martes, 14 de julio de 2020

Un último recuerdo







La misiva firmada por mi abuela me citaba allí, en ese preciso lugar. Lo extraño era que había sido en su testamento donde había ordenado que se me hiciera llegar. ¿Para qué querría que acudiera a la casa de su infancia, perdida en las profundidades de un remoto bosque de Europa del Este, después de haber muerto?

Querido Martín:

Sé que  nuestra relación no es tan fuerte como cuando eras un niño, que se ha enfriado y nos hemos distanciado, pero ahora que se aproxima el último obstáculo en mi horizonte, aquel que quedó fijado en el mismo momento en que respiré por primera vez, temo no poder arreglarla a tiempo. Te pido disculpas por ello y que, en cuanto yo haya desaparecido, vuelvas a la casa del bosque sin demora. Allí encontrarás todas las respuestas.

Las apenas seis líneas no explicaban detalladamente el motivo, pero dejaban patente la necesidad de que acudiera allí. Tras casi diez horas de avión y otras tres a bordo de un coche de alquiler, por fin estaba ante la desvencijada vivienda, localización de la mayoría de las historias de infancia de mi abuela, esas que solía relatarnos a mis hermanos y a mí sentados alrededor de la chimenea.

Todavía no me hacía a la idea de su ausencia. Esperanza, mujer fuerte y emprendedora donde las hubiera, propietaria de la cadena de hoteles más importante del país, había querido a todos sus nietos por igual. Casi por igual. A nosotros dos nos unía una relación especial. La diferencia solo podía apreciarse si uno se fijaba en pequeños detalles, como esas discretas miradas más allá de la conversación en curso, esa galleta con extra de chocolate en la masa reservada para el final, ese beso de buenas noches en la frente acompañado de un puñado de palabras susurradas. Y, por último, esa carta.

Con cuidado, volví a doblar el pliego de papel y lo introduje en el bolsillo interior de mi cazadora. Contemplé la edificación, más mansión que casa, y reparé en que era todavía más grande de lo que recordaba, lo que resultaba extraño, dado que no había vuelto allí desde los cinco años. La madera de las paredes estaba agrietada y enmohecida, y un par de ventanas de la fachada tenían los cristales rotos. En el techo, algunas tejas reposaban volteadas sobre las demás, seguramente a causa del inclemente clima de la montañosa región.

Presentaba un aspecto descuidado y de abandono, lo cual no era de extrañar si, tal como me habían dicho, mi abuela había dedicado sus últimos años a viajar por el mundo, anclando en la casa de su familia únicamente de vez en cuando, para dormir un par de noches antes de partir de nuevo. Desde su muerte hacía unos días, solo sus abogados habían osado aproximarse a la aislada propiedad, movidos por su obligación profesional.

Dejando a un lado los sentimientos y divagaciones, ascendí con moderada decisión los escalones del porche. Atravesé este con cuidado de no hacer crujir las tablas de madera del suelo, como si pudiera hacer despertar a alguien, y rodeé con la mano el pomo de la puerta. Lo noté frío al tacto, demasiado incluso para el frío otoño de la región. Giré la muñeca y, como había previsto, el mecanismo cedió. No se habían molestado siquiera en cerrarla con llave.

Mascando mi indignación, comencé a avanzar por el pasillo principal, al fondo del cual se alzaban las escaleras hacia el piso superior. Pasé por al lado del salón, de tostados sofás adornados por mugrientas telarañas. Llamó mi atención un objeto sobre la mesa de centro, cuya superficie de cristal permanecía oculta bajo una gruesa capa de polvo. Se trataba de un álbum de viejas fotografías, con tapas duras de ajado cuero marrón.

Me sorprendió descubrir que lo recordaba. En algún momento de los dos o tres veranos en que, con mi familia, había acudido a visitar a la abuela, esta me lo había enseñado. En su interior conservaba las fotos de su boda, a mediados de siglo en la catedral de la capital. Una colección de retratos en sepia que mostraban a los novios con distintos grupos de invitados, todos ellos mostrando sus mejores sonrisas a la cámara.

Movido por la nostalgia, deslicé un dedo sobre su superficie y lo abrí por una página al azar. Di un paso atrás al contemplar aquella primera fotografía. Desconcertado, pasé las páginas hacia delante y atrás, recorriendo varias veces todo el volumen, sin comprender lo que mis ojos veían. No había más que fotos de familias enteras, que me eran por completo desconocidas, y que miraban fijamente a cámara, ataviadas con vestimentas propias de otra época. Cerré el libro y comprobé de nuevo la portada. No, no me había equivocado; ahí estaba la mancha de café. No había duda de que ese era el álbum que recordaba. Pero no las fotografías que albergaba en su interior.

En ese momento, el eco de una risa me hizo dar un respingo. Giré sobre mí mismo y contemplé el desierto pasillo, apenas iluminado por la luz crepuscular que se filtraba entre las contraventanas de madera. Me acerqué a la pared y sujeté entre dos dedos el interruptor de la luz. Traté de accionarlo, sin resultado. Seguramente hacía tiempo que la compañía eléctrica había cortado el suministro de toda la casa. Introduje una mano en otro bolsillo de mi cazadora y saqué el móvil. Encendí la linterna y apunté con el haz de luz hacia el fondo del pasillo, llegando a intuir los primeros pasos de la escalera.

De nuevo, pude oír la voz, que parecía provenir claramente del piso superior. Ignorando la alerta de mi sentido común, que me indicaba que lo más sensato sería subirme al coche y alejarme lo más rápido posible, llegué a la conclusión de que mi abuela quería, por alguna razón, que yo fuera a esa casa: y no estaba dispuesto a ignorar su última voluntad.

Avancé hacia las escaleras y, al apoyar el pie sobre el primer escalón, un mensaje saltó en la pantalla del dispositivo en mi mano: batería restante, 5%. Maldije para mis adentros haber olvidado el cargador en el hotel y continué ascendiendo, paso a paso, sin dejar de iluminar hacia el frente.

Accedí a un piso superior aparentemente menos descuidado que el principal. Casi parecía que alguien lo estuviera habitando todavía. La imagen de toda clase de fantasmas y espíritus ocupando las distintas estancias pasó por mi mente, pero la descarté al oír de nuevo aquella risa. Parecía la voz de una niña que corriera a buscar un lugar donde ocultarse, jugando al escondite.

—¿Hay alguien ahí? —pregunté al aire, sin mucha esperanza de obtener respuesta alguna—. Voy armado y esta es una propiedad privada. No dude que dispararé si es necesario.

A pesar de no estar armado más que con una tonelada de insensatez y un teléfono próximo a convertirse en un inútil pisapapeles, continué avanzando por el pasillo, que conducía hacia la fachada principal, orientada hacia el norte. Dirigí el haz de la linterna hacia el suelo, donde me pareció descubrir que el musgo comenzaba a nacer sobre el suelo de la madera, asomando por debajo de las alfombras.

Un crujido me sobresaltó. Una de las puertas que había dejado atrás, ahora a mi izquierda, se abría lentamente, probablemente a causa de una corriente de aire que entrara por una de las ventanas rotas. Me aproximé para comprobarlo, por si acaso.

Al otro lado de la puerta, reconocí el cuarto de juego donde mis dos hermanos y yo habíamos pasado tardes enteras durante esos veranos en la casa. Pero sus paredes ya no estaban adornadas por el colorido papel de payasos, sino que permanecía desnudas. Tampoco había rastro de mueble alguno, salvo un silla, próxima a la pared del fondo. Sobre ella parecía que había otro tomo, abierto por la mitad.

Sin reparar en nada más, avancé hacia allí. De nuevo, las páginas estaban ocupadas por fotografías de familias posando ante la cámara, con actitud extrañamente seria e imperturbable. Mantenían los ojos ligeramente entrecerrados y la vista fija en algún punto perdido al frente, más allá del objetivo de la cámara. Había decenas de retratos como el primero, representando a los integrantes de diferentes familias de toda condición. En el rostro de algunas de esas personas, encontraba rasgos que me resultaban relativamente familiares, como si en algún momento de mi vida los hubiera conocido. O, al menos, a sus descendientes, dada la remota época en que parecían haber sido capturadas aquellas instantáneas. Lograba desconcertarme.

De nuevo, volví a escuchar la voz aniñada, que parecía encontrarse dentro de esa misma habitación. Súbitamente, la luz del flash led se extinguió, agotando el último suspiro de batería y dejándome completamente a oscuras. Traté de adaptar la vista a la penumbra que me rodeaba, pero resultaba inútil. Comencé a avanzar a ciegas, sin rumbo, con los brazos extendidos hacia el frente para prevenir obstáculos. La risa comenzó a escucharse una y otra vez, a repetirse en bucle a mi alrededor. Cada vez más cerca, hasta casi poder acariciarla.

Tras dar varias vueltas, tropecé con la silla abandonada. El pesado tomo cayó y aterrizó sobre mi pie, arrancándome un alarido de dolor. En ese momento, una luz se encendió a mi espalda. Parecía proceder de un potente foco, pues mi sombra se dibujaba con nítida precisión sobre la pared de enfrente. Esperé unos instantes hasta adaptarme a la nueva claridad y me di la vuelta, utilizando una mano a modo de visera para evitar resultar cegado. Antes de descubrir lo que se encontraba en aquel rincón de la estancia, que en la penumbra me había pasado desapercibido, capté un olor afrutado con toques de vainilla.

Un claro recuerdo se apoderó de mi mente. Me transporté al dormitorio de mi abuela, donde de niño contemplaba el peculiar frasco de cristal con forma de lágrima sobre el tocador.

—Abuela, ¿me dejarás usar algún día tu perfume? —le había preguntado en una ocasión.

—Cada perfume debe ser único en el mundo y diferente a los demás, Martín, como las personas. —Había cogido el frasco y apretado la perilla de flecos, para que las partículas de perfume se impregnaran en la tersa piel de su cuello. Luego lo había dejado de nuevo sobre el tocador, antes de ofrecerme un último consejo—. No lo olvides, Martín, aunque la mayoría de la gente lo ignore, la persona y su perfume son solo uno: recuerda este y jamás olvidarás a aquella.

De vuelta a la realidad, enfoqué mi vista hacia el frente y descubrí una desconcertante escena. Alrededor de una vieja mecedora vacía, cuatro personas posaban hacia el frente donde, sobre un enclenque trípode de madera, descansaba una cámara fotográfica de fuelle. Vestían como los retratados en las fotografías del álbum, con trajes y vestidos repletos de flecos, chorreras y demás adornos propios de otra época, y sus rostros estaban cubiertos por densas capas de maquillaje.

Al frente, dos niños permanecían sentados en el suelo. Tendrían unos seis y ocho años cada uno, y el pelo rubio como el heno. A los lados de la mecedora, un hombre y una mujer se mantenían en pie, apoyando una mano sobre el respaldo del mueble. El rostro de esta última captó mi atención. Tenía un parecido muy grande con alguien, pero en un primer momento no logré averiguar de quién se trataba. Cuando por fin lo hice, el corazón me dio un vuelco.

Se parecía a mi abuela tal y como la recordaba de mi infancia, hasta el punto de casi parecer la misma persona. Y tenía sentido, pues aquella que se mantenía en pie frente a mí era mi madre, su hija. Turbado, recorrí los otros tres rostros, para reconocer bajo el maquillaje a mi padre y mis dos hermanos. Parecía imposible, pero ahí estaban sus cuerpos, después de varios años, pulcramente colocados en una composición escénica ante la cámara. Una náusea ascendió por mi garganta al comprender realmente qué era aquello que contemplaban mis ojos. Alguien había conservado los cuerpos de mi familia desde el accidente de coche y los había colocado para retratarlos una última vez, siguiendo la tradición de las familias del siglo XIX de retratarse con sus fallecidos, para dejar constancia de la omnipresente e ineludible muerte: memento mori. Pero en ese escenario, había un aspecto que rompía con la armonía general, un vacío que silenciosamente reclamaba ser llenado.

La mecedora. Aquel asiento basculante era el espacio que me había sido reservado en la fotografía, y esta el motivo de mi convocatoria en la casa, después de tantos años alejado de ella. Ya estaba convencido de ello, pero todo rastro de duda se evaporó cuando una nueva ráfaga de aire me trajo de nuevo ese olor, ese perfume inconfundible. En el preciso instante en que la mano de largos dedos se posó sobre mi hombro, perdí la consciencia y jamás volví a despertar. Pero antes, llegué a oírla decir:

—Por fin has vuelto.




Las primeras luces del amanecer acariciaban las copas de los árboles cuando el vehículo del abogado se detuvo junto al coche alquilado, frente a la vivienda. El hombre, elegantemente trajeado, cogió su maletín y se bajó de la berlina, en dirección a la casa. Cruzó el largo pasillo de la planta baja y ascendió hasta la segunda habitación a la derecha, en el piso superior. Estaba vacía, a excepción de una silla en la que, conforme a lo acordado, encontró un álbum de fotografías.

De entre sus hojas afloraba un sobre blanco. Abrió el tomo por la hoja marcada y comprobó su contenido. Su cliente había cumplido: ahí estaban todos sus honorarios. Antes de marcharse y concluir su encargo, sin embargo, cedió ante la curiosidad. Extrajo de su maletín una pequeña linterna e iluminó con ella la fotografía que ocupaba aquella página. Una familia posaba alrededor de una mecedora de madera. Dos niños estaban sentados al frente, en el suelo, y los que parecían ser los padres ocupaban ambos flancos del asiento. Entre ellos, una mujer de radiante belleza a pesar de su avanzada edad sonreía a la cámara, contrastando con el rictus serio de los demás retratados. Especialmente con el del joven sentado en la mecedora, en cuyo cuello se podía apreciar una línea horizontal mal disimulada con maquillaje, justo por debajo de la nuez.

Siguiendo las precisas instrucciones, cerró el tomo y lo guardó en el maletín. Se lo llevó con él, salió de nuevo al vehículo y extrajo del maletero un bidón de combustible. Instantes después, permanecía apoyado sobre el capó del coche, contemplando cómo las llamas se extendían por la casa, lamiendo las paredes de madera y calcinando todos los recuerdos ocultos en sus estancias. Abrió la puerta del coche, dispuesto a abandonar el lugar para comenzar a disfrutar de la pequeña fortuna que se acababa de ganar, cuando captó algo inusual. Una corriente de aire procedente del bosque que rodeaba la vivienda le llevó un intenso olor que se impuso al de las llamas: una particular mezcla de frutas, aderezada con un toque de vainilla.

Conocía ese olor y lo que significaba, por lo que no pudo más que sonreír antes de entrar en el coche y dejar atrás definitivamente aquella historia, que guardaría en secreto hasta que, algún día, él tuviera el mismo e inevitable final que los protagonistas de aquella fotografía.



Imagen: https://images.app.goo.gl/B1xcHTXgPgQtAUcw5

San Francisco




—Cuéntanos otra vez la historia de cómo se conocieron papá y mamá.

Esa noche me senté en el diván de cuero, con mi hermana de tres años acurrucada a mi costado. Los cuatro años que me separaban de ella me hacían sentir indebidamente responsable por ella. Nuestra abuela, una mujer de aspecto siempre cansado pero dulce y amable de espíritu, se dejó caer en su asiento frente a la chimenea.

—Veamos… Ocurrió en San Francisco, donde ambos vivían entonces, unos cuatro años antes de que tú nacieras, Oliver. —Le sonreí, esperando a que continuara con el relato—. Coincidieron en una conferencia sobre pediatría en el Hotel St. Regis.

—¿Pedatía?

—Pediatría, cariño —corrigió la abuela a Helen, con una desgastada sonrisa comprensiva—. Los pediatras son los médicos que atienden a los niños. Como la tuya, la doctora Vázquez, ¿comprendes?

Helen afirmó con la cabeza, al tiempo que profería un bostezo. La abuela retomó la historia.

—Por casualidad, se sentaron juntos en el auditorio del hotel. Estuvieron hablando durante la conferencia, y al terminar cenaron juntos. Empezaron a conocerse el uno al otro, y con el paso de los meses se enamoraron. No tardaron en casarse, y cuando tú naciste, Helen, se mudaron a la casa de las afueras, donde vivisteis casi tres años.

—Y fue entonces cuando…

No terminé la frase. El rostro de la abuela se había contraído de pronto y parecía que una sombra se hubiera posado sobre sus ojos. Desvió su atención hacia el suelo y, al cabo de unos instantes, volvió a mirar hacia nosotros con los ojos llorosos.

—Entonces vinisteis a vivir conmigo, sí. Pero si queréis que os la cuente con más detalle, tendrá que ser mañana. Es tarde y tenéis que despertaros temprano. A la cama.

Sacudí delicadamente a Helen por el brazo y le ayudé a levantarse conmigo para dar un beso de buenas noches a la abuela. Tras despedirnos de ella, tal como había hecho a diario desde el accidente, me despedí en silencio de la foto sobre la chimenea, desde la que papá y mamá nos deseaban dulces sueños con una enorme sonrisa desde San Francisco.



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De limpieza






¡Mierda, Robert! ¿Qué has hecho?

Al entrar por la puerta, Will descubrió el cuerpo inerte. La joven mujer yacía sobre el sofá, con un brazo colgando por el borde hasta acariciar la madera del suelo. Un par de mechones de pelo castaño se descolgaban sobre su rostro, ocultando parcialmente sus rasgos perfilados.

¡Ha sido un accidente, Will, te lo juro!

Robert se asomó por encima del hombro de su hermano, contemplando casi sin querer una vez más el resultado de su última insensatez. Sabía que debía controlarse, pero no había podido evitarlo. Cuando la noche anterior entró en aquel bar en la ciudad, el aura angelical de aquella mujer lo capturó desde el primer instante.

Está bien accedió Will, el mayor y más sensato de ambos—. Tenemos que deshacernos de ella. No puede quedar ningún rastro.

Robert asintió y se dispuso a cerrar todas las puertas y ventanas. Para contrarrestar la oscuridad que se adueñó del interior de la cabaña, accionó el interruptor de la pared, encendiendo el trío de vacilantes bombillas heterogéneas del techo.

—¿Qué propones que hagamos? Tal vez podríamos tirarla al lago. Apenas está a cien metros de aquí.

Will se aproximó a una de las ventanas y descorrió la cortina, abriéndose un hueco en una esquina. Al otro lado, bajo el sol de mediodía, contempló el lago artificial, más o menos a la distancia que había dicho Robert. En medio de aquel remanso vacacional, aquella masa de agua constituía la principal atracción en temporada alta. Faltaban todavía un par de meses para que este período llegara, así que lo más probable era que estuvieran completamente solos. Resultaba factible.

Justo antes de retirarse de la ventana, la puerta de la casa de enfrente se abrió. Una figura se asomó al porche, envuelta en una gruesa bata de casa. Alzó una mano y saludó, directamente hacia Will, que se apresuró a volver a cubrir la ventana.

—¿Qué ocurre? —preguntó Robert, sorprendido por el gesto de su hermano.

Es la señora Chapman. Me ha visto, así que el lago ya no nos sirve. Podría vernos con el cuerpo.

¿Y si la despiezamos y la metemos en el congelador, como en las películas?

¿De veras te lo planteas seriamente?

La réplica de Will mostraba un claro matiz de incredulidad. Robert volvió a observar a la chica. Rachel, le parecía que se llamaba. A su mente retornaron entonces las imágenes de su cuerpo arqueándose sobre él, ambos tumbados sobre el asiento trasero de su coche. Inconscientemente, bordeó con la lengua su labio superior, pareciéndole captar el sabor de su boca, todavía impregnado en este. No, no sería capaz de hacerlo.

Tienes razón accedió.

Pero en una cosa tienes razón. Tenemos que deshacernos de ella aquí mismo. No podemos sacarla.

Eso complica las cosas afirmó con desilusión Robert.

¿Qué quieres decir?

Will, estamos en una cabaña de apenas veinte metros cuadrados. Todo lo que hay aquí es lo que ves.

El hermano mayor giró sobre sí mismo, repasando con la mirada toda la estancia. Además del sofá-cama en el que yacía la chica, una diminuta cocina de gas, una mesa redonda de madera con un par de sillas y un retrete y una ducha tras un biombo constituían todo el mobiliario, además del congelador que previamente habían descartado.

La alfombra sugirió de pronto Will.

¿Qué le pasa a la alfombra?

Robert contempló desconcertado a su hermano agacharse hasta sujetar una de las esquinas de la amplia alfombra encartada junto a la pared.

Nos la llevaremos para lavarla le informó Will, con una satisfactoria sonrisa dibujada en los labios.

¿Lavarla? Ahora no tenemos tiempo para eso, tenemos que deshacernos…

Cállate y escucha, idiota —lo interrumpió el mayor—. Es solo la excusa. Enrollaremos la alfombra alrededor de la chica y la llevaremos hasta el coche. Si alguien nos pregunta, nos la llevamos a casa para lavarla.

¡Ah, ahora lo entiendo! ¡Qué listo eres, Will!

Alguien tenía que serlo murmuró este, comenzando a extender la alfombra. ¿A qué esperas, Robert? Ayúdame.

Entre los dos desplegaron el tapiz justo delante del sofá. Sujetaron a la chica por los brazos y los hombros y la hicieron girar sobre el borde del asiento. Su cuerpo se precipitó sobre la alfombra, aterrizando sobre ella con un golpe seco. La rodearon con uno de los extremos y la hicieron girar, hasta tenerla completamente envuelta.

¡Parece un burrito! exclamó Robert, jocoso.

¿Quieres callarte? Vas a conseguir que nos oigan. Vamos, coge por ese extremo.

Robert obedeció y sujetó la alfombra enrollada por el lugar indicado, cerca de la cabeza de Rachel. Will, tras comprobar que no dejaban rastro alguno de lo ocurrido en el interior de la cabaña, comenzó a avanzar a la cabeza, marcha atrás. Abrió la puerta y accedió al exterior, dispuesto a cubrir los veinte metros que los separaban del coche.

¡Espera!

Sin previo aviso, Robert soltó el bulto, que se precipitó al suelo con un nuevo golpe, y volvió a la casa. Sacó un juego de llaves del bolsillo y cerró la puerta, comprobando hasta tres veces haberlo hecho correctamente. Al volver a junto su hermano, este lo recibió con una nueva reprimenda.

¿Se puede saber qué acabas de hacer, pedazo de inútil?

Tenía que cerrarla.

Déjate de tonterías y coge por ahí. Acabemos de una vez con esta pesadilla.

¡Ya voy!

Entre los dos, volvieron a alzar a Rachel y la alfombra en el aire. Siguieron avanzando hasta el coche donde Will deslizó el pie bajo la defensa para que el portón automático se abriera. Ya casi lo habían conseguido. En solo unos segundos, estarían alejándose de aquel lugar.

Hola, Will. Hola, Robert.

En ese momento, desvió la vista hacia la casa de enfrente. La señora Chapman, ahora vestida con un ajustado chándal impropio de su avanzada edad, avanzaba hacia la acera con un carrito de tela sobre ruedas para la compra.

Buenos días, señora Chapman se limitó a responder Will, soltando su extremo de la alfombra en el interior del vehículo y disponiéndose a ayudar a Robert a imitarlo.

Nos llevamos la alfombra para lavarla en casa, señora Chapman.

Will le soltó un codazo a la altura de las costillas a su hermano, que se quejó con gruñido ahogado. La señora Chapman se percató del gesto, pero no le dio más importancia que la de algún tipo de riña privada entre los peculiares hermanos.

Buena idea, Robert —le respondió esta—. Hay que mantener siempre limpio el hogar.

Se despidió de ellos con la mano y enfiló la acera, rumbo al pequeño supermercado al final de la calle.

Como vuelvas a abrir la boca, te meto con tu amiguita en la alfombra amenazó Will a su hermano, mientras se dirigía al asiento del conductor.

Ambos entraron en el vehículo y permanecieron por unos instantes en silencio, contemplando el asfalto ante ellos.

¿A dónde la llevamos ahora? preguntó de pronto Robert.

¿Recuerdas el desfiladero en el parque Mayers, al que mamá no quería que nos acercáramos con las bicis de pequeños?

Sí, pero, ¿qué se supone que vamos a hacer allí con…?

Al ver la expresión en el rostro de su hermano, Robert comprendió cuáles eran sus intenciones. Sonrió él también y afirmó con la cabeza. Habían encontrado la forma de deshacerse del cuerpo.

En ese momento, por primera vez, se sintió culpable. Sabía que no había forzado a Rachel, pues había sido ella quien se había lanzado sobre él, devorándolo a besos. Pero tal vez no había controlado su fuerza cuando rodeó su cuello, tal vez no había sabido parar en el momento adecuado. Y ahora, ella estaba muerta, en el maletero de su coche.

El sonido del motor lo rescató de sus pensamientos. Sin mediar palabra, pusieron rumbo al camino forestal que moría en lo alto de un desfiladero, al fondo del cual el río descendía con fuerza entre rápidos. Allí esperaban poner fin a aquel inesperado inconveniente, sin saber que, entre los cojines del sofá de la cabaña, una incriminatoria pulsera de pequeñas perlas permanecía oculta, a la espera de ser descubierta.



Imagen: https://images.app.goo.gl/VgyQvMcfHy267NTp7 Nota: la imagen se corresponde con un fotograma de la película Colossal.

Hacia el cielo estrellado




La chica se detuvo al pie del faro. Aquel edificio cilíndrico de blancas paredes se extendía sin fin, apuntando hacia el cielo estrellado. En lo alto, la luz giratoria alumbraba cíclicamente la oscuridad alrededor del cabo. No parecía que hubiera nadie alrededor, así que abrió la puerta metálica y accedió al interior.

Una escalera de caracol de desgastados peldaños ascendía entre la columna central y la pared. Comenzó a subir, paso a paso, descubriendo innumerables declaraciones de amor pintadas en las paredes. Nombres de auténticos desconocidos y fechas que tenían algún significado para ellos, y que a ella solamente le hacían sentirse peor.

No tardó en llegar a la cúpula en la cima. En el centro, la potente bombilla resplandecía, rodeada por una plancha cilíndrica de metal que giraba a su alrededor, provocando que girase con ella el haz de luz que se proyectaba hacia el exterior a través de la vidriera.

La chica atravesó la puerta practicada en la pared de cristal y accedió al balcón exterior. Se subió al zócalo del que partía la barandilla de metal, al borde del abismo. A sus pies, contempló el vacío hasta la superficie en la base del faro y, más allá, la ladera rocosa del cabo que descendía hasta encontrarse con el mar embravecido.

—No lo hagas, por favor.

Se dio la vuelta y descubrió una figura recortada contra la luz de la lámpara. Cuando esta se desplazó, pudo reconocer la etérea figura de su amado, observándola a ella con expresión de temor en el rostro.

—Estoy harta de esta vida. No tiene sentido si tú no estás conmigo.

—Por favor, con esto no vas a arreglar nada.

—Pero pondré fin a esta agonía. No sabes lo que estoy sufriendo tu falta.

—Lo sé. Sé que te despiertas por las noches, con los ojos llenos de lágrimas, acariciando mi lado vacío de la cama. Sé que apenas sales de casa, que ni siquiera tu madre ha logrado que le dediques una sonrisa sincera. Pero créeme: así no vas a arreglar nada.

—No. He tomado esta decisión y no me voy a echar atrás ahora. Espérame dondequiera que estés.

Cerrando los ojos, la chica se dejó caer de espaldas. En la caída hacia el vacío, sintió cómo sus brazos la rodeaban con fuerza y gritó desesperada.

—¡No! ¡Suéltame!

Unos días más tarde, despertó en una cama de hospital, conectada a multitud de máquinas. La habitación estaba repleta de ramos de flores y tarjetas, pero la chica lloraba desconsolada. Aquello que más ansiaba en el mundo le había sido vetado, y ahora volvía a estar encadenada a una vida de sufrimiento sin su amado.



Imagen: https://images.app.goo.gl/PJZFCsuKPtkY4uWi9

Rapsodia



Las gotas de lluvia dolían como alfileres clavándose en su piel desnuda. No sabía cuánto tiempo llevaba huyendo, corriendo sin respiro, pero notaba todo su cuerpo entumecido. Tras echar un nuevo vistazo a su espalda, hacia la desierta avenida cubierta por la neblina, lo descubrió.

A unos treinta metros de distancia, colgando de la fachada de un edificio lleno de pintadas, un letrero de luces rojas de neón marcaba la ubicación de su punto de destino: el bar “Neón”. Todo un alarde de originalidad. No había duda, ese era el lugar.

Cruzó los brazos sobre su pecho y apretó con fuerza, tratando de conservar el calor. Comenzó a avanzar hacia la puerta del local, iluminada por una titilante luz encastrada en el soportal. Un gato negro callejero lo vio pasar, con expresión extrañada. Si pudiera razonar, seguramente se preguntaría qué hacía un hombre como él, completamente desnudo, en medio de la calle abandonada.

Con una mano, empujó la puerta, que no llegó a abrirse por completo. Asomándose hacia el interior, descubrió que el cuerpo de un miembro de seguridad se interponía en su recorrido. Pasó por encima del cadáver y se apresuró a quitarle la ropa y vestirse con ella. También se quedó con su cinturón, del que colgaba una pistola de plasma.

Levantó la vista y observó a su alrededor, con una mano apoyada sobre la pistola en su costado. Aquello significaba que el local seguramente no estaría limpio. Avanzó hacia el interior, con extrema precaución, todos sus sentidos alerta. La vestimenta, de una talla bastante mayor que la suya, le entorpecía ligeramente el paso.

Descendió media docena de escalones hasta llegar a la zona principal del bar. Contra la pared, una barra de aspecto metálico se extendía de un lado a otro de la estancia. Tras ella, las botellas de licores se distribuían en varias baldas de cristal. Cogió una de ellas, abandonada sobre la barra, desenroscó el tapón con los dientes y bebió a morro su contenido. Sintió la quemazón del whisky descendiendo por su garganta pero, después de horas sin beber ni comer, al menos le calentó el cuerpo.

Un inesperado sonido le hizo soltar la botella. Desenfundó la pistola y deslizó el dedo por delante del gatillo. Apuntó hacia el frente y recorrió con el cañón una veintena de mesas, con varias sillas a su alrededor. Cerca de medio centenar de cuerpos yacían en el suelo, calcinados desde el interior, como los demás. No parecía haber rastro alguno de vida. Se aproximó a la gigantesca gramola del fondo. Alguien había reventado el cristal y el mecanismo había quedado al descubierto. Rozó con los dedos el botón del “play”, acariciándolo. Dando por hecho que no funcionaría, lo apretó.

El mecanismo se puso en marcha y un coro de voces electrónicas inundó el ambiente. “Is this real life? Is this just fantasy?” Asintió satisfecho con la cabeza y cerró los ojos. Se dio la vuelta y encaró el vacío local. Recordó todo lo que había sufrido durante los últimos meses. Las primeras oleadas de vandalismo descontrolado, frente a las que la policía se veía desbordada. Luego las manifestaciones multitudinarias, en una de las cuales lo detuvieron y lo encerraron en prisión. A partir de entonces, le habían dicho que todo había empeorado. El Gobierno, en un último intento por contener a los rebeldes, había esparcido el virus entre la población. La mayoría habían muerto por una imprevisible combustión espontánea, solo unas horas después del contagio. Otros no habían tenido esa suerte y habían sobrevivido, siendo condenados a una existencia inhumana.

Y luego estaba él. Lo habían arrancado de su vida por un crimen que no había cometido. Jamás había intentado sublevarse a la autoridad del Gobierno. Solo había pretendido hacer ver que era necesario adoptar medidas más serias si se quería evitar el futuro de descontrol hacia el que se dirigía la ciudad. Solo había querido ayudar.

“Mama, just killed a man”. No solo uno. Desde la fuga, eran muchas las vidas con las que se había visto obligado a acabar, tanto de los pocos humanos del Gobierno que seguían en pie y lo habían perseguido, tratando de atraparlo de nuevo, como de aquellos seres, carentes ya de rastro alguno de humanidad. Sentía ya su presencia, invadiendo el local. Abrió los ojos de nuevo y los vio, avanzando hacia él, arrastrándose por el suelo y por las paredes, manteniéndose siempre que podían entre las sombras. La música había captado su atención.

Se agachó y recogió la pata de madera de una silla, rota probablemente en algún enfrentamiento previo contra aquellos entes. Armado con esta y la pistola, dio un primer paso al frente. “If I’m not back again this time tomorrow”. No, sí lo estaría. No iba a permitir que su vida acabara así, después de todo lo que había luchado. No podía permitir que todos sus esfuerzos, que todos los sacrificios humanos fueran en vano. Debía impedir que aquella enfermedad se extendiera todavía más. Se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa y flexionó las rodillas, dispuesto a afrontar el reto del que, tal vez, no saliera con vida.

“Too late, my time has come” El primero lo atacó por un costado. A juzgar por su aspecto, en vida se había tratado de una mujer de figura hermosa, que entonces tenía la piel repleta de asquerosas pústulas y los ojos rojos como la sangre. Le apuntó a la cabeza con la pistola y disparó. Al entrar en contacto con su demacrada piel, la cápsula de plasma se expandió y estalló, reventándole el cráneo y desperdigando a su alrededor una mezcla de sangre y materia cerebral. Con el dorso de la mano, retiró la materia viscosa de su rostro y siguió avanzando.

Como a cámara lenta, al ritmo de la melodía, los demás engendros se abalanzaron sobre él. Se deslizó entre ellos, golpeando cráneos con la pieza de madera y descargando cartuchos de plasma en el interior de los cuerpos. Uno de ellos trató de retenerlo, apresarlo entre sus fuertes brazos, pero colocó la pistola a la altura de sus propios riñones, disparando hacia atrás por su costado y alcanzándolo en el vientre. Otro se aferró con fuerza a su pierna. Hizo girar en el aire la estaca, para apuntar hacia él con la parte astillada que había estado en contacto con el resto del mueble, y la impulsó con fuerza hacia abajo, atravesando la nuca del condenado hasta aflorar por la cuenca del ojo izquierdo, al otro lado. El solo de guitarra le recordaba que cada punto de su cuerpo le dolía. Su respiración se entrecortaba por el esfuerzo. No podía más, pero debía continuar. Pronto, suelo, paredes y techo del local se vieron impregnados de viscosos restos, mientras la coreografía lo llevaba a deslizarse bajo la mesa de la barra.

Varios seres saltaron en ese momento hacia él, impulsándose en las paredes. Siluetas atravesando el aire. El hombre bateó las botellas hacia ellos, provocando que los fragmentos de cristal se clavaran en su piel asquerosa, pero sin lograr detenerlos. Muchos otros se abalanzaron sobre el tablero metálico, acorralándolo. Los dedos de sus manos se arqueaban en ángulos imposibles y sus figuras se agazapaban sobre la superficie resbaladiza, prestas a saltar al menor despiste de su presa. Recorrió la barra de un lado a otro, golpeando y disparando sin descanso, pero sin hallar una vía de escape. Ahora sí estaba perdido. Era imposible que lograra salir de ahí. Por mucho que le costara reconocerlo, habían sido más listos que él. Habían sabido aprovechar su superioridad numérica para reducirlo como un indefenso cordero. Justo cuando la música se lanzaba hacia las alturas, próxima al clímax, se detuvo en el centro y descubrió algo bajo la mesa. Sonrió, con la euforia contenida de quien se sabe de pronto salvado. Dejó caer la pistola y la estaca y sujetó el mechero frente a él, justo cuando uno de ellos le mostraba amenazante la boca repleta de colmillos. Lo encendió y colocó detrás la boca de la manguera, conectada al depósito bajo la barra. “Beelzebub has a devil put aside for me”.

-¡Morid, pedazo de cabrones!

Dejó de comprimir la manguera y el soplo de butano se proyectó hacia el fuego, emitiendo una inmensa llamarada hacia el frente. Los engendros de la primera fila se retorcieron entre agónicos chillidos, sus cuerpos combustionando en apenas segundos. El hombre volvió a comprimir la manguera para evitar que la flama retornara hacia él. Los demás seres, sorprendidos por la inesperada defensa de su presa, pronto reaccionaron y se volvieron a lanzar contra él. Una nueva llamarada iluminó el local, convirtiéndolo en un auténtico infierno. Sucesivas olas de engendros se cernieron sobre el hombre, que dirigía alternativamente a un lado y a otro la intermitente fuente flamígera. La energía se extendía de nuevo a lo largo de todo su cuerpo a medida que veía los cuerpos de sus enemigos reducirse a cenizas. Se sentía pletórico, disfrutando de la masacre, como si aquel preciso instante fuera el momento que había estado esperando desde que había logrado escapar de la prisión.

Gracias a esta nueva arma y a la falta de capacidad de raciocinio en los seres, los demás no tardaron en caer. Pronto, los cuerpos tendidos en el suelo se vieron multiplicados, al menos, por tres. El hombre salió nuevamente de detrás de la barra y avanzó, esquivando como podía los restos carbonizados, hacia la superviviente gramola. Se apoyó sobre ella, recuperando el aliento y templando las emociones. Todo había terminado y, aún así, tenía la sensación de que solo acababa de comenzar. Unas últimas palabras, apenas susurradas, quedaron flotando en el aire.

Era cierto. Ya daba igual lo que ocurriera, ya no tenía nada que perder. Pulsó el botón de pausa y se dirigió a la salida, de nuevo a la calle. Aunque no había encontrado la supuesta cura que lo había guiado hasta aquel remoto bar, había comprendido algo. “Any way the wind blows”. A partir de entonces estaba solo, y solo el viento marcaría su destino.



Imagen: https://images.app.goo.gl/CgZ74CoK5C5GhtgK6 Nota: la imagen se corresponde con un fotograma de la película Colossal.

Verano del 96






Sujetando entre mis manos la fotografía enmarcada, puedo volver a sentir el suave hormigueo sobre mi piel, bronceándose al sol sobre la aterciopelada arena; la fresca brisa marina aliviando el inusual sofoco de los últimos días de agosto; el arrullador sonido de las voces a mi alrededor, de los niños moldeando como arquitectos la húmeda arena o saltando sobre las olas cual gráciles delfines.

Son muchas las ocasiones en que mi abatida mente regresa a aquel verano de 1996, una de las últimas vacaciones que pudimos disfrutar todos juntos, en familia, antes de que la madurez y los intereses de unos y otros nos forzaran a no poder pasar tanto tiempo juntos.

Y es que todos disfrutamos especialmente aquellas vacaciones. Mi padre, surcando la bahía a bordo de su velero; mi madre, dejándose llevar por su imaginación en las tardes de lectura, sentada en la mecedora del porche, asomado al acantilado; y mi hermana María, corriendo de aquí para allá con su grupo de amigas reunidas tras todo un año escolar separadas.

En cuanto a mí, siempre recordaré aquel verano por ser cuando conocí a mi primer amor: al menos si atendemos a lo que a mis por entonces catorce años entendía por amor.



Recuerdo el día en que conocí a Sophie. En mi mente tengo grabada su figura tumbada sobre una toalla en la arena, el floreado traje de baño ocultando las incipientes formas de mujer, su pelo rubio, largo y ondulado. Creo que, si cierro bien los ojos, puedo rememorar la primera y resplandeciente mirada cetrina que me dedicó, cuando accidentalmente aterricé en las inmediaciones de su zona de descanso en la orilla, inundando de molesta arena el paño extendido sobre el que se hallaba tumbada. Su cadenciosa voz, con aquel acento galo tan cautivador, me hizo saber que no tenía importancia, que con un simple baño en el agua cristalina pronto se desprendería de los restos de arena, invitándome a acompañarla en aquella zambullida espontánea.

Ahora que lo pienso, lo que no recuerdo con precisión es el motivo de aquel viaje. Tanto mis padres en el trabajo como María y yo en el colegio disfrutábamos por entonces de unas dos semanas en común de descanso así que, en cuanto mi padre regresó a casa tras la última jornada en la oficina, cargamos el coche familiar hasta el techo con toda clase de bártulos y nos pusimos en marcha. Circulamos hacia el este, cruzando el país, sin un punto de destino determinado y con el acompañamiento de aquel cd de un por entonces apenas conocido Ricky Martin, que una y otra vez repetía a  petición de mi hermana los caribeños ritmos de “María”. Decía que aquella era su canción, ignorante a sus seis años del auténtico significado de su letra.

Por causa del azar, topamos con aquella remota bahía en la provincia de Girona, enclavada entre sendos cabos rocosos. La visión de aquella estampa, con la infinita masa de agua turquesa extendiéndose hasta el horizonte y bañando en espumosas oleadas la costa de dorada arena, hizo que todos los ocupantes del vehículo soltáramos un suspiro, impacientes por sumergirnos en aquel remanso de serenidad.

Los siguientes días transcurrieron entre largos paseos por la orilla, dejando que el agua rozara nuestras pieles, purificándolas. Todas las mañanas, tras desayunar en la cautivadora cabaña de madera que por fortuna encontramos desocupada y dispuesta para ser alquilada, nos dirigíamos dando una larga y apacible caminata por el paseo marítimo de tablones hasta el pueblo, replegado hacia el interior en uno de los cabos. Allí visitábamos la panadería, donde el olor de masa madre recién cocida nos embargaba antes incluso de abrir la puerta del local, y la lonja, donde nos dejábamos llevar por el trajín del comercio y el regateo, mientras nuestras bolsas se iban colmando de suculentas piezas de pescado y marisco. De vuelta en la cala, pasábamos el resto de la mañana en un vaivén continuo entre la orilla arenosa y el ondeante mar, hasta que a mediodía mi madre nos avisaba de que la comida estaba lista.

Fue una de estas mañanas, la tercera o la cuarta desde nuestra llegada si mi memoria no me falla, cuando por casualidad conocí a Sophie. Aquella belleza francesa, apenas unos meses mayor que yo pero mucho más extrovertida, hizo que mi rutina cambiara de pronto. A partir de entonces, los paseos matutinos por la orilla tenían lugar con mi mano entrelazada a sus dedos y las entradas y salidas al agua tibia en su compañía la mayoría de las veces, aprovechando la ficticia privacidad entre ola y ola para robarnos mutuamente fugaces besos en los labios.

Todo me parecía perfecto. Incluso a mis padres, que a causa de la falta de secretismo de aquel pequeño paraíso terrenal habían descubierto mi idilio con Sophie esa primera tarde. Desde ese momento, Sophie, que se alojaba en la casa de su abuela, poco propensa a bajar hasta la playa a su parecer invadida por los turistas, aprovechaba cada momento del que disponía para acercarse a esta y reunirse con nosotros. A los pocos días pasó a convertirse en una más de la familia, participando en nuestros planes, en nuestras excursiones turísticas a las poblaciones vecinas. En estos días, me sentía el chico más feliz del mundo.

Particularmente, recuerdo una mañana en la que, sujeto al panel de anuncios de madera en la plaza del pueblo, apareció un cartel que anunciaba la proyección de una película esa misma noche. Sin pensarlo siquiera un momento, pedí permiso a mis padres para acudir a solas con Sophie, a lo que no pusieron objeción alguna. Me pasé el resto de la tarde nervioso, impaciente, tratando de ordenar mis sentimientos mientras me decantaba por el atuendo apropiado para esa nuestra primera cita oficial en público.

Antes de lo que había previsto, el atardecer llegó, ocultándose el astro rey tras la lejana Serra de Rodes, al oeste. Antes de marcharme, mi madre me atusó el pelo y me recolocó el cuello de la camisa. Mi padre, por su parte, me dio una animosa palmada sobre el hombro, como si la razón por la que me disponía a partir fuera el cumplimiento de la más trascendental de las misiones. María, desde su candidez, me pidió que le dijera hola a Sophie de su parte. Conmovido, me despedí de ella con un fuerte beso en la mejilla y puse rumbo al pueblo.

Cuando por fin vi a mi particular Julieta, quedé deslumbrado nuevamente por su belleza, como si fuera la primera vez que descubría aquel maravilloso tesoro. Se podría decir que resplandecía, enfundada en un vestido ibicenco impolutamente blanco, con una fina diadema sujetando su pelo alisado y una pulsera hecha con pequeñas conchas adornando su muñeca.

Por esta razón, cuando nos sentamos sobre la hierba frente a la gigantesca pantalla instalada en la plaza del ayuntamiento, no fui capaz de prestar atención por un solo segundo a la invasión alienígena que asolaba varias ciudades a lo largo del planeta, coincidiendo con las celebraciones del cuatro de julio, y que a partir de ese momento se proyectaba sobre la pantalla. “Independence Day”, creía haber leído en el cartel.

Mi mirada estaba atrapada por la magnética presencia de aquel ángel hecho doncella, que en un momento dado de la proyección se giró hacia mí y pronunció unas inesperadas palabras, sellándolas con un beso sobre mis labios: «Te quiero, Carlos».

Ahora comprendo que ni ella ni yo podíamos entender la auténtica trascendencia de pronunciar aquellas banalizadas palabras, pero entonces fueron para mí la señal de que nunca me separaría de ella, de que permaneceríamos para siempre unidos, como en aquella bahía, como en aquella playa, como en nuestro secreto escondite entre las olas.

Sin embargo, mucho antes de lo deseado, nuestro período vacacional llegó a su término y nos vimos obligados a volver a casa. El último día, pedí a mis padres que nos fuéramos a despedir de Sophie, que todavía tardaría unos días más en regresar a París con sus padres. Al llegar a la pequeña casita de campo en la que vivía con su abuela, nos bajamos todos del coche y nos despedimos entre conmovidos abrazos de la afable anciana y de la joya que tenía por nieta.

En el último instante, tratando inútilmente de ocultarnos de los demás, me situé cara a cara con Sophie y respondí a sus palabras, siendo consciente por primera vez en ese momento de que quizás nunca la volvería a ver: «Yo también te quiero, Sophie. Nunca te olvidaré». Ella me sonrió y nos fundimos en un último abrazo, comprensivo, que se alargó durante un lapso de tiempo tan largo que nos pareció corto, y en el que todo a nuestro alrededor se detuvo.

Cuando volvía hacia el coche, aún sin sentirme preparado para subirme a este y dejar atrás los mejores días de mi vida, mi padre tuvo una última idea. Rebuscó entre el equipaje encajado en el maletero y extrajo su cámara de fotos y el trípode. Lo instaló frente a la casa de la abuela de Sophie y nos colocó adecuadamente en el encuadre de la instantánea. Programó el temporizador y, corriendo, se vino a colocar con nosotros.

Ese fue el último instante que pasamos en aquel maravilloso enclave, en unas vacaciones que ninguno de nosotros olvidaría nunca y cuyo recuerdo resultaría trascendental a lo largo de nuestras vidas.




Hoy, justo dos décadas después de todo eso, contemplo entre mis manos la fotografía que no llegué a ver hasta días después de nuestra llegada de vuelta a casa, cuando mi padre reveló el carrete. Sobre los escalones de madera del porche, en la fachada delantera de la casa de Sophie, todos permanecemos estáticos, con la mirada fija en el objetivo de la cámara, mostrando la mejor de nuestras sonrisas. En realidad, no todos nosotros. Sophie, situada a mi lado y sujetándome de la mano, mantiene la mirada fija en mí, ofreciendo su costado a la cámara. Sin embargo, la instantánea llega a captar parcialmente su mirada, en la que se puede leer la tristeza por la despedida pero, al mismo tiempo también, la alegría y la satisfacción por todo lo vivido aquellos maravillosos días en la bahía.

Hoy, cuando se cumplen exactamente veinte años desde el día en que tomamos esta fotografía, observo con los ojos vidriosos, embargado por la nostalgia, la plomiza ciudad que bulle al otro lado del cristal de mi oficina. Deposito con cuidado el marco en una esquina del escritorio repleto de archivos y expedientes, y vuelvo a encadenarme a la rutina frente al ordenador, conservando en mi mente el recuerdo de aquellas vacaciones, como si todavía estuviera en la casa del acantilado, como si todavía paseara a diario sobre la arena húmeda, como si todavía pudiera sentir el sol y la brisa marina sobre mi piel, el sonido de las voces infantiles a mi alrededor, el tacto de la mano de Sophie enredada en la mía o el de sus labios besando los míos.

Como si todavía fuera el verano del noventa y seis.



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