre sí mismo y en lo único que podía reparar era en los rostros cubiertos por las máscaras, que se giraban hacia él, mirándolo fijamente mientras pasaban por su lado, como si les molestara su presencia.

Comenzó a marearse, así que trató de quitarse la máscara, pero descubrió que, por algún motivo, permanecía pegada a su piel. Era incapaz de retirarla y comenzaba a agobiarse. Sin darse cuenta, la marea de gente lo había arrastrado hacia el canal, hasta una zona de tránsito más despejado. Fue ahí donde cogió algo de aire, recuperando la compostura, lo que le permitió comprender dónde se encontraba. La vista del conjunto en perspectiva le reveló que se trataba de la Piazza San Marco. ¿Cómo había recorrido los casi dos kilómetros de distancia entre ambos puntos en tan solo un instante? ¿Por qué no era capaz de retirarse aquella máscara?

Desesperado por encontrar respuestas, se centró en observar a las personas que pasaban por su lado, en busca de alguien que pudiera ayudarlo. Ante él desfilaban infinidad de trabajados diseños, largos vestidos decorados con flecos, bordados y plumas; elegantes trajes de colores resguardados bajo gruesas levitas y capas; máscaras de todos los colores, diseños y materiales, muchas de ellas las propias de la época de la peste; enormes sombreros arquitectónicos que se extendían hacia el cielo. Trató de hacer que alguna de esas personas se detuviera, pero se limitaban a mirarlo con lo que imaginaba era desprecio, pues era difícil asegurarlo tras la máscara, y continuaban su camino.

Rendido, volvió a retirarse hacia el canal. Sentía que le faltaba el aire, que además del agua del canal también el suelo bajo sus pies no dejaba de zarandearse. Se apoyó en uno de los postes de madera, asideros que surgían del agua para que las góndolas pudieran atar a ellos sus cabos. No lograba comprender nada, pero no podía quitarse de la cabeza la idea de que algo estaba mal, de que por algún motivo debía averiguarlo y solucionarlo lo antes posible, de que su existencia consistía en ese momento en una veloz cuenta atrás hacia algo desconocido. Recurriendo al  autoconvencimiento, se giró y enfrentó de nuevo la muchedumbre. No estaba dispuesto a dejarse vencer, iba a averiguar qué ocurría ahí, fuera como fuera. Dio un primer paso al que, con ficticia decisión siguieron otros, de vuelta hacia la plaza, hasta que su avanzar se detuvo súbitamente. El impacto fue terrible, cabeza contra cabeza. El hombre de protocolaria vestimenta y peluca blanca caminaba con la vista fija en el suelo, concentrado en una cuenta regresiva de segundos que le impidió ver venir la colisión. Impactaron de lleno y cayeron de espaldas, cada uno en una dirección distinta.

—Disculpe, caballero —recitó el extraño personaje con nerviosismo—. No le he visto venir.

—No se preocupe, estoy bien —le respondió, haciendo un esfuerzo para ponerse de nuevo en pie—. ¿Y usted? ¿Se encuentra bien?

—Sí, creo que sí —respondió, llevándose una mano a la cabeza—. ¡Los planos!

A través de los orificios de la máscara, comprobó cómo varios rollos de papel se desperdigaban en todas direcciones, rodando por el suelo. Uno de ellos, imparable, se dirigía directamente hacia el canal. Se lanzó a por él y, por fortuna, pudo alcanzarlo centímetros antes de que se precipitara a las aguas, donde se perdería para siempre.

—Muchas gracias, caballero —le agradeció el aturdido personaje al recibir el pliego que le tendía su inesperado salvador—. Estoy en deuda con usted.

—Pues, si me lo permite, hay algo en lo que podría ayudarme. —El hombre de la peluca afirmó con la cabeza y se dispuso a recolectar el resto de papeles enrollados mientras el otro le exponía su cuestión—. Va a pensar que estoy loco pero… ¿podría decirme qué día es hoy?

—Nueve de febrero. ¿Eso es todo?

—En realidad, no. En realidad le estaba preguntando por… ¿febrero de qué año?

El hombre, con el último de los planos en su mano y los demás envueltos por el otro brazo, se levantó poco a poco del suelo, como si tuviera miedo de marearse y tener que volver a comenzar la tarea desde el principio.

—¿Me está preguntando en qué año estamos? —le preguntó, palabra por palabra, como si pretendiera hacerle ver lo irracional de su cuestión.

—Lo sé, sé que parece una locura —se apresuró a explicar—, pero es importante para mí. Es algo difícil de explicar.

—En fin… —El hombre de la peluca, abrazando con fuerza sus planos, comenzó a alejarse de aquel hombre aparentemente carente de cordura que trataba de retenerlo para que le diera una respuesta—. 1630. Estamos en el año 1630 de nuestro señor. Pero ahora debo marcharme, el Dogo me espera.

Incrédulo, vio al hombre de los planos perderse entre la multitud, en dirección al Palacio Ducal. Se dejó caer de rodillas, sin importarle ya toda la gente a su alrededor. ¿Cómo era posible? ¿De veras había viajado cuatro siglos hacia atrás en el tiempo? ¿Qué había sucedido, por qué motivo podría haber ocurrido algo así? Próximo a la histeria se llevó las manos al rostro y lo comprendió. ¡La máscara! Tenía que ser aquella maldita máscara.

Con rabia, sujetó los bordes del adorno y comenzó a tirar, con todas sus fuerzas. Seguía pegada a la piel de su rostro y la arrastraba consigo como si fuera a arrancarla. Le dolía, era un dolor agudo e intenso, pero tenía que arrancarla, despertar de aquella pesadilla: porque no podía ser otra cosa más que eso, una pesadilla. Poco a poco, la máscara fue cediendo hasta que, entre jadeos de esfuerzo, se descubrió con el antifaz entre las manos, de rodillas sobre una superficie de gravilla.

Levantó la cabeza del lugar donde se encontraba el cofre y miró a su alrededor. Estaba de vuelta en el Giardini, con los turistas aferrados al móvil. Sintió alivio al verlos: la pesadilla había terminado. Guardó la máscara en el cofre, lo cerró a conciencia y lo escondió de nuevo en el interior del matorral. Se puso en pie y enfiló el sendero hacia la salida del parque. Por ese día ya había sido suficientemente insurgente, había llegado la hora de volver a unirse al grupo y asumir que su mejor plan para los días restantes era seguir con total precisión las instrucciones de la guía.

Avanzó bordeando el Gran Canal, de vuelta hacia el centro de la ciudad. Tras apenas veinte minutos de apurado caminar, llegó a la Piazza San Marco. Aquel día se suponía que iban a visitar el interior de la Basílica. Probablemente el grupo se encontrara ya en el interior, pero él sentía que debía esperar allí fuera al menos unos minutos. Estar de nuevo en ese punto, tras lo que acababa de experimentar, lo hacía sentir incómodo, como si algo estuviera fuera de lugar. Con el objetivo de cerciorarse de que todo estaba como debía, dio lentamente una vuelta sobre sí mismo.

Desde el pie de la Basílica que daba nombre a la plaza, observó los edificios del Museo Arqueológico Nacional, del Museo Correr y de las Procuradurías Viejas que, junto con los dos anteriores, recorría casi todo el perímetro de la explanada. Siguiendo el recorrido de su vuelta, se encontraba la Torre dell’Orologio, la propia Basílica, el Palacio Ducal, el Campanile y las Columnas de San Marco y San Theodoro. Fue al reparar en algo más allá de estas últimas cuando se sintió de nuevo profundamente desconcertado.

—Disculpe, ¿qué ha ocurrido con la Basílica? —le preguntó a una mujer que pasaba por su lado, con aspecto de oriunda.

—La tiene ahí mismo —le respondió esta, señalando hacia la Basílica de San Marco, sorprendida por el hecho de que aquel turista no hubiera reparado en un edificio como aquel a pesar de encontrarse a su pie.

—No, esta no. —El hombre sujetó a la mujer por el brazo y, a pesar de su resistencia, la arrastró hacia el centro de la plaza, de frente a las dos columnas, desde donde se podía contemplar la orilla opuesta del Gran Canal. Apuntó hacia una ubicación muy precisa, en la Punta della Dogana—. ¡Esa, la Basílica de Santa María della Salute!

—¡Ah, comprendo! —exclamó la mujer, liberando su brazo del agarre del hombre—. Jamás llegó a construirse.

—¿Cómo? ¡Pero si ayer mismo la vi, cuando cruzamos por el Puente de la Academia!

Incrédulo, el hombre contemplaba la desierta superficie al otro lado del canal, donde parecía no haber rastro de la llamativa basílica rematada por una cúpula a sesenta metros de altura que, hacía menos de veinticuatro horas, había visto con sus propios ojos.

—En realidad, existe una leyenda en torno a ella —comenzó a exponer la mujer, dudando cada vez más de la cordura de aquel alterado hombre—. Se dice que a mediados del siglo XVII, cuando la peste arrasó la población de la ciudad, el patriarca Giovanni Tiepolo prometió construir una Basílica dedicada a la Virgen Santísima para, una vez que la peste hubiera sido superada, agradecerle su intervención sanadora. Se encargó el proyecto a un arquitecto, Baldassare Longhena, que según se cuenta confeccionó los planos para construir una maravillosa Basílica. Pero cuando se suponía que debía reunirse con el dogo Nicolás Contarini, para mostrarle su idea y que este la aprobara, no llegó a presentarse en el momento indicado y el dogo, ofendido por tal desplante, jamás le volvió a conceder audiencia. De haberse llegado a construir, se habría llamado así, Basílica della Salute pero, como le digo, todo esto no es más que una leyenda.

—¿Se sabe qué le ocurrió al tal Baldassare? —preguntó el hombre, albergando ya una sospecha que esperaba confirmar.

—Hay muchas versiones de la historia, pero tal vez la más extendida es que en su camino hacia el Palacio Ducal sufrió algún tipo de imprevisto: un atraco, una pérdida de orientación, una caída… ¿Quién sabe? —Sin que la mujer se diera cuenta, el hombre la había dejado con su relato inconcluso y se alejaba ya de la Piazza, presto a lanzarse a la carrera—. Pero, ¿a dónde va ahora?

Probablemente el hombre ni siquiera escuchara sus últimas palabras exclamadas. En ese momento, solo una cosa ocupaba ya su mente: un parque, un sendero de grava, el tronco de un árbol, un arbusto, un viejo cofre, una máscara veneciana… Ahora sí, sabía lo que tenía que hacer.


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Seis balas




Desde que me desperté esa mañana, supe que aquella noche podría morir. No tenía miedo. Me había estado preparando para ello; despedido de mis seres queridos, repartidas mis exiguas posesiones, confesados mis pecados. Me eché el pesado abrigo negro sobre los hombros y me encasqueté el sombrero.

Llovía con fuerza. No, diluviaba, cuando llegué a la iglesia abandonada. Aquellas cuatro inconsistentes paredes de piedra apenas lograban mantenerse en pie, desprovistas de un techo que les diera cohesión. La luz de la Luna, asomando entre las nubes, acariciaba la superficie de tierra, carente de resto alguno de las pétreas baldosas que la habían cubierto. Avancé a lo largo de la nave, directamente hacia el ábside. Cuando llegué al altar mayor lo rodeé y al otro lado hallé lo que esperaba encontrar. El trabajo de los últimos meses me había llevado a pensar que mi presa se refugiaba al otro lado del tenebroso túnel a mis pies, cerrado por una reja de hierro.

Me agaché y, sujetando con ambas manos la pesada pieza, tiré hacia arriba de ella. Logré levantarla lo justo para arrastrarla hacia un lado, dejando descubierta la entrada al pasadizo. Salté hacia el oscuro vacío. Aterricé unos metros más abajo, con las piernas flexionadas para mitigar el impacto, sobre una superficie pringosa. A mi espalda, por encima del grueso abrigo, portaba una estaca de madera con un extremo envuelto en telas e impregnado de brea. La cogí, encendí un fósforo contra la pared y prendí las telas ante mi rostro. La luz me mostró un angosto sendero subterráneo, que discurría cubierto por desmembrados restos humanos, destrozados, harapientos y sanguinolentos. Por doquier me encontraba al caminar cabezas, brazos, piernas y torsos de hombres, mujeres y niños de todas las edades. De muchos de ellos, apenas restaban los huesos.

Continué avanzando hasta que el pasadizo desembocó en una gran caverna, con multitud de túneles adentrándose en sus paredes. En las bocas de estos, ocultos en las sombras, descubrí varios pares de refulgentes ojos amarillos, observándome, a la espera. Contra una de las paredes había una figura humana, semidesnuda y encogida sobre sus piernas. Al acercarme a ella descubrí que temblaba de frío y gimoteaba, apretando los brazos cruzados sobre su pecho.

—¿Te encuentras bien?

Al oír mi voz, el joven muchacho se giró hacia mí, revelando un rostro deformado por la proliferación de una dentadura afilada y de dimensiones anormales para un humano. Sus ojos comenzaban a amarillear y por todo su cuerpo crecía a un ritmo apreciable a simple vista un pelambre oscuro como la noche. Convulsionaba, sacudido por anormales movimientos que eran acompañados por los crujidos de sus articulaciones. Mis sospechas se habían confirmado. Aquella era la criatura a la que había perseguido durante los últimos meses, después de que la práctica totalidad de mi pueblo hubiera sucumbido a su ataque una noche como esa. Sintiendo el ansia de venganza correr por mis venas, comprobé que el cargador del revólver estuviera lleno, accioné el percutor y deslicé el índice por el hueco del gatillo.

Un ensordecedor gruñido me sorprendió por la espalda, precediendo a la sombra que avanzaba a la carrera hacia mí, volando a cuatro patas sobre la superficie rocosa. Unos metros antes de alcanzarme, extendió su cuerpo dos cabezas más grande que el mío por el aire, abalanzándose hacia mí. Me dio el tiempo justo de levantar el brazo, apuntarle con el arma y accionar el gatillo, pero no pude evitar que el peso de su cuerpo muerto cayera sobre mí y me aplastara contra el suelo. Sentí su fétido aliento, que se extinguía a medida que la bala de plata surtía su efecto. Ya no podía hacerme daño, pero tenía que librarme de su prisión lo antes posible.

Cuando me hube zafado de él, descubrí que otros dos licántropos se aproximaban a la carrera. Levanté el revólver apuntando hacia ellos y se detuvieron súbitamente, poniéndose en pie, rodeándome, precavidos. Miraba alternativamente a uno y a otro, vigilando sus movimientos. Sus fauces, chorreantes de espesa saliva blanca, semejaban capaces de engullir mi cabeza entera. Su figura erguida, levemente encogida a la altura de los hombros, era mucho más ancha y robusta que la de cualquier hombre. Sin que me diera cuenta, desde lo alto de un montículo rocoso cercano, un quinto depredador se abalanzó sobre mí, dándome el tiempo justo para dispararle mientras volaba por el aire y esquivarlo. Solo me quedaban cuatro balas. Otro de ellos me atacó por un costado, aprovechando mi desconcierto. Le disparé, pero le alcancé en la pata trasera. Ahora no tenía más que tres balas: una por objetivo.

El otro atacante se lanzó a por mí y pude abatirlo con un certero tiro en la cabeza. Dos balas. Nuevamente, el anterior se lanzó a la carrera hacia mí. Lo despisté agitando la llama de la antorcha entre los dos y le perforé el cráneo con otro proyectil argentado. Con la bala restante lista en la recámara y todos los demás hombres lobo abatidos, me dirigí hacia el muchacho, que permanecía retorciéndose en su proceso de transformación. Sin contemplación, presioné con un grito de rabia el gatillo entre sus ojos. Había acabado al fin con su especie.

Apenas unos minutos más tarde, exhausto por el esfuerzo, emergí de nuevo a la superficie. Me dirigí hacia el centro de la iglesia y, en el momento en que el primer halo de luz de la Luna llena acarició mi piel, me sentí súbitamente reconfortado. Fue entonces cuando la saliva comenzó a escocerme en el profundo mordisco en mi espalda. En el fragor de la lucha, no me había percatado de que uno de aquellos seres me había mordido. Coloqué el cañón de mi pistola sobre mi sien y apreté el gatillo, una, dos y hasta seis veces, inútilmente. Maldije entonces mi destino con un grito desesperado, que no tardó en convertirse en algo similar a un aullido.

El manuscrito




—Le felicito —dijo el editor, dejando caer el manuscrito sobre el escritorio—. Me ha parecido magistral. Los personajes están perfectamente definidos y el romance entre los dos protagonistas resulta tan real que parece… —Colocó una mano de perfil sobre su mejilla, como queriendo ocultar el secreto que pronunciaban sus labios—. Parece que lo haya escrito una mujer. ¿Se lo imagina? ¡Una mujer!

El editor sacudió la cabeza, desconcertado por el hecho de haber pensado siquiera en tan ridícula posibilidad. El escritor frente a él respaldó su postura, afirmando con una sonrisa de complicidad.

—Estoy de acuerdo —confirmó con voz seria—. La simple idea resulta de todo punto absurda.

El veterano editor se recostó sobre el respaldo de su asiento, haciendo crujir la superficie de cuero mientras se atusaba el bigote curvado en los extremos. Sonriendo, se despidió de su nuevo diamante editorial.

—El lunes mismo lo llevaré a la imprenta, y lo antes posible lo pondremos en las librerías. —El editor rodeó el escritorio para darle la mano al joven autor—. Señor Bates, ¡voy a hacerle inmensamente rico!

Al cruzar la puerta de la editorial, William Bates salió a la acera de una de las céntricas avenidas. El bullicio a su alrededor le impedía centrarse en sus propios pensamientos, por lo que decidió volver a casa lo antes posible. Haciendo un gesto con el brazo por encima de su cabeza, solicitó que un coche se detuviera.

—¿Un buen día, caballero? —le preguntó el cochero, percibiendo la expresión de profunda satisfacción del joven.

—Eso parece, sí —le respondió este, abriendo ya la puerta del habitáculo trasero.

—¿A dónde le llevo?

William permaneció un instante en silencio, como si por el embargo de la emoción no pudiera recordar la dirección de su vivienda.

—Al norte de la ciudad. A la mansión Steel, por favor.

Cerró la puerta y se acomodó sobre el mullido asiento de cuero. Sintió cómo el carruaje se ponía en marcha después de que el cochero sacudiera las riendas, en cuyo extremo tiraban un par de fuertes caballos negros. En los minutos de trayecto que lo separaban de su casa pudo por fin hacerse a la idea de lo que acababa de ocurrir. Lo que le importaba no era que el editor pudiera hacerlo rico, como le había asegurado, sino que, después de todos esos meses, por fin podrían recobrar la normalidad. Estaba deseando llegar a casa para comunicarle la buena nueva a Anne, sin la cual estaba seguro habría resultado imposible.

Antes de que pudiera darse cuenta, había llegado a su destino. Se apeó y le ofreció tres chelines al cochero, que le agradeció exageradamente la generosa propina. Cruzó la calzada despejada y atravesó el portal dorado que se abría en el extenso muro de piedra que recorría el perímetro de la propiedad. Ante él se alzaba la mansión victoriana, herencia de su padre. Al llegar a la entrada no le hizo falta abrir la puerta, pues de ello ya se había encargado el ama de llaves, que lo esperaba con expresión impaciente.

—¿Y bien? —le preguntó esta a William, próxima a la histeria.

El joven se limitó a sonreír, deshaciéndose de su sombrero de copa y la impoluta levita. Al descubrir una victoriosa sonrisa en el rostro de William, Anne se olvidó por un instante del protocolo y se lanzó a abrazarlo. Se separó al cabo de unos segundos y trató de obtener algo más de información.

—¿Y qué le ha dicho el editor? ¿Lo van a publicar ya?

—Luego te daré todos los detalles, Anne, pero… —William suspiró, extenuado por el cúmulo de emociones, pero pronto se recompuso. Sabía que estaría siempre en deuda con aquella mujer que desde el primer momento lo había apoyado y ayudado a que todo permaneciera en secreto, a salvo de los impedimentos de los demás, por lo que no podía más que compartir con ella la satisfactoria noticia. Con decisión, se desprendió de la peluca, dejando que la larga melena cayera sobre sus hombros, y se deshizo de la venda que ceñía su pecho, dejando que su figura femenina se revelara, sin miedo a ser descubierta, sintiéndose de nuevo a salvo—. Creo que esta mañana hemos hecho historia.

Balón de trapo




En este instante, mi mente no está aquí, en este lugar, en este tiempo. Está a miles de kilómetros de distancia, varios años atrás. Río crecía sin control aunque yo, a mis dos años de edad, no lo apreciara. Tampoco apreciaba las dificultades que tenían mis padres para sacar a mis hermanos y a mí adelante. Y, lo que es peor, no valoré lo suficiente el regalo que mi padre me hizo por mi tercer cumpleaños, algo de lo que me arrepentiré siempre.

—Feliz cumpleaños, hijo mío.

Contemplé con sorpresa el balón de trapo que mi padre sostenía entre sus manos. No sabía para qué servía. Tuvo que llevarme a una pequeña explanada, un terreno más o menos llano entre casetas de uralita y mugriento ladrillo rojo donde, tomando como referencia dos cubos de metal en el suelo, me hizo marcar mi primer gol. A partir de entonces, acudí a diario a esa explanada. Allí descubrí la pasión que todos los niños del barrio sentían por aquel nuevo juego, y estos me acogieron en el grupo entre comentarios.

“¿Has visto cómo se ha ido?” “Parece que se haya pegado el balón al pie.” Comenzaron a escogerme pronto al formar equipos, incluso para ser capitán de alguno, a pesar de mi corta edad. Un día, un hombre trajeado de aspecto misterioso se acercó a mí para hablarme.

—¿Podrías llevarme a junto tus padres, pequeño?

Hice caso sin protestar, como me habían enseñado, pero cuando lo vi entrar a nuestra casa, en la inclinada ladera de la montaña, comencé a preguntarme por qué querría hablar con mis padres. ¿Habría hecho algo malo? ¿O sería a ellos a quienes afectaba el problema? Aquel día, el hombre trajeado se marchó, revolviéndome el pelo al despedirse. Mis padres no hablaron del asunto, se limitaron a seguir con nuestra vida, como si nada hubiera ocurrido. Un día, cuando contaba ya seis años, mi padre me despertó temprano.

—Vamos, hijo. Quiero que me acompañes a un sitio.

Esa fue la primera vez que vi un campo de fútbol de verdad. Me pareció inmenso, con un césped repleto de calvas pero mucho más agradable que la tierra a la que estaba acostumbrado. Me ofrecieron un balón de cuero auténtico, para que jugara un rato yo solo. El hombre misterioso del maletín estaba ahí. Al terminar, estrechó la mano de mi padre y los dos volvimos a casa.

Una semana más tarde, mis padres y mis hermanos me acompañaron, atravesando la ciudad, hasta llegar a la Ilha do Governador. Allí, en el aeropuerto, fue la primera vez que vi de cerca un avión. Aunque me habían dicho que me iba a un lugar mejor, donde podría jugar al fútbol cuanto quisiera y conocer a muchos niños de mi edad, no pude evitar llorar al separarme de ellos. El hombre del maletín, que cada vez me parecía menos misterioso, me acompañó en el vuelo, hacia un nuevo destino, un nuevo mundo por descubrir.

A esto siguieron los años de formación en la escuela de fútbol, los partidos en las categorías infantiles. Comencé a acumular títulos, de equipo y personales, y a los dieciséis años llegaron, el mismo día, mi primer contrato como profesional y la noticia de la muerte de mi padre. Fuego cruzado en un ajuste de cuentas, habían dicho. Cuatro temporadas a tres millones por año más variables, habían dicho. El hombre del maletín, y no mis padres, me acompañó cuando firmé los papeles.

Pensé, no obstante, que aquello no solo sería bueno para mí, sino que permitiría que mi madre y mis hermanos vinieran a Europa, que vivieran conmigo esta nueva vida. Desde ese momento, asumí en cierto modo el papel de mi padre: me hice cargo de la familia. Mis hermanos pudieron estudiar y encontrar trabajo, y mi madre no tuvo que preocuparse de nada. Hasta el día en que todo se rompió.

—La fractura ha sido casi total —recuerdo que musitó el médico, sosteniendo frente a él la oscura radiografía—. Nuestra recomendación son seis meses de reposo absoluto, pero no podemos asegurar la total recuperación.

La comparecencia ante los medios fue muy dura. Apretaba los puños bajo la mesa mientras el hombre del maletín se dirigía a los periodistas. No quise leer los titulares del día siguiente. ¿Qué me iban a contar que no supiera ya? Ese mismo día volví a trabajar. Durante meses mi vida se desarrolló entre el gimnasio y el campo de fútbol. Al terminar de ejercitarme, acudía a las gradas para ver entrenar a mis compañeros de equipo. Tenía que volver, costara lo que costase. Y al final lo logré. Los médicos no se lo creían, pero yo tenía demasiadas razones para seguir luchando.

Ahora, a mis veintiséis años, las gradas de Wembley se alzan a mi alrededor. Hace apenas dos semanas que he vuelto a jugar partidos, y ahora mis manos acarician el metal. La orejona, la llaman. Sí que parecen orejas. Tras tomar aire, sigo avanzando por el escenario. Saludo al Presidente de la Federación, al Primer Ministro, a otras autoridades que no conozco, e inclino la cabeza para que me cuelguen una medalla. Con una sonrisa de emoción, me uno a mis compañeros. Algunos de ellos lloran, otros permanecen en silencio, incrédulos.

Me giro y contemplo de nuevo el escenario. Ahí esta el equipo rival, eufórico, alzando la copa entre una lluvia de confetis y flashes. Me doy la vuelta hacia las gradas y allí descubro a mi madre, a mis hermanos, al hombre del maletín. Sí, acabamos de perder la final de la Champions League por goleada, pero no podría importarme menos. Lo único que existe para mí ahora mismo es esa sonrisa de mis seres queridos, la ilusión por el futuro que nos espera, y la satisfacción de saber que, allí donde se encuentre, el hombre que me regaló mi primer balón de trapo entre favelas, que me descubrió el fútbol, estará orgulloso de mí.




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Atlántida




—¡Rápido, cubrid ese flanco! ¡Que no lleguen a la ciudad!

Un destacamento de tritones se dirigió hacia el lugar indicado, armados con espadas curvas de afilado coral. Sus cuerpos se agitaban bajo el agua, permitiéndoles alcanzar velocidades impensables para su oponente.

—¡Es increíble! —exclamó uno de los tritones, integrante del ejército de la Atlántida y encargado de evitar que aquel grupo de extraños seres accediera a la ciudad—. Son mucho más lentos que nosotros, pero sus armas…

No pudo concluir la frase. Una de esas armas le atravesó el pecho, dejando una estela de espuma blanca a su paso por el agua marina. Uno de sus compañeros lo tomó por el brazo y lo llevó hacia la retaguardia, aunque ya no hubiera esperanza de que los médicos pudieran salvarlo.

—¡Resistid! —exclamó el Comandante tritón, dirigiéndose a sus tropas, que se lanzaron al ataque aun sabiendo que les costaría la vida.

Ante ellos se extendía una superficie de arena despejada, salvo por varios obstáculos rocosos, tras los que los invasores se hallaban parapetados. Aquella era una nueva amenaza a la que nunca se habían enfrentado antes. Sabían cómo defenderse de tiburones, orcas y demás depredadores marinos, pero aquellos seres conseguían desconcertarlos.

—No lo lograremos, Comandante —exclamó uno de los soldados, sujetándose el brazo a la altura de una sangrante herida—. Debe avisar a los demás.

El Comandante asintió contrariado y sujetó del brazo a uno de los soldados más jóvenes, encargado de administrar las armas de reserva.

—Chico, nada veloz hasta la ciudad y avisa a todo el que veas —le ordenó, impregnando de urgencia cada una de sus palabras—. Que todos entren en el palacio y se dirijan a las bodegas. Asegúrate de que Virsen vaya contigo, él sabe por dónde se entra a los túneles.

—¿Los túneles? —preguntó sorprendido el joven miliciano.

—Sí, unos túneles secretos que conectan el palacio con el Desfiladero del Delfín. Ahora mismo es su única vía de escape, pero no hay tiempo para más explicaciones. Haz lo que te he dicho; nosotros intentaremos contenerlos todo el tiempo que podamos. —En ese momento, una de las fulminantes armas de sus enemigos pasó volando entre las cabezas de ambos, estrellándose contra una pared de piedra más allá de su posición—. ¡Vamos, deprisa!

El muchacho, con claras dudas reflejadas en su rostro, salió nadando en dirección a la ciudad, de edificaciones de aspecto elitista, decoradas con el oro que habían ido recuperando de los barcos y galeones descendidos años atrás desde la superficie. Estaban dispuestas alrededor de un palacio de blancas paredes de arena solidificada y tejados de colorido coral. En la zona trasera, unos llamativos jardines de algas le daban un toque más de color.

El comandante lamentó que estuvieran a punto de perder aquel lugar que, durante tanto tiempo, habían conseguido mantener a salvo. Cuando ya no confiaba en encontrar una solución a aquel conflicto, reparó en un detalle que le había pasado desapercibido hasta ese momento. Indicó a tres soldados que lo acompañaran hasta una roca cercana, tras la que se ocultaron. Adherido a la piedra, un puñado de negros mejillones permanecían con sus conchas cerradas, para protegerse de la batalla del exterior. El comandante asió uno de ellos y tiró con fuerza, desprendiéndolo de la roca. Clavó la punta de su espada entre ambas protecciones y las separó, dejando a la vista el cuerpo amarillento del molusco. Sabía que así condenaba a aquellos indefensos bivalvos, pero le parecía el único modo posible de defender la ciudad y, por tanto, la paz en toda esa región del mar. Serían bajas necesarias para la victoria final.

—Que cada uno coja una concha —ordenó a los soldados que lo acompañaban—. Haced lo mismo con los demás mejillones y repartid sus conchas entre los restantes soldados. Las usaremos a modo de escudo para avanzar hasta la posición del enemigo y así poder entablar combate cuerpo a cuerpo. Esa será la única manera de que podamos salir vencedores de esta batalla.

Los soldados obedecieron las órdenes de su superior y repartieron los improvisados escudos entre sus compañeros. Al cabo de unos instantes, el batallón de tritones al completo se encontraba de nuevo resguardado tras una alargada roca en el suelo. A una señal de su comandante, todos ellos saltaron por encima de su trinchera y comenzaron a nadar lo más rápido que podían, ocultándose tras las alargadas conchas. Los ataques de su enemigo surcaban el agua a su alrededor, perdiéndose a su espalda, cuando no impactaban en los escudos y los atravesaban sin remedio, provocando una nueva baja en sus tropas.

Cuando los primeros efectivos, entre los que se encontraba el Comandante, alcanzaron la línea enemiga, se detuvieron, desconcertados. Tras las rocas descubrieron a un grupo de seres gigantescos, varias veces más grandes que ellos. Sus cuerpos eran negros y de aspecto suave. En lugar de cabeza, sobre los hombros tenían una gran esfera metálica de aspecto cobrizo, y entre sus manos sostenían alargadas piezas metálicas, con las que apuntaban hacia ellos. En ese momento, el Comandante tritón supo que estaban definitivamente perdidos.

***

—Vamos, Hugo, ven a echarte crema otra vez.

Obedeciendo a su madre, Hugo se puso en pie y se dirigió hacia el lugar donde sus padres habían ubicado su sombrilla, centro de operaciones de aquella mañana en la playa. Dejó así atrás, con intención de volver a ella lo antes posible, la detallista ciudad de la Atlántida de arena, defendida por los tritones de juguete con escudos de concha de mejillón de los soldados humanos con trajes de neopreno, pesadas escafandras y fusiles de asalto que, por fin, después de tantos años en su busca, estaban a punto de conquistar la Atlántida.



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Un nombre más



Miguel de Arjona vadeaba el pantano, las turbias aguas a la altura de su pecho, portando sobre su cabeza la bolsa de cuero con la correspondencia. Hacía una jornada completa que había partido de Baton Rouge, y solo unas horas de camino lo separaban ya de su destino. Al arribar a la orilla opuesta, le sorprendió descubrir la figura de una niña, sola, de no más de seis años, recogiendo raíces del suelo enlodado. Procurando no espantarla, se aproximó a ella y le habló, esforzándose por que su inglés fuera lo más comprensible posible.

—¿Podrías indicarle a un humilde cartero español donde podría hacerse con algo de agua antes de retomar su ruta, pequeña?

Los enormes ojos negros de la criatura lo escrutaron con detenimiento. Asintió levemente y ambos se pusieron en marcha. No tardaron en divisar la cabaña de madera, más allá de la linde de la floresta cenagal. Al llegar a esta, Miguel captó un sonido sospechoso y, haciendo un gesto a la pequeña para que se mantuviera en silencio, se aproximó a una de las paredes de la vivienda. Espió el interior entre los tablones carcomidos. Descubrió una única estancia, en la que un humilde matrimonio permanecía estoico ante la amenazante presencia vestida con roja casaca. ¿Qué hacía ahí un soldado británico, casi cinco años después de haberse firmado la Paz de París poniendo fin a la guerra?

—¿Dónde está el cartero español, furcia asquerosa? —le escupió el inglés a la mujer, arrodillada frente a él—. Sé que lo tenéis escondido.

Aquel hombre lo estaba buscando a él, pensó Miguel. ¿Cómo era posible? ¿Lo habría seguido desde Baton Rouge?

—No sé de qué me habla, señor —respondió la que, suponía, era la madre de la pequeña, mientras el soldado le apuntaba con una pistola entre ambas cejas.

Miguel decidió intervenir y se dirigió a la puerta principal. Justo en el instante en que la sujetaba con la mano, el estallido hizo que le pitaran los oídos. Desde el umbral, contempló el cuerpo inerte de la mujer, su cabeza convertida en un repugnante revuelto de sangre, hueso y sesos. Guiado por la furia, el marido aprovechó que el inglés se había vuelto para contemplar con estupor a su cartero de pie en la puerta, y se abalanzó sobre su espalda, asestándole un contundente rodillazo en la muñeca para arrebatarle el arma de fuego y envolviéndolo con su robusto abrazo. El inglés se revolvió, tratando de sacárselo de encima.

—¡Malnacido! ¡Te mataré! —le gritaba el padre, su voz diluida en amargas lágrimas, mientras el cartero permanecía congelado a la entrada de su casa.

En un alarde de combativa experiencia, el inglés se sacudió y asestó al hombre un pisotón, obligándolo a aflojar la presión. Sin darle tiempo a reaccionar, desprendió de su cinturón un puñal de hoja corta y giró sobre sí mismo, encarando a su oponente. Necesitó una única puñalada. El estómago del viudo estalló en una erupción de sangre cuando la punta del metal atravesó sus paredes.

—¡Muere, asqueroso traidor! —le susurró al oído, justo antes de girarse hacia Miguel, con el rostro contraído en una expresión de desquiciada euforia—. Ahora te toca a ti.

La vista de ambos se desvió hacia la pistola, abandonada en el suelo contra la pared, bajo la ventana. Quién la alcanzaría primero era una simple cuestión de tiempo. Apenas un segundo se sostuvieron la mirada antes de lanzarse a atraparla. Sus cuerpos chocaron aparatosamente, se precipitaron al suelo y el puñal salió despedido, fuera de alcance.

Los instantes siguientes se resolvieron en una sucesión de puñetazos, patadas y cabezazos, un rudo enfrentamiento entre dos hombres que no estaban dispuestos a morir sin asegurarse de que su oponente corría la misma suerte. Entre giros e improvisadas llaves, el español logró tumbar al inglés, colocándose a horcajadas sobre su espalda. Contempló a su alrededor y encontró un paño de gastado algodón colgado del borde de la encimera. Se estiró para alcanzarlo sin dejar de aprisionar al soldado bajo su peso y lo deslizó por debajo de su garganta. Sujetó ambos extremos con las manos y tiró, tiró con todas sus fuerzas, hasta el punto de temer que la tela cediera y se rompiera.

Pero no lo hizo. Un estertor bajo sus piernas le confirmó que el britano había exhalado por última vez. Lo abandonó y se aproximó al moribundo viudo, que presionaba con ambas manos sobre lo que restaba de su vientre descompuesto.

—Mi hija… —logró burbujear, más que articular.

—Está fuera de la cabaña —le informó Miguel, mostrando conmiseración.

—Llévela con usted y manténgala a salvo. —El hombre se encogió en una mueca de dolor—. Pero permítame terminar cuando se hayan ido.

El español comprendió lo que le pedía y se aproximó a la pared. Recogió la pistola, que el viudo recibió con una agradecida sonrisa.

—Que Dios le pague lo que ha hecho por mi familia, joven.

Miguel salió de la cabaña y cerró la puerta tras él. Fue recibido por la pequeña, que más tarde descubriría que se llamaba Emily, y que en ese momento le rodeó la cintura en un compungido abrazo. No tendría que explicarle lo ocurrido, ella también había espiado a través de las tablas. Se limitó a cogerla de la diminuta mano y a retomar el camino.

Durante las horas siguientes avanzaron en silencio, hasta que las primeras edificaciones de madera aparecieron ante ellos. Miguel hizo entrega de la carta que portaba y condujo a María a una posada, cerca de la Plaza de Armas. Aunque hacía poco que había amanecido, cayeron rendidos sobre el catre, agotados por el cúmulo de emociones. Y aquella fue la última vez que lo harían.

Cuando aquel día fuera recordado, nadie sabría de la historia de Miguel de Arjona y Emily. Cuando se hablara de aquel día, ambos no serían sino un nombre más en la extensa lista de la flamígera tragedia que sacudiría Nueva Orleans aquel 21 de marzo de 1788.


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Realidad danzante





Sentada en un banco de madera, esperaba a que las manecillas del reloj, finas agujas de sutura, marcaran el instante preciso. No se percató de la presencia del joven, enfrascada como estaba en la doma de los rebeldes pliegues de su falda. Pasó caminando por delante de ella, arrastrando su soledad cual peso muerto, añorando un alma ilusionada con quien pudiera compartir su realidad.

Haciendo modelar sus ojos por la pasarela entre sus párpados, la joven observó al muchacho, pincel andante de fino talante y gruesa verdad. Lo vio detenerse sobre el pedestal de piedra, extendiendo una mano hacia el cielo y, con una floritura, bajarla hasta apuntar directamente hacia ella. No pudo sino responder a tan cautivador llamado, resbalando por el borde del asiento sobre sus zapatos de charol. Con largos pasos cadenciosos, se plantó a solo unos centímetros de su rostro, acompasando su respiración al nítido latir del joven. Sus manos se entrelazaron y dio comienzo su viaje.

La arrastró colina arriba, hasta detenerse en la zona más alta, donde con sus manos enlazadas siguieron el trazado de un pájaro en el cielo. El joven extendió su cuerpo hacia un lado, sin llegar a soltar la mano de la muchacha, y se deslizó de vuelta hacia ella. Le tendió con calculada solemnidad el fruto servido por el árbol bajo cuya sombra se cobijaban. Ella simuló desmayarse, su cuello inclinándose hacia atrás. Él la sostuvo con la mano libre, deslizándola por su espalda, sobre el fino vestido de seda, hasta alcanzar la altura de sus omóplatos. Sus cuerpos se aproximaron, tomándose medidas, calculando distancias. Ella cerró los ojos y rodeó su cuello.

Un nuevo giro los hizo tropezar con una piedra olvidada a propósito entre las briznas de hierba. Cayeron ambos a plomo, con la liviandad de una pluma, siendo acogidos en el seno del manto verde cubierto de rocío. Atravesaron capas y capas de tierra, hasta precipitarse en un vacío oscuro y frío. El joven aterrizó con una rodilla hincada en el suelo etéreo. Extendió los brazos y detuvo la caída de ella, apoyada de espaldas sobre su fuerte hombro, alargando sus brazos para mantener el equilibrio próximo a desaparecer.

Se alzaron de nuevo, rodeando él su cintura con una sola mano. Ella extendió un brazo por encima de sus hombros, situándose a escasos centímetros de su cuerpo. Sus aromas se mezclaban y confundían, sus presencias se convertían en una sola que llenaba la nada a su alrededor. Volvieron a girar y sus cuerpos se inclinaron simultáneamente hacia un lado, esquivando un destello, una estrella fugaz que cruzaba aquel firmamento terrenal. Otras la imitaron y la pareja se afanó en sortearlas trazando improvisados vaivenes, sin llegar a separarse el uno del otro, por miedo a perderse en aquel esotérico emplazamiento.

Sin darse cuenta, el trazo de sus pasos los guio hasta el borde de un precipicio. Sus pies lo bordearon, rozaron el abismo igualmente oscuro que se abría más allá. Pero, en  ese momento, una luz se materializó a un lado. Se hizo cada vez más grande e intensa, acompañada por un ruido atronador. La locomotora no tardó en pasar fugaz a su lado, barriendo el precipicio y dejando tras ella una estela de aire que los alejó del peligro y mutó el escenario.

Cuando sus ojos se adaptaron a la luz, se descubrieron en el centro de una concurrida estación de tren. A su alrededor, una multitud de viajeros se afanaba en recorrer el andén, acompasando sus zancadas al tictac del gran reloj en la pared, consumiendo sus rutinas. Sus murmullos y conversaciones se mezclaban con el ruido de las bocinas y los mecanismos, componiendo una partitura digna de los más laureados autores. Pronto los dos jóvenes se vieron arrastrados por la masa. Los pasajeros parecían transitar a su lado, sin reparar en su presencia, con la mirada perdida al frente, mientras los hacían deslizarse adelante y atrás, a izquierda y derecha, siempre juntos e inseparables, evitando ser arroyados.

Entre indómitos vaivenes guiados por la aleatoria concurrencia, una farola de pie se interpuso entre los dos. El puzle completo que sus figuras habían formado se vio súbitamente fracturado. Ella resultó arrastrada por la marea, alejada de su joven caballero que, armado con nada más que su afán por reencontrarla, se dejó arrastrar también, siguiendo su estela. La encontró subida al escalón de entrada a uno de los vagones. Se detuvo frente a ella, sus rostros a la misma altura, sus labios separados por la peligrosa distancia de un suspiro. Les costaba reprimir aquello que sabían ambos sentían desde el primer instante, desde el inicial cruce de miradas. Resolvieron tácitamente dejarse llevar, consumar aquello que llevaba fraguándose entre ellos desde que el tiempo es tiempo.

La sacudida del tren, repentinamente puesto en marcha, aproximó todavía más sus cuerpos, aproximándolos a un punto de no retorno que ambos ansiaban alcanzar. Cerraron los ojos y aguzaron sus sentidos, dispuestos a atesorar cada matiz de la experiencia. La nube de vapor exhalada por la chimenea de la locomotora los rodeó, invadiendo sus pulmones, forzándolos a abrir los ojos.

Ya no estaban en la estación; tampoco en la colina o en la nada. Se encontraban en una cuerda floja, extendida sobre el infinito mar. Las olas danzaban un metro más abajo, haciéndoles llegar su salado aroma y una fresca brisa azulada. Se mantenían en perfecto equilibrio, sujetándose el uno al otro para evitar caerse, buceando en sus miradas, aprovechando aquel instante de forzada calma. La brisa fue más tenaz que ellos y logró hacerlos caer hacia un lado.


Pero sus pies permanecieron unidos a la cuerda y, en lugar de sumergirse en las frías aguas del océano, quedaron colgando de la cuerda, que se convirtió en el suelo azulejado de una piscina. Sobre sus cabezas, la superficie del agua desdibujaba un techo adornado por dorados frescos más allá de esta. En el extremo opuesto del ilógico emplazamiento, una puerta se abría, ocultando tras una luz resplandeciente aquello que se hallara al otro lado. La sensación de que aquel era el lugar al que debían ir, de que allí encontrarían aquello que habían anhelado desde el primer instante, invadió sus corazones. Inspiraron, llenando sus pulmones misteriosamente no del agua que los rodeaba, sino de aire, al tiempo que unas diminutas burbujas gaseosas se elevaban hacia la superficie en lo alto. Dieron un primer paso y sintieron cómo sus pies se veían atraídos hacia el suelo, en lugar de alejarse flotando de la base, como hubiera sido de esperar. Con la primera zancada, avanzaron a través de la masa líquida, aterrizando algo más adelante con extrema ligereza, como si lo que dieran fuera un paseo por la superficie de la Luna.

Continuaron avanzando, él siguiéndola a solo un paso de distancia, aproximándose cada vez más hacia esa puerta, hacia esa luz cegadora, hacia ese desconocido y ansiado destino que los esperaba más allá. Con el último salto, atravesaron el portal y sintieron sus cuerpos caer, hasta aterrizar ambos en idéntica posición, sobre un suelo de madera, con las piernas cruzadas, la de atrás flexionada y la delantera estirada hasta la punta del pie, con los brazos extendidos cual alas desplegadas a su espalda y con el torso y la cabeza inclinados hacia delante.

Un atronador sonido los hizo reaccionar. Tras dedicarse entre ellos una cómplice sonrisa, levantaron la mirada hacia el frente y descubrieron el patio de butacas abarrotado de engalanadas damas y caballeros, de pie delante de sus asientos, deshaciéndose las manos en una emocionada ovación, agradeciendo a la pareja de bailarines el haberlos transportado en un viaje a través de mundos imposibles sobre aquel escenario.

Estimado lector



Estimado lector:

Te doy la bienvenida a este pequeño rincón, a este Baúl de historias escondido en las profundidades de la red. Desde aquí, donde mis letras encuentran refugio, espero hacerte viajar a mundos inexplorados, correr inolvidables aventuras, enamorarte, temblar de terror, llorar y, si la fortuna acompaña, disfrutar.

En este Baúl, cuyo fondo ni siquiera los más avezados exploradores han logrado alcanzar, podrás encontrar multitud de historias, conocidas algunas e inéditas las demás, de diversas temáticas y extensiones, cuyo objetivo no es otro que hacerte disfrutar con su lectura al menos tanto como yo lo hago con su escritura.

Y como ellas, las historias, son las auténticas protagonistas, no me queda más que reiterarte el deseo de que disfrutes de los relatos a continuación y de todos los que en el futuro llegarán.

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