sábado, 31 de octubre de 2020

SIN RASTRO DE VIDA




Pendiente de no despistarme de la hora, enciendo el ordenador. En el escritorio, pincho en el icono de la estrella, donde guardo mis proyectos más preciados. Domingo por la mañana, el momento perfecto para dedicar unas horas a concentrarme en la escritura, a ver si algún día termino por fin esta novela iniciada hace años. ¿Qué ruido es ese? ¡No puede ser! Ya está el niño del cuarto izquierda ensayando para su examen de flauta en el instituto. Estrellita del lugar. ¡Cómo he odiado siempre esa canción! Y ahora se une también el perro, con un coro de ladridos.

Frustrado, cierro el portátil con un golpe. Se acabó la sesión de escritura, una vez más. A otra cosa. Miro por la ventana y veo a una vecina del edificio de enfrente, colgando ropa en el tendedero del balcón. Es la mujer del de la ferretería del barrio, la del tatuaje del ancla en el hombro, como un marinero. Siempre me ha resultado gracioso. Se me ocurre darme una ducha, a ver si me despeja el mal humor, un rato bajo una cascada de agua caliente. Descarto la idea y decido que mejor daré un paseo. Voy a mi habitación y saco del armario la sudadera azul, la que me regaló ella, hace años. Muchas veces he tenido la tentación de tirarla a la basura, de prenderle fuego, incluso. Pero cuando me la pongo, me parece que aún puedo apreciar su olor y todo el resentimiento se desvanece misteriosamente. Todavía tengo la sensación de que algo de ella quedó en esta casa cuando se fue, no sé si su espíritu o solo su recuerdo, pero desde entonces cada día habría sido una auténtica tortura si no fuera por esta presencia inexplicable.

Salgo a la calle y me dirijo al centro, con el portátil dentro del maletín colgado de mi hombro. Ha estado nublado, pero ahora despeja, azul perfección, y brilla el sol. Se ve el arcoíris y me pregunto qué será capaz de mostrar más colores diferentes, si este o la aurora boreal que pueden ver mucho más al norte, allí donde el hielo es el asfalto por el que todos los días circulan coches y peatones. Algún día tendría que ir allí, averiguar cómo es posible que no haya decenas de muertes a diario si, el día que decidí probar a patinar en el lago helado del bosque, en aquel viaje al norte de Alemania, por poco tengo que ir al hospital por culpa de una simple caída. Tal vez hasta pudiera encontrar algo de inspiración para mi novela.

Pero, por ahora, tengo que conformarme con lo que tengo aquí. Aunque me duela como un puñal clavado en el corazón, cruzo la puerta de esa cafetería del centro. Una mirada me basta para comprobar que es Adrián el que está en la barra. Perfecto. Los días que le toca turno a Lorena, me resulta imposible concentrarme. Juro que nunca he conocido a una persona que hable tanto y tan rápido como esa chica. Le da igual el tema, quién le esté escuchando. Parece como si hablar fuera una necesidad vital más para ella, como la de respirar, dormir o ir al baño. Estoy seguro de que es buena chica, pero simplemente no puedo con ella.

Aprovechando que mi sitio de siempre está libre, en la esquina junto a la ventana, me dirijo hacia allí y tomo asiento. Abro el portátil sobre la mesa cuadrada para dos y entro de nuevo en la carpeta. Enciendo los auriculares y activo la reproducción aleatoria en el móvil. La primera en la frente. Esa canción. You´re beautiful, creo que es el título. La banda sonora de nuestra primera cita. No me apetece comprobar el título en la pantalla y encontrarme con esa colección de objetos personales a los pies del cantante, incluyendo unas zapatillas llenas de barro como las que descubrió al pie de mi litera en aquel hostal de Edimburgo y que llamaron su atención. Sin hacer ruido ni pronunciar palabra alguna, Adrián se acerca y deja un cortado sobre la mesa, con una de esas galletas bañadas en chocolate que tanto me gustan. A detalles como ese es a los que me refería.

Pero ya es tarde. La letra que martillea mis oídos ha logrado desconcentrarme de nuevo, así que decido observar la calle a través del cristal del ventanal, mientras doy sorbos al café. Por la acera al otro lado, bajo un cielo de otoño despejado y caluroso, pasea una señora envuelta en un abrigo de piel más caro de lo que logro ganar cada mes con lo que escribo. Lleva una correa en la mano y, en el otro extremo, un diminuto Yorkshire Terrier de pelo plateado pasea con altanería, dando pequeños saltitos a cada paso, como si temiera mancharse las patas si permanece demasiado tiempo en contacto con la acera que pisan esos sucios humanos. En su cabeza, un mechón de pelo se mantiene erguido, aflorando por encima de un desproporcionado lazo rosa. Seguro que hasta ese perro pasa en la peluquería más tiempo que yo.

—¿Mal día para escribir? —me pregunta Adrián, en tono bajo.

—¿Cómo? —No llega a sobresaltarme, pero sí me pilla desprevenido—. Sí, parece que hoy tampoco es el día.

—A ver si esto te ayuda. —Extiende sobre la mesa un plato con un pedazo generoso de bizcocho, con cobertura de coco rallado—. Es una receta nueva. Ya me dirás si te gusta.

Y, sin más, se aleja, de vuelta a la barra. Adrián siempre sabe cuándo acercarse y hablarme, sin interrumpir. Creo que es la única persona a la que le he contado por qué me cuesta tanto venir a este local, a pesar de no poder evitarlo, pues también aquí es el único lugar aparte de mi escritorio donde logro encontrar inspiración. Un día le confesé que, en ocasiones, en los haces de luz que atraviesan el ventanal, me parece verla otra vez, sentada en esa misma silla, ahora siempre vacía. Como aquella tarde, después del último día realmente bueno de escritura que recuerdo. «Lo siento, Fer, pero creo que esto no va a ningún sitio. Quiero que sepas que no es por tu culpa, que no hay nadie más y que esto me parte el alma a mí también, pero siento que necesito poner punto y final a lo nuestro.»

Punto y final. Qué irónico. Eso es precisamente lo que busco ahora, poner punto y final a mi gran obra. Y sé que no es culpa de ella que no logre hacerlo, pero no puedo evitar pensar que su marcha es la principal causa. A su lado, ríos de tinta corrían por la pantalla del ordenador, el martillar de mis dedos en el teclado era una constante, las páginas impresas se acumulaban por cientos. Y ahora… Diez páginas, eso es todo lo que he escrito en los últimos años.

—Hola, Fer. Cuánto tiempo.

Tardo unos instantes en levantar la vista, los mismos que tarda mi mente en procesar la información. Esa voz, la he oído antes. ¿Había sido en un sueño? ¿O será este momento en realidad el sueño? Inconscientemente, parpadeo al verla, como si buscara cerciorarme de que no es una jugada más de mi mente.

—¿Astrid?

—Bien, veo que aún recuerdas cómo me llamo —responde ella, sonriente, mientras echa para atrás la silla, su silla, y toma asiento—. No te importa que te acompañe un rato, ¿verdad?

¿Me importa? No lo sé, en realidad. No logro estar seguro.

—Astrid, ¿qué haces aquí? Te hacía en la capital.

Sigue como siempre. Los años que no han pasado por ella me han aplastado a mí por duplicado. Esos rasgos afilados pero amables, el cabello castaño recogido en una jovial coleta alta, el vestido de flores que seguramente ni recordará que yo le regalé en nuestro primer aniversario. Con un gesto carente de importancia, desliza el cuaderno que porta en su mano sobre la mesa. Y es entonces cuando soy consciente de ese olor, el que nunca ha llegado a abandonarme por completo. Sigue usando el mismo perfume.

—Y sigo viviendo allí, con mi marido, Elías. Lo conoces, ¿verdad? —Otra puñalada en el centro de mi ser. Lo conozco, lo había odiado, con todas mis fuerzas. Palizas en el instituto, novias robadas. Supongo que toca olvidar y perdonar, tragarme rencores, por el bien de Astrid.

—Sí, claro. ¿Qué tal le va?

—Pues bastante bien, la verdad. Cualquiera lo habría dicho con lo mal estudiante que era en el instituto, ¿te acuerdas? Y gamberro, era muy gamberro.

—La gente cambia, supongo. Todos cambiamos, en realidad.

—Sí, desde luego. Y doy gracias por eso. Ahora es un hombre maravilloso. Tal vez un día podamos quedar los tres, una especie de reencuentro.

—Lo estoy deseando.

«¡Antes muerto!»

—El caso, que me desvío —retoma ella la conversación—. He venido a visitar a mi madre, que ha pasado una temporada un poco complicada con sus problemas, ya sabes, por lo de la neumonía que sufrió hace un par de años y de la que no se recuperó del todo. Me hubiera gustado estar aquí con ella entonces, pero el trabajo me tiene atada de pies y manos.

Me acuerdo. Había acudido al menos una vez por semana, con flores y bombones, al hospital. Lorena, la madre de Astrid, siempre había sido muy amable conmigo. Antes, durante y después de mi noviazgo con su hija. La considero casi una segunda madre.

—Todos en el pueblo nos asustamos cuando supimos que estaba en el hospital —confieso, conteniendo la emoción que me provoca recordar aquellos duros días —. Me alegra que al final se vaya recuperando, aunque sea poco a poco.

—Gracias, Fer. Sé que ella siempre te ha tenido mucho cariño.

—Es demasiado buena persona —afirmo, con sinceridad—. Si me conociera de verdad, probablemente no habría dejado ni que me acercara a ti.

—No seas tonto. —Esa risa, contenida pero procedente de las entrañas, produce en mí un embrujo irresistible. De pronto, tengo la sensación de que nunca se ha ido, de que siempre ha estado a mi lado y de que nada ha cambiado. Pero debo resistir, no mostrar mi debilidad, para no hacerle daño, aunque en el intento sea yo el que se hunda—. Por cierto, ¿qué tal te fue con la novela esa en la que trabajabas? Recuerdo que te faltaba poco para terminarla. Esa que iba de un pueblo abandonado, una niebla tóxica y algo parecido a unos zombies.

¿Cuántos ataques más podrá resistir mi autoestima? Imposible saberlo, pero no puedo abandonar ahora la trinchera. Debo escarbar en busca de la fortaleza necesaria.

           —Pues sigo con ella, y comienzo a pensar que me ha ganado la partida pero yo todavía no me he enterado.

          —Tú no te rindas, que seguro que pronto te veo firmando libros y saliendo en los periódicos. Pero hasta entonces, aprovechando que estoy por el pueblo, ¿qué te parece si quedamos algún día y nos ponemos al día en detalle? La última vez me marché de malas formas, dejando cosas pendientes, y me gustaría que pudiéramos cerrar viejas heridas. ¿Te parece?

                Odio desconfiar de Astrid, pero puedo oler la trampa desde kilómetros. Ella no tiene ninguna herida que cerrar, hace tiempo que en el fondo me ha olvidado. Pero seguro que para ella resultará divertido regodearse en mi sufrimiento de los últimos años, aunque lo haga sin malicia: disfrutar con mi relato como lo haría con un drama de sobremesa.

                —Por supuesto. ¿Tienes todavía mi número?

                —Creo que sí —aventura, comenzando a rebuscar en su bolso de marca—. Dame un segundo, que lo encuentro.

                —Deja. —Le ahorro el esfuerzo, cogiendo una servilleta de papel del servilletero y anotándole mi número. Se lo tiendo y ella lo recoge con su mano. La piel de uno de sus dedos, delicados y de una pureza sin igual, entra en contacto con la mía, ruda y maltratada, y una corriente de emoción recorre todo mi cuerpo—. Yo estoy siempre disponible, así que el día que tengas un hueco llámame y quedamos. Imagino que ahora tendrás cosas que hacer: te libero de hacerme compañía mientras espero algo de inspiración.

             —Tú persevera, Fer —me sugiere, poniéndose ya en pie y recogiendo la gabardina del respaldo de su silla—. Vales mucho, y lo sabes.

            No se me ocurre qué responder a eso, así que asumo la mentira como verdad y sonrío, volviendo a tatuarme en la piel los mismos sentimientos de esa noche en que por primera vez nos separamos para siempre.

                La veo abandonar el café, avanzar por la acera que antes ha recorrido el Yorkshire. Se detiene un instante, al otro lado del cristal, y mira hacia el interior. Nuestras miradas se conectan una vez más, echan raíces que ella arranca de cuajo con una sonrisa resplandeciente como la plata recién pulida y con un grácil giro de bailarina, tras el que desaparece de mi campo de visión, alejándose en dirección a su auténtica vida. Porque este encuentro no ha sido más que una función, una pantomima, un espejismo. Lo sé, a ciencia cierta. Desconozco si volveré a verla, lo dudo, pero si sucediera, no tendría para ella más relevancia que un encuentro con un viejo amigo. Ni siquiera con un antiguo amor. ¿Cómo iba a sentirlo así, si cuando dejamos de salir apenas teníamos diecinueve años? No éramos más que unos niños, incapaces de saber lo que significaba el amor.

                Pues yo sé más sobre el amor de lo que ella llegará a saber a lo largo de toda su vida. Al menos, sobre la falta de este.  Sé lo que es añorar el roce de unos labios únicos como los suyos, sentir que no puedo respirar si me falta su aliento, sentir todavía el tacto de su piel tras ese breve contacto sobre la mesa de la cafetería aun después de haberse marchado ella. Todo esto es algo que ella nunca tendrá la necesidad de sentir, porque ella ya tiene su vida perfecta, desprovista de preocupaciones o anhelos inalcanzables.

                Resignado a bregar con una vida que nunca fue mi sueño a alcanzar, dejo un billete sobre la mesa y abandono el local, despidiéndome de Adrián por el camino. Un simple movimiento de cabeza basta, nos entendemos. De vuelta en la calle, dejo que mis pies me guíen. En alguna ocasión, hace tiempo, antes de lo de Astrid, ellos habían sabido llevarme exactamente a donde la mejor de las inspiraciones me esperaba: un banco en el parque, un árbol en medio de una pradera, una roca en concreto en la playa. Sitios corrientes pero que, por algún motivo, me transportaban. Ahora, sin embargo, me basta con que mis pies me guíen hacia delante, sin sobresaltos, conservándome de una pieza.

                Mientras mi mente me recrimina no haber escrito ni una sola letra en lo que va de mañana, me descubro paseando por una gran avenida, arteria principal de una ciudad que vive al margen de mis padecimientos. La gente va y viene, sin necesidad de musas o duendes que los inspiren, bastándoles el azote de sus rutinas. Sin embargo, entre todas ellas, hay alguien que despierta mi atención. En una parada de autobús, al otro lado de los seis carriles de tráfico embotellado, al otro lado de los bocinazos y motores rugientes. Al principio no la reconozco, pero no hay duda, es ella. ¿Cómo no va a serlo? Lleva la misma ropa que hace unos instantes, por supuesto, y juraría que todavía luce en su rostro la sonrisa perlada con la que me clavó la última puñalada desde el otro lado del cristal.

                Por azar, voluntad divina o necesidad, nuestras miradas se cruzan, entran en contacto, yacen en compañía en una repentina burbuja de intimidad. Y en ese momento, una imagen se apodera de mi mente, sin remedio. Una tarde, hace tiempo. Una puerta que golpea una campanilla suspendida para anunciar mi entrada. «Buenas tardes, buscaba un anillo… una alianza». «Sé exactamente lo que busca». Y ahí estaba, resplandeciente, cautivando mi vista y haciendo volar mi imaginación. Ya me veía en el altar, esperándola, viéndola entrar arrastrando el largo velo. La emoción me embargaba, sentía la necesidad de tomarlo entre mis manos, abandonar sobre el mostrador el dinero que todavía no tenía y salir corriendo a deslizarlo en su dedo perfecto. Pero no podía, no todavía. Aquel anillo dorado, coronado por una perla resplandeciente bajo los focos del mostrador, debía esperar. ¿Unos días, semanas, meses, años? Imposible saber, en aquel momento, que habría de esperar por siempre mi llegada, nunca sucedida.

                Entonces, un autobús rompe esa mágica conexión. Ella aparece y desaparece de mi vista, tras una sucesión de ventanillas y carrocería, hasta el último bloque, pilar J o tal vez K, como lo nombrarían en una de esas revistas de automoción que tan ajenas me son. Cuando este pasa, ella ya no está. Se ha esfumado, desaparecido. Miro en todas direcciones, trepando la desesperación por mi interior, hasta que comprendo que es cierto, nada de todo aquello ha ocurrido. Ni la cafetería, ni la ventana, ni la parada de autobús. Mi mente ha estado jugando conmigo, haciéndome sufrir, tal vez con el propósito de localizar los límites de mi cordura, tal vez con el de superarlos y deshacerse por fin de este deshecho humano.

                Decido volver a casa, resignado. Otra mañana desaprovechada, en blanco, pero ya estoy acostumbrado. La sensación de vacío hace tiempo que no me es extraña, ya la he interiorizado. Camino lento, sin prisa por volver a una rutina que siento incompleta sin mis dedos atizando el teclado, sin el relajante sonido de las teclas agasajando mis oídos. Debo superar un día más, y otro, a la espera de ese momento en que, por fin, la inspiración se digne volver a llamar a mi puerta. Aunque, si soy sincero, algo en mi interior me dice que tal vez, solo tal vez, algo haya cambiado.

 

                Es apenas tres meses más tarde, asentado ya el invierno, cuando una mañana camino por aquella misma avenida, donde por última vez la vi. Ya no miro hacia la parada, ya no espero encontrarla, ya no lo necesito. Continúo mi rumbo hacia la zona peatonal, el corazón de la ciudad. Los adornos navideños cruzan de fachada a fachada sobre mi cabeza, y al fondo un gigantesco abeto de metal y luces crece desde el centro de la plaza hacia el cielo que amenaza nieve. Hacia allí me dirijo pero, por el camino, me detengo ante un escaparate, una pequeña librería, de las de toda la vida.

                Al otro lado del cristal, entre guirnaldas y adornos plateados, los veo. Algunos apilados, otros colocados en pie sobre los primeros, ligeramente abiertos, ofreciendo su mejor cara al solícito peatón de cartera llena. Las letras negras, de sobria caligrafía, sirven de presentación a un mundo que está por descubrir todavía lo que guarda en su interior. Fermín Carrillo Santamaría, Sin rastro de vida.

                Satisfecho, retomo mi camino, hacia la plaza. Entre paso y paso de mis pies, ahora liberados de su tarea de rastro de las musas, medito. Por primera vez (y última, aunque esto todavía no puedo saberlo), después de todo ese tiempo, mi mente vuelve a ella. Siento lo ocurrido como otra vida, una ajena, tal vez la de un personaje de esa novela cuyo final comencé a escribir al volver a casa esa misma mañana, tal vez la de uno de esos zombies que vagaban por la niebla del pueblo. Ya da igual, pues ahora comprendo, sé a ciencia cierta que se ha acabado, definitivamente. Desde este día, de ella no quedará más que un lejano eco de su voz, apenas perceptible, perdida entre el ruido de la multitud. Pronunciará palabras que en otro tiempo me hirieron, de eso no albergo duda, pero no me importará. Ahora mi vida sí tiene sentido, por sí misma y no como consecuencia de ella.

                Al igual que otro año está a punto de comenzar, una nueva vida empieza también para mí. Las campanas suenan al fondo, cuartos, luego las de verdad. Confeti, champán y besos a mi alrededor. En el centro de la multitud, cierro los ojos y dejo fluir mis sentidos. Un único pensamiento ocupa mi mente, poderoso, convencido: ahora sí.



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jueves, 1 de octubre de 2020

Una sonrisa repleta de esperanza


 

Me despedí de él en la estación, viéndolo asomar su infantil rostro por la ventanilla del tren. Yo agitaba un pañuelo blanco con una mano; con la otra enjugaba las pesadas lágrimas de mi corazón encogido. El fruto de todo mi amor partía hacia un futuro indudablemente incierto.

Los días, las semanas y los meses siguientes transcurrieron a menor velocidad que las manecillas del reloj sobre la chimenea; aquel reloj que tanto tiempo malgasté observando, junto a la fotografía enmarcada de su padre, condecorado por sus compañeros de la Armada apenas unos meses antes de fallecer en Pearl Harbor. Entonces, el Gobierno había declarado la guerra al Imperio del Japón, y arrebatado a una devastada madre como yo a su más preciado tesoro: su hijo de apenas dieciocho años.

Lloré como nunca lo había hecho. Mi corazón apenas pudo soportar contemplar su imagen alejándose sobre la vía de acero, envuelto en una densa nube de humo gris y mostrándome una amplia sonrisa repleta de esperanza. En lo más profundo de mi ser sabía que él todavía no comprendía la crudeza de aquella confrontación a la que se dirigía.

Pero lo que terminó por quebrar mi corazón fue observar cómo, una tarde de marzo de 1943, un vehículo militar se detuvo frente a mi jardín. Tres soldados de serio rictus se apearon, portando entre sus manos enguantadas una bandera pulcramente encartada. En ese preciso instante me desvanecí, y lo siguiente que recuerdo es despertarme en esta habitación de hospital.

Creo que llevo aquí varios meses. No sería capaz de asegurarlo, mas siento que carezco de motivo alguno para seguir luchando. Desde ese día no he dejado de padecer un profundo dolor en toda el alma. Ya solo quiero descansar por fin y reunirme con mis dos amores dondequiera que me estén esperando.

Con los ojos humedecidos, giro la cabeza hacia la puerta de la estancia y descubro allí una figura extraña, de pie. Apenas la reconozco, pero no puedo reprimir una risa nerviosa al vislumbrar la sonrisa repleta de esperanza de mi hijo.



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Una nochebuena inolvidable


 

—¿Está todo listo?

Desde el pasillo, contemplé el abeto, vestido de guirnaldas y luces de colores. Estaba coronado por una estrella dorada, que presidía el amplio salón.

—Yo creo que sí —me respondió mi padre, rodeando a mi madre por la cintura en un gesto que a mis trece años me hacía sentir incómodo.

Decidí centrarme en el tocadiscos. Odiaba los villancicos, con sus cargantes y estridentes melodías, pero en esas fechas cualquier otro estilo de música estaba totalmente vedado. Proveniente de la cocina, la abuela Margaret transportaba en sus manos una bandeja de galletas caseras recién horneadas, impregnando toda la vivienda de un dulce olor a jengibre.

Me pareció oír el timbre, de modo que reduje el volumen de la música. Desde la entrada principal nos llegó de nuevo el sonido, revelando que alguien esperaba a la puerta. Me aproximé y la abrí, tratando de imaginar quién podía presentarse de improviso el día de Nochebuena. En el recibidor exterior de madera permanecía de pie el tío Bernard, uno de los hermanos de mi padre, con una nerviosa mano apoyada sobre la frente.

—Es Helen. Está en el hospital —logró informar, atropelladamente.

—¿Qué? —se escuchó la voz de mi padre aproximándose desde el salón, al tiempo que la bandeja repleta de delicias resbalaba de entre las manos de la abuela.

A partir de ese momento, todo sucedió muy deprisa. El tío Bernard les relató que Robin, el marido de Helen, lo acababa de llamar diciéndole que estaban en el hospital, que acudieran allí lo antes posible. Dado que vivía a solo unas casas de distancia, había preferido ir a avisarnos en persona.

—Por Dios bendito, ¿qué les habrá ocurrido? —murmuró la abuela, ocultando con sus manos una expresión de espanto.

—Ya ha dicho que no lo sabe, mamá. —Mi padre la sujetó por el brazo, al tiempo que cogía su abrigo del perchero de la entrada—. Por favor, quédate aquí con Sam. Beth y yo nos vamos ahora con Bernard al hospital. En cuanto tengamos noticias os llamamos.

—De eso nada —protestó la abuela—. Es mi hija y no me voy a quedar aquí, de brazos cruzados.

—¿Y qué pasa con Sam? Alguien tiene que quedarse aquí con él.

—Voy con vosotros —aseguré con convicción, desconcertando a todos—. Me quedaré en la sala de espera y no molestaré, pero por favor, dejadme ir con vosotros.

Mi padre me dedicó una sonrisa de satisfacción, justo antes de verse de nuevo embargado por la urgencia de la situación.

—Está bien. Coge tu abrigo y ven al coche.

Me lancé en dirección a mi dormitorio, en el tercer piso abuhardillado. Desde que el abuelo había fallecido, cinco años atrás, la abuela Margaret se había venido a vivir a nuestra casa, así que yo me había tenido que desplazar a la habitación de invitados, a la que se accedía subiendo una estrecha escalera de caracol. Sin detenerme más de lo estrictamente necesario, escogí un abrigo del armario y descendí de vuelta a la planta principal tan rápido que parecía que mis pies no llegaban a tocar el suelo.

En el coche, un monovolumen aquejado por los años, me esperaban los demás, resguardados del invernal frío del exterior. Me protegí con la capucha de la nieve precipitante y corrí a su encuentro.

—¿Has cerrado, Sam? —me preguntó mi madre, al tiempo que mi padre iniciaba la marcha.

—Sí —me limité a contestar, embargado por la tensión de no saber qué había ocurrido exactamente.

El trayecto hasta el hospital se desarrolló en un incómodo silencio. Sabíamos que todos estábamos pensando en lo mismo, pero nadie se atrevía a hablar. Al llegar al complejo médico, a las afueras de la ciudad, mi padre encontró por fortuna un hueco libre en el aparcamiento, cerca de la entrada. Abandonamos el coche a la carrera y atravesamos las puertas de cristal del recibidor, sumergiéndonos en una descorazonadora atmósfera de sufrimiento y enfermedad. Pensé que era terriblemente cruel que tantas personas tuvieran que pasar la Nochebuena en semejante lugar.

—Enfermera —preguntó exhausto el tío Bernard al llegar al primer puesto de enfermería que encontró—. ¿En qué habitación está Helen Milles?

—¿Es usted un familiar? —preguntó la mujer en respuesta, colocando sus dedos sobre el teclado del ordenador, a la espera de la confirmación que la autorizara a realizar la consulta.

—Soy su hermano.

La desesperación comenzaba a mostrarse en el tono del tío Bernard. Mi padre trataba de transmitirle un poco de calma, mientras la abuela contenía a duras penas las lágrimas que, ante la incertidumbre, se habían abierto paso en sus ojos. Los dedos de la enfermera teclearon el nombre de la paciente, cuyos datos no tardaron en mostrarse en la pantalla.

—Habitación 375. Cojan el ascensor del final del pasillo hasta la tercera planta y luego giren a la izquierda.

—Gracias —el tío Bernard dio una palmada sobre el mostrador y se lanzó a la carrera en la dirección indicada.

Los demás lo seguimos, ligeramente retrasados por el lento paso de la abuela. En el ascensor permanecimos todos en silencio, como en el coche. Al llegar al piso indicado, en cuanto las puertas se abrieron, el tío Bernard prosiguió su carrera y mi padre sujetó del brazo a la abuela para acompañarla.

—Seguid vosotros. Yo me quedo con Sam en la sala de espera —se ofreció mi madre.

Ambos desaparecieron por el pasillo que se abría a la izquierda, siguiendo la estela del tío Bernard. Nosotros entramos en la habitación ubicada al frente del ascensor. En ella, cerca de una veintena de personas esperaban, envueltas en un nervioso silencio. Comenzaba a sospechar que todos esos silencios no podían significar nada bueno.

Nos sentamos cerca de la ventana. Desde allí, observé a una familia que rezaba en susurros, abrazados unos a otros. También había un anciano, conectado a una bombona de oxígeno por medio de un tubo cuyo extremo se perdía en el interior de sus fosas nasales. Por último, me fijé en un niño, que le señalaba algo a quien parecía ser su madre. Esta, con los ojos enmarcados por profundas ojeras y enrojecidos a causa de las horas de lloros y la falta de sueño, introdujo unas monedas en la máquina expendedora, sonriendo al pequeño, que recogía la bolsa de aperitivos demandada. Sobre la máquina, un pequeño pino de Navidad iluminaba su recluido rincón con luces de colores, reflejadas en adornos plateados.

—Mamá, ¿la tía Helen estará bien? —pregunté, con voz temblorosa.

—No lo sé, cariño —me respondió, rodeándome la cabeza contra su pecho en un nervioso abrazo—. Espero que así sea, pero no lo sé.

—Yo no quiero que le pase nada —pronuncié entre lágrimas, enterrando mi rostro en su abrigo. Supe que ella también lloraba por el movimiento que provocaban en su pecho los sollozos.

Al cabo de unos minutos, apareció en la sala de espera Olivia, la exmujer del tío Bernard. El alma se me cayó en ese momento a los pies. Lo que le pasara a la tía Helen debía de ser muy grave si habían avisado también a la tía Olivia, después de todo lo ocurrido entre ellos. Ella se dio cuenta de mi reacción y se arrodilló frente a mí.

—Tranquilo, Sam —me dijo—. Todo va a salir bien. Ya verás.

Le dedicó una mirada de apoyo a mi madre, que trataba de mantener la compostura por mí. Se sentó a nuestro lado, manteniendo una mano apoyada sobre mi rodilla. Comencé a pensar que no quería estar allí, que había sido una mala idea acompañarlos al hospital, que debería haberme quedado en casa.

En ese momento, mi padre apareció desde el pasillo, con una lágrima brillando en el borde del ojo. Sonreía con nerviosismo. Mi madre se puso en pie de un salto y acudió a su encuentro. Intercambiaron unas pocas palabras, tras lo cual ella se secó las lágrimas del rostro y se giró hacia mí, mostrando también una extraña sonrisa. Me dijo que me acercara a ella y los tres comenzamos a avanzar por el pasillo.

—¿Está bien la tía Helen? —pregunté, incapaz de contenerme.

—Sí, Sam. Está bien —respondió mi padre, sonriendo de nuevo a mi madre.

—Entonces, ¿podré verla?

—Sí, pero ahora necesita descansar —declaró mi madre, aparentemente recuperada.

—¿A dónde vamos, entonces?

—Hay algo que tienes que ver, Samm —Mi padre parecía afectado por una extraña mezcla de sentimientos. Estaba al mismo tiempo aliviado y emocionado, contento y agotado—. La razón por la que estamos aquí.

Al girar en una esquina del pasillo, nos encontramos frente a una pared acristalada de grandes dimensiones. Al otro lado, se abría una habitación blanca, fuertemente iluminada. Al acercarme al cristal, descubrí lo que había al otro lado.

—¿Ves ese de ahí? —me preguntó mi madre, señalando una especie de caja de cristal—. Es tu prima Lilly.

—¿Mi prima? —cuestioné, desconcertado. Sabía que la tía Helen estaba embarazada, pero decían que tendría el bebé en primavera.

—Sí, Sam. Se ha adelantado. —Mi padre apoyó una mano sobre el cristal, sin dejar de contemplar con ternura a la hija recién nacida de su hermana pequeña—. Pero los médicos dicen que está perfecta, que saldrá adelante.

—Sam, ¿te das cuenta? —Mi madre estaba también emocionada, liberada del temor que la había embargado hasta hacía solo unos minutos—. ¡Ahora tienes una prima!

En ese momento, también yo sonreí, observando a través del cristal al nuevo miembro de la familia. Igual que ahora sonrío cada vez que recuerdo esas Navidades. Fueron las peores que viví. Por un tiempo, pensamos que la tragedia había hecho acto de presencia en nuestras vidas, arrebatándonos a una hija, una hermana, una tía. Me había sentido destrozado, observando la tristeza de las demás personas en el hospital, pensando que desde entonces recordaría ese día como una fecha dramática y no como la alegre fiesta que debía ser.

Esa noche no hubo cena, ni villancicos, ni regalos empaquetados. Sin embargo, sí hubo un regalo. Lilly entró en nuestras vidas, y eso supuso una auténtica revolución. El tío Bernard y la tía Olivia decidieron darse una nueva oportunidad y, al cabo de un par de años, tuvieron ellos también un niño. La abuela Margaret también recuperó la sonrisa, enterrada tras la pérdida del abuelo bajo una losa de tristeza, con la llegada del bebé.

Al final, aquella sufrida Navidad fue la más feliz que recuerdo.




Imagen: https://images.app.goo.gl/kMnorL8tidLwbAEk8

Incubus

 

    De pronto, abro los ojos.

    Me encuentro tumbado sobre el colchón de mi cama, desprendido de las sábanas, boca abajo y con la cabeza ladeada sobre la almohada. No sé qué hora es, pero imagino que aún es de noche ya que todo está a oscuras, lo cual me tranquiliza.

    Sin embargo, percibo que algo no va bien. A escasos metros de mi cama, algo capta mi atención, sobre el sillón blanco.

    Una figura. Alguien está sentado casi de espaldas a mí. Solo distingo parte de sus piernas e intuyo sus hombros y su cabeza, pero no soy capaz de identificarle.

    Intento moverme, descubriendo que mi cuerpo no reacciona. Siento un extraño hormigueo a lo largo de mis brazos, como si hubiera estado durmiendo sobre ellos, privándolos de riego sanguíneo. Tampoco parece que pueda hablar o mover el resto de mi cuerpo. Solo soy capaz de controlar los ojos.

    Me doy cuenta de que, casi a los pies de la cama, otra figura me observa, de pie, difuminada en la oscuridad de la habitación. En  ese instante, la silueta del asiento habla, con una voz neutra y desconocida, dirigiéndose a la segunda.

    —Yo me encargo de desmembrarlo.

    No acabo de comprender qué está pasando. Recuerdo haberme acostado anoche tras un día como otro cualquiera. En un primer momento, me parece que pueda estar viviendo una simple pesadilla; no sería la primera vez. No obstante, esta situación tiene algo particular. Esta sensación de inmovilidad, la claridad con la que percibo todo a mi alrededor, como si en realidad estuviera todo el tiempo despierto.

    Interrumpiendo mis vagueantes deducciones, la figura de pie responde, también en tono neutro y con una voz que no me resulta ni remotamente familiar.

    —Yo me quedo con las extremidades y los ojos.

    Están planeando matarme, de eso estoy seguro, pero no logro comprender el porqué. No es solo que no conozca a estas dos inidentificables presencias, sino que no soy consciente de qué he podido hacer para que alguien guarde este tipo de rencor hacia mí. Siempre he sido una persona de lo más corriente, que se mantiene en todo caso al margen de problemas y disputas.

    Un nuevo acontecimiento capta mi atención. La segunda figura sostiene algo en una mano y, con un ágil movimiento, lo lanza por encima de mi yacente cuerpo, provocando que a lo largo de su recorrido suene un entrechocar de piezas metálicas, hasta que de pronto este sonido desaparece. Siento una nueva oleada de pavor al comprender que es un tercer intruso, al otro lado de la cama, el que ha captado el objeto al vuelo.

    Todas mis dudas se despejan cuando, a escasos centímetros de lo que me parece que es mi mano izquierda, pues sigo sin tener plena consciencia de mi cuerpo, una pequeña sección de la superficie del colchón se hunde. Supongo que esta tercera persona ha perdido el equilibrio al recoger el objeto arrojado, por lo que se ha precipitado sobre la cama, frenando así su caída, apoyando ahí la mano.

    Trato de mover la mano izquierda, desplazarla apenas unos centímetros para llegar a tocar aquello que ha provocado esta presión en el colchón. Pero tampoco en esta ocasión mis músculos reaccionan. Comienzo a desesperarme. En cualquier momento, los extraños pueden llevar a cabo la macabra tarea que han anunciado, y ni siquiera sé cuántos de ellos hay a mi alrededor. Mi limitado campo de visión solo me permite ver a dos de ellos, pero ahora sé que hay al menos uno más. Y no puedo descartar que en realidad haya muchos otros. El resto de mi habitación puede estar ocupada por un numeroso grupo de extraños, expectantes ante el inminente espectáculo, pero no puedo cerciorarme de ello. Si solo pudiera girar la cabeza para mirar hacia el otro lado y comprobarlo…

    Algo me hace desviar la mirada súbitamente hacia los pies de la cama, hacia donde se encontraba la segunda figura. En esta ocasión, allí solo encuentro oscuridad. Sobre mi talón derecho, noto una ligera presión, un punto de mi piel que se hunde sutilmente. ¿Será la segunda figura, que se ha desplazado hasta aquel punto y ahora me ha tocado para comprobar si realmente no puedo moverme?

    De pronto, se me ocurre que tal vez me han drogado. Tal vez me han suministrado algún tipo de sustancia que me ha paralizado todo el cuerpo, para facilitar la tarea que tienen entre manos. Al instante, desecho esta idea. El hecho de que mantenga en todo momento los ojos abiertos descarta esta posibilidad. Estoy despierto, de eso estoy seguro, pero sigo sin poder explicar esta extraña parálisis.

    Nuevamente, un nuevo contacto sobre mi piel. En esta ocasión, la presión es algo más intensa, más clara, y se localiza sobre la parte baja del gemelo izquierdo. Suponiendo que se trata efectivamente de la segunda figura, ya se encuentra avanzando por el lateral contrario de la cama, fuera por completo de mi alcance. La angustia se apodera de mí. ¿Significa esto que mi final es inminente? ¿Acabará todo sin que llegue a comprender el porqué de esta insólita situación?

    Observo a la figura sentada en el sillón, tratando de buscar alguna respuesta, algún indicio de algo. Sin embargo, ésta parece permanecer impasible en la misma posición que cuando la he descubierto, hace apenas un minuto. Mantiene la mirada perdida en la oscuridad, ocultándome su rostro, impidiendo que pueda reconocerle.

    Un nuevo contacto. Esta vez, lo siento como una concentrada presión en algún punto en el centro de la parte trasera de mi muslo. Llegados a este nivel de tensión, tengo ganas de gritar, de salir corriendo o al menos de enfrentarme a ellos, pero no puedo. La sensación de ser testigo de todo sin poder hacer otra cosa más que mover los ojos es desesperante.

    El intruso continúa avanzando y la siguiente vez que presiona sobre mi piel es a la altura del riñón izquierdo. En esta ocasión, puedo sentirlo con mucha más claridad. Es como si presionaran contra mi costado con una barra de hierro helado. Si mi cuerpo se hubiera encontrado en condiciones normales, un escalofrío lo habría recorrido por completo, dejándome toda la piel de gallina a su paso.

    Ya está. Estoy perdido. No hay nada que hacer. Estoy a punto de darme definitivamente por vencido, a punto de cerrar los ojos y rezar por que al menos terminen lo más rápido posible, por que pierda pronto la consciencia y deje de sentir el dolor que me espera.

    Por el contrario, lo que siento es que comienzo a percibir la suavidad de la sábana bajo mi mano. Tal vez pueda moverla un poco, alcanzar a esta persona que ahora debe estar casi a la altura de mi hombro, en el lateral de la cama. Por fin una mínima esperanza, algo de luz en medio de toda esta oscuridad.

    Sin embargo, por más que me esfuerzo, no logro mover ni siquiera los dedos. ¿O tal vez sí lo haya logrado? No consigo estar del todo seguro, pero en esta situación lo único que puedo hacer es seguir intentándolo, por si acaso. Me concentro en los dedos de mi mano izquierda, tratando de transmitir a ellos todas mis fuerzas, tratando de despertarlos de este inquietante letargo.

    Ahora sí, parece que he logrado moverlos. Decido que este es el momento, mi última oportunidad. En un esfuerzo desesperado, intento extender el brazo hacia la figura, al tiempo que percibo cómo se inclina sobre mí…

    De pronto, desperté.

    Me encontraba parcialmente incorporado sobre la cama, con un brazo extendido en el aire hacia el lateral de ésta, hacia donde había percibido que se encontraba aquel intruso. Sin embargo, lo único que encontré en aquel preciso lugar fue oscuridad, ligeramente atenuada por la luz de la calle, que se colaba por las rendijas de la persiana.

    Tenía el cuerpo empapado en sudor y el corazón latiendo desbocado en el pecho. Me costaba respirar. Miraba a mi alrededor, con movimientos espasmódicos de la cabeza, comprobando que todo parecía estar como siempre: la cama, el sillón blanco, el escritorio, las estanterías. Ni rastro de los intrusos cuya presencia hacía apenas dos segundos había sentido con total claridad. Incluso los había visto, estaba seguro.

    Miré el reloj en mi muñeca, encendiendo la luz para que los leds me indicaran que eran las seis de la madrugada. Permanecí recostado contra el cabezal de la cama unos instantes, tratando de recuperar la respiración y el ritmo normal de mis latidos. No comprendía qué acababa de ocurrir exactamente, pero creía estar seguro de que no era una simple pesadilla. Había tenido otras anteriormente, pero nunca me había despertado tras ellas con una angustia como aquella. Nunca había sentido que lo experimentado fuera tan real. Estaba seguro de que me habían tocado.

    No siendo capaz de encontrarle una explicación lógica a todo aquello, y recordando que esa mañana debía madrugar, teniendo que despertarme en poco más de una hora, volví a acostarme y me propuse retomar el sueño para descansar durante los pocos minutos que me quedaban antes de comenzar una nueva y rutinaria jornada.

    Interiormente, me dije que todo había sido una simple pesadilla, aunque realmente no lo creyera, para lograr despejar mi mente y dormirme de nuevo. Sin embargo, si en ese momento hubiera encendido la luz y hubiera observado con más atención a mi alrededor, me habría percatado de que no solo había sido una pesadilla.

    Si lo hubiera hecho, habría descubierto que sobre la sábana todavía se podía percibir la marca dejada por la presión de una mano apoyada sobre ella.



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En su búsqueda


 

Su imagen me persigue. Puedo verla oculta tras cada máscara artesanal, bajo cada vestimenta de llamativos colores, en cada rincón de esta plaza. Puedo oler su perfume a mi alrededor, oír su voz resonando en mis oídos. Avanzo entre la muchedumbre reunida frente a la blanquecina basílica, junto a las oscilantes aguas del canal, bajo los arqueados soportales.

Para avanzar tengo que abrirme paso apartando a los transeúntes, desplazándolos con ligeros empujones y codazos. En algunos momentos, me da la impresión de que mis pies tropiezan contra las grises baldosas del suelo, que me precipito contra el pavimento. En otros, que no llegan a rozar el suelo, que voy suspendido por el aire, arrastrado por el gentío. Pero siempre logro mantener el rumbo. ¿Por qué?

“Tengo que encontrarla”.

Esta respuesta de mi mente me empuja a continuar en mi empresa, mientras atravieso la sombra alargada que se proyecta al pie del elevado campanario. Al volver a encontrarme en la zona soleada de la plaza, cubro mis ojos con la mano hasta que mis pupilas se adaptan de nuevo a la luz.

Es entonces cuando la veo. Su rostro se oculta tras una máscara blanca y dorada, de la que parten hacia el cielo densas y espigadas plumas grises. Se encuentra de pie, observándome directamente, estática entre la muchedumbre agolpada en la Piazza San Marco, celebrando su preciado carnaval.

Me abalanzo hacia ella, rodeo su cuerpo con mis brazos, volviendo a sentir por fin el cálido roce de su piel, el rítmico latido de su corazón. Ella me abraza también, con pasión, como al principio. Cierro los ojos por un instante, aliviado al volver a tenerla por otra vez a mi lado, tratando de retenerla para siempre. Pero cuando los abro de nuevo, descubro que lo único que resta entre mis brazos es su vestido veneciano de seda azul, mojado por las lágrimas que se desprenden desde mis mejillas.

Una vez más, la he vuelto a perder.



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Despidiéndome del sol


 

Mientras observo el sol zambullirse tras la línea que forman los árboles al fondo del valle, a mi memoria acuden los recuerdos que contigo comparto.

La mañana en que te acercaste por primera vez a mí, con la inquietud de averiguar qué hora era como única excusa; la noche en que, asomados a una azotea, por primera vez me dijiste “te quiero”; aquella en que nuestros cuerpos, dejando atrás dudas y arrepentimientos, por fin se hicieron uno; cuando deslicé ese modesto anillo por tu dedo, que tanto significaba para nosotros; aquel día en que, unos meses después, volviste a casa con la tristeza en tu mirada, pues todo había cambiado; las semanas siguientes, en que aprovechamos cada instante, disfrutando el uno del otro; y finalmente, esta tarde, contemplando el calmo paisaje en que se enclava esta tu morada durante los últimos días, donde tantas palabras nos dedicamos, sonrisas nos regalamos y besos compartimos.

Llegaste aquí buscando una última oportunidad, un giro para nuestras vidas. Tristemente, no ha podido ser, pero estoy orgulloso de ti. Hiciste todo lo que estuvo en tu mano, siempre sonriente, con ese brillo de ilusión en tus ojos.

Ahora, sentado a tu lado en el jardín delantero del sanatorio, las lágrimas nublan mi vista. Encierro tu mano entre mis dedos, tratando de retenerte. Y sin embargo, no puedo impedir que tu último aliento vuele a lo lejos, dejando atrás tu desgastado cuerpo, siguiendo a ese sol que se oculta tras las montañas. Diciéndome adiós por última vez.




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Cápsula B738


 

—U.S.S. Wellington, aquí cápsula B738, respondan.

Los altavoces emitieron un descorazonador zumbido. Nadie parecía estar respondiendo a la llamada.

—Repito: U.S.S. Wellington, aquí cápsula B738, respondan.

Otro zumbido sostenido resquebrajó el silencio en el interior de la cápsula submarina esférica. El doctor Yagami asestó súbitamente un puñetazo al cuadro de mandos, fruto de la desesperación.

—¡Maldita sea! Hemos perdido el contacto.

—Olvídelo doctor —trató de calmarlo la doctora Connor, especialista en biología marina—. Lo importante ahora es continuar con la misión. No podemos echarnos atrás solo porque no podamos comunicarnos con el barco.

—Tiene razón, Connor —le reconoció el hombre.

Hacía unas horas que habían abandonado el U.S.S. Wellington, uno de los mayores cargueros de la marina estadounidense, a bordo de aquella diminuta cápsula de exploración submarina. Desde entonces, habían estado sumergiéndose por etapas, evitando someterse a presiones excesivas, adentrándose en las entrañas de la conocida como Fosa de las Marianas, en el Pacífico noroccidental, al sur de Japón.

—¡Mire, doctor! —exclamó de pronto la mujer, señalando algún punto al otro lado del cristal de seguridad.

En medio de la oscuridad absoluta reinante a su alrededor, solo alterada por la luz de los focos de su transporte, otra pequeña luz amarilla se hizo visible. Cada vez se fue haciendo más grande, aproximándose a ellos, hasta revelar la silueta de un ser extraño, diferente al resto de animales marinos que habían avistado hasta el momento.

—¿Qué es eso? —preguntó intrigado el doctor, cuya formación como físico lo mantenía lejos de conocer todas las especies hadales.

—No lo sé —confesó ella, visiblemente emocionada y sin dejar de tomar fotografías con la cámara exterior de alta definición—. Creo que acabamos de descubrir una nueva especie.

El ser, de unos cinco metros de largo y aspecto de serpiente con media docena de aletas, tenía un apéndice suspendido sobre su cabeza, cuyo extremo emitía aquella luz amarilla que le servía de guía en la oscuridad. Al pasar junto al submarino, abrió por un instante la boca para capturar algún tipo de alimento suspendido en el agua, dejando ver al menos tres filas de afilados dientes y colmillos.

—A juzgar por esa dentadura, parece ser un depredador —manifestó la doctora, extrañada—. Me sorprende que no haya intentado atacarnos de algún modo.

En ese momento, la cápsula sufrió una sacudida hacia un lado. Los arneses de sus asientos impidieron que los dos ocupantes salieran despedidos contra el casco, como consecuencia del impacto.

—¿Ha sido ese engendro? —preguntó sobresaltado Yagami.

—No, ya está lejos de nosotros —respondió la doctora, tras consultar el radar.

—¿Qué ha podido ser, entonces?

—Tal vez hayamos chocado con alguna roca. A partir de aquí, la información que tenemos sobre el terreno es muy escasa. Solo podemos guiarnos por los radares y nuestra propia intuición.

—¿Nadie había llegado tan lejos?

—No. Acabamos de superar los once mil metros de profundidad, la frontera. Lo que veamos a partir de ahora es terreno inexplorado.

El doctor sacudió la cabeza satisfecho y se concentró en observar todo al otro lado del cristal, aunque no pudiera percibir más que oscuridad. Continuaron descendiendo hasta que un nuevo punto de luz se hizo visible, unos metros más adelante.

—¿Ve eso de ahí? —preguntó el doctor, inquieto—. ¿Cree que pueda ser algún otro ser abisal?

—No lo sé. Tendremos que aproximarnos para descubrirlo. Pero con precaución, doctor. El mínimo roce en el casco a esta profundidad sería una muerte segura.

El hombre inclinó la palanca de control de la cápsula submarina para hacerla avanzar hacia delante. Se aproximaron al punto en que las dos paredes de la fosa se juntaban. Del interior de una grieta entre ambas surgía la luz, que resultaba superar con creces las dimensiones de un simple punto.

—Esto es extraordinario, Connor —musitó el doctor—. Es tan grande que podríamos entrar sin problemas con el submarino.

—Será mejor que no lo intentemos, doctor. Sería un suicidio.

—Lo sé, tiene razón —admitió, inclinando la palanca en sentido contrario para alejarse de aquel punto, ya que lo más probable era que se tratara solo de un alga luminiscente nacida entre las rocas—. No se mueve.

—¿Qué quiere decir?

—El submarino. Estoy tratando de alejarlo, pero los mandos no responden. Nos mantenemos estáticos.

—Habremos entrado en una corriente —supuso la doctora, fijándose en la expresión de esfuerzo en el rostro de Connor por controlar los mandos—. Manténgase firme. Si nos vamos contra las rocas…

—Es demasiado fuerte. No puedo…

No le dio tiempo a concluir la frase. La cápsula se vio súbitamente arrastrada hacia la grieta iluminada y todos sus intentos por controlarla resultaron en vano. Como si de un gigantesco desagüe se tratara, se vieron absorbidos por la fisura y cruzaron a velocidad incontrolable una especie de túnel excavado en la pared, golpeando repetidamente los laterales con el casco de la cápsula.

—¡No resistirá! —exclamó la doctora, comprendiendo lo inminente de su final.

La luz se hacía cada vez más nítida y potente y la corriente los arrastraba con creciente fuerza, hasta llegar un instante en que, como si de un punto de inflexión se tratara, su velocidad comenzó a descender progresivamente. Ambos ocupantes habían cerrado involuntariamente los ojos, preparándose para una muerte segura, por lo que se sorprendieron enormemente cuando aquella especie de galería submarina se fue ensanchando hasta desembocar en una inmensa masa de agua cristalina.

—¿Hemos salido de nuevo? —preguntó la doctora, desorientada tras los giros y zarandeos del trayecto.

—No lo creo —respondió el doctor—. El agua es mucho más clara aquí, como si hubiéramos emergido de nuevo a la superficie.

—¿Puede manejar el submarino?

—No, estamos a la deriva —confirmó Yagami tras hacer girar a un lado y a otro la palanca de control, sin respuesta—. El sistema se habrá dañado en alguna de las colisiones.

Asumiendo la idea de que estaban a merced de lo que las corrientes hicieran con ellos, se centraron en lo que podían ver al otro lado del cristal. El agua era cada vez más clara, más transparente. No tardaron en apreciar luz más allá de una superficie sorprendentemente cercana. La nave continuó ascendiendo hasta emerger en el centro de lo que parecía ser un lago.

—¿Qué lugar es este? —preguntó sorprendido el doctor.

—No tengo ni idea —respondió ella, maravillada por la visión ante sus ojos.

El lago se encontraba rodeado por vastas extensiones de tierra verde, como llanuras. Al fondo, bosques densos de especies arbóreas que era incapaz de reconocer se extendían sobre colinas redondeadas. En la orilla, un animal se inclinaba hacia el agua, bebiendo con aparente tranquilidad.

—¿Qué demonios es eso?

La doctora se liberó de sus arneses y se puso en pie, dispuesta a abrir la escotilla superior, por encima de la superficie del lago sobre la que flotaban.

—¡Espere! No sabemos si el aire…

El doctor trató de detenerla, pues desconocía si la atmósfera de aquel lugar era respirable. Connor abrió la compuerta y asomó la mitad de su cuerpo. Una ráfaga de aire increíblemente fresco y puro le acarició el rostro, dándole la bienvenida a aquel misterioso lugar. Al oír el ruido de la escotilla abriéndose, el animal levantó la cabeza, desconcertado por la extraña presencia en medio del lago.

Se trataba de un enorme ejemplar, de aspecto similar a un hipopótamo pero mucho más grande, tal vez de tres o cuatro veces su tamaño. En lugar de cuatro tenía seis robustas patas, y en su rostro destacaba la presencia de dos enormes ojos con dobles párpados y tres cuernos curvados en su parte superior. En los laterales del cuello tenía lo que parecían ser branquias, por lo que la doctora dedujo que sería alguna especie de anfibio, capaz de vivir tanto dentro como fuera del agua.

—¿Ve usted eso, doctor? —preguntó emocionada a su compañero de expedición.

—Sí, y creo que usted debería ver esto.

Connor volvió a entrar en la cápsula y observó la pantalla que Yagami le señalaba en el cuadro de instrumentos. Ahogó un grito de sorpresa al comprobar la cifra y comprender en parte lo ocurrido

—No sé cómo ha podido ocurrir —comenzó a exponer él—, pero estamos a más de quince mil metros de profundidad. Ningún punto habitable de la corteza terrestre alcanza tales cotas, lo que significa que, por increíble que suene, estamos…

—En el interior de la Tierra.

Una risa nerviosa, cargada de desconcierto, se apoderó de ambos, justo en el momento en que la radio volvió a emitir un zumbido, seguido de una voz que inundaba con claridad el habitáculo.

—Cápsula B738, aquí el U.S.S. Wellington, ¿dónde demonios están?




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Ahora que te has ido

 


Sentado sobre la cama, envuelvo con mis brazos la almohada impregnada en tu recuerdo. No hace ni dos noches que nuestro perfecto idilio llegó a su fin, con esa fuerte discusión tras una jornada ahogada en el alcohol. Esa noche, me vi arrastrado por una marea de resentimientos y pugnas internas, mis labios articularon palabras surgidas directamente de mi impulsiva insatisfacción, del dolor incardinado al hecho de saberme consciente de que esto no era lo que buscaba, no era lo que durante toda mi vida había ansiado llegar a lograr alguna vez.

Todo era perfecto hasta que dejó de serlo. Las sinceras conversaciones dejaron paso a los silencios culpables; las ocasiones en que nos entregábamos por completo el uno al otro, a esporádicos encuentros temporales; las noches de desenfreno en tu compañía, a nocturnos desvelos de silenciosas lágrimas en el lado opuesto de la cama. Sin habernos dado cuenta, la monotonía se había adueñado de nuestros días.

Lejos quedan ya aquellos primeros meses, en que me sentía capaz de vivir, de respirar, gracias a que tú estabas a mi lado. Ahora que estás lejos, ahora que me has abandonado, me veo obligado a prescindir de tu presencia para poder respirar, a prescindir de tu incondicional apoyo para vivir un día más esta agobiante soledad.

Pero lo peor de todo es que lo sabía. En mi fuero interno, desde el mismo instante en que te conocí, supe que lo nuestro no duraría para siempre, que estaba predestinado a desaparecer entre la niebla del tiempo. Traté de prepararme a conciencia, de armarme de recursos para cuando llegara aquel día en que te fueras, y yo volviera a sentir que mi vida estaba incompleta. Llegaste a mí como aquello que daría por fin sentido a mi existencia, que arrojaría algo de luz a ese túnel oscuro en que había sido encerrado mi ser, y ahora que te has ido, los fantasmas de la desilusión pasada han llamado a mi puerta. No podía evitar que entrasen, no tenía fuerzas para prestar resistencia, así que diluí en amargas lágrimas mis barreras y me dejé poseer por ellos.

Decido que no puedo seguir así. Toda mi vida no puede irse al traste por que me hayas abandonado, sin que haga nada para remediarlo. Dejo a un lado la almohada y decido que he de luchar por recuperarte, por que vuelvas a formar parte de mi vida y a guiarme en mi existencia.

Coloco sobre mis piernas estiradas el portátil, en cuya pantalla el cursor palpita sobre una página en blanco. Ha llegado el momento de salir en tu busca.



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martes, 14 de julio de 2020

Un último recuerdo







La misiva firmada por mi abuela me citaba allí, en ese preciso lugar. Lo extraño era que había sido en su testamento donde había ordenado que se me hiciera llegar. ¿Para qué querría que acudiera a la casa de su infancia, perdida en las profundidades de un remoto bosque de Europa del Este, después de haber muerto?

Querido Martín:

Sé que  nuestra relación no es tan fuerte como cuando eras un niño, que se ha enfriado y nos hemos distanciado, pero ahora que se aproxima el último obstáculo en mi horizonte, aquel que quedó fijado en el mismo momento en que respiré por primera vez, temo no poder arreglarla a tiempo. Te pido disculpas por ello y que, en cuanto yo haya desaparecido, vuelvas a la casa del bosque sin demora. Allí encontrarás todas las respuestas.

Las apenas seis líneas no explicaban detalladamente el motivo, pero dejaban patente la necesidad de que acudiera allí. Tras casi diez horas de avión y otras tres a bordo de un coche de alquiler, por fin estaba ante la desvencijada vivienda, localización de la mayoría de las historias de infancia de mi abuela, esas que solía relatarnos a mis hermanos y a mí sentados alrededor de la chimenea.

Todavía no me hacía a la idea de su ausencia. Esperanza, mujer fuerte y emprendedora donde las hubiera, propietaria de la cadena de hoteles más importante del país, había querido a todos sus nietos por igual. Casi por igual. A nosotros dos nos unía una relación especial. La diferencia solo podía apreciarse si uno se fijaba en pequeños detalles, como esas discretas miradas más allá de la conversación en curso, esa galleta con extra de chocolate en la masa reservada para el final, ese beso de buenas noches en la frente acompañado de un puñado de palabras susurradas. Y, por último, esa carta.

Con cuidado, volví a doblar el pliego de papel y lo introduje en el bolsillo interior de mi cazadora. Contemplé la edificación, más mansión que casa, y reparé en que era todavía más grande de lo que recordaba, lo que resultaba extraño, dado que no había vuelto allí desde los cinco años. La madera de las paredes estaba agrietada y enmohecida, y un par de ventanas de la fachada tenían los cristales rotos. En el techo, algunas tejas reposaban volteadas sobre las demás, seguramente a causa del inclemente clima de la montañosa región.

Presentaba un aspecto descuidado y de abandono, lo cual no era de extrañar si, tal como me habían dicho, mi abuela había dedicado sus últimos años a viajar por el mundo, anclando en la casa de su familia únicamente de vez en cuando, para dormir un par de noches antes de partir de nuevo. Desde su muerte hacía unos días, solo sus abogados habían osado aproximarse a la aislada propiedad, movidos por su obligación profesional.

Dejando a un lado los sentimientos y divagaciones, ascendí con moderada decisión los escalones del porche. Atravesé este con cuidado de no hacer crujir las tablas de madera del suelo, como si pudiera hacer despertar a alguien, y rodeé con la mano el pomo de la puerta. Lo noté frío al tacto, demasiado incluso para el frío otoño de la región. Giré la muñeca y, como había previsto, el mecanismo cedió. No se habían molestado siquiera en cerrarla con llave.

Mascando mi indignación, comencé a avanzar por el pasillo principal, al fondo del cual se alzaban las escaleras hacia el piso superior. Pasé por al lado del salón, de tostados sofás adornados por mugrientas telarañas. Llamó mi atención un objeto sobre la mesa de centro, cuya superficie de cristal permanecía oculta bajo una gruesa capa de polvo. Se trataba de un álbum de viejas fotografías, con tapas duras de ajado cuero marrón.

Me sorprendió descubrir que lo recordaba. En algún momento de los dos o tres veranos en que, con mi familia, había acudido a visitar a la abuela, esta me lo había enseñado. En su interior conservaba las fotos de su boda, a mediados de siglo en la catedral de la capital. Una colección de retratos en sepia que mostraban a los novios con distintos grupos de invitados, todos ellos mostrando sus mejores sonrisas a la cámara.

Movido por la nostalgia, deslicé un dedo sobre su superficie y lo abrí por una página al azar. Di un paso atrás al contemplar aquella primera fotografía. Desconcertado, pasé las páginas hacia delante y atrás, recorriendo varias veces todo el volumen, sin comprender lo que mis ojos veían. No había más que fotos de familias enteras, que me eran por completo desconocidas, y que miraban fijamente a cámara, ataviadas con vestimentas propias de otra época. Cerré el libro y comprobé de nuevo la portada. No, no me había equivocado; ahí estaba la mancha de café. No había duda de que ese era el álbum que recordaba. Pero no las fotografías que albergaba en su interior.

En ese momento, el eco de una risa me hizo dar un respingo. Giré sobre mí mismo y contemplé el desierto pasillo, apenas iluminado por la luz crepuscular que se filtraba entre las contraventanas de madera. Me acerqué a la pared y sujeté entre dos dedos el interruptor de la luz. Traté de accionarlo, sin resultado. Seguramente hacía tiempo que la compañía eléctrica había cortado el suministro de toda la casa. Introduje una mano en otro bolsillo de mi cazadora y saqué el móvil. Encendí la linterna y apunté con el haz de luz hacia el fondo del pasillo, llegando a intuir los primeros pasos de la escalera.

De nuevo, pude oír la voz, que parecía provenir claramente del piso superior. Ignorando la alerta de mi sentido común, que me indicaba que lo más sensato sería subirme al coche y alejarme lo más rápido posible, llegué a la conclusión de que mi abuela quería, por alguna razón, que yo fuera a esa casa: y no estaba dispuesto a ignorar su última voluntad.

Avancé hacia las escaleras y, al apoyar el pie sobre el primer escalón, un mensaje saltó en la pantalla del dispositivo en mi mano: batería restante, 5%. Maldije para mis adentros haber olvidado el cargador en el hotel y continué ascendiendo, paso a paso, sin dejar de iluminar hacia el frente.

Accedí a un piso superior aparentemente menos descuidado que el principal. Casi parecía que alguien lo estuviera habitando todavía. La imagen de toda clase de fantasmas y espíritus ocupando las distintas estancias pasó por mi mente, pero la descarté al oír de nuevo aquella risa. Parecía la voz de una niña que corriera a buscar un lugar donde ocultarse, jugando al escondite.

—¿Hay alguien ahí? —pregunté al aire, sin mucha esperanza de obtener respuesta alguna—. Voy armado y esta es una propiedad privada. No dude que dispararé si es necesario.

A pesar de no estar armado más que con una tonelada de insensatez y un teléfono próximo a convertirse en un inútil pisapapeles, continué avanzando por el pasillo, que conducía hacia la fachada principal, orientada hacia el norte. Dirigí el haz de la linterna hacia el suelo, donde me pareció descubrir que el musgo comenzaba a nacer sobre el suelo de la madera, asomando por debajo de las alfombras.

Un crujido me sobresaltó. Una de las puertas que había dejado atrás, ahora a mi izquierda, se abría lentamente, probablemente a causa de una corriente de aire que entrara por una de las ventanas rotas. Me aproximé para comprobarlo, por si acaso.

Al otro lado de la puerta, reconocí el cuarto de juego donde mis dos hermanos y yo habíamos pasado tardes enteras durante esos veranos en la casa. Pero sus paredes ya no estaban adornadas por el colorido papel de payasos, sino que permanecía desnudas. Tampoco había rastro de mueble alguno, salvo un silla, próxima a la pared del fondo. Sobre ella parecía que había otro tomo, abierto por la mitad.

Sin reparar en nada más, avancé hacia allí. De nuevo, las páginas estaban ocupadas por fotografías de familias posando ante la cámara, con actitud extrañamente seria e imperturbable. Mantenían los ojos ligeramente entrecerrados y la vista fija en algún punto perdido al frente, más allá del objetivo de la cámara. Había decenas de retratos como el primero, representando a los integrantes de diferentes familias de toda condición. En el rostro de algunas de esas personas, encontraba rasgos que me resultaban relativamente familiares, como si en algún momento de mi vida los hubiera conocido. O, al menos, a sus descendientes, dada la remota época en que parecían haber sido capturadas aquellas instantáneas. Lograba desconcertarme.

De nuevo, volví a escuchar la voz aniñada, que parecía encontrarse dentro de esa misma habitación. Súbitamente, la luz del flash led se extinguió, agotando el último suspiro de batería y dejándome completamente a oscuras. Traté de adaptar la vista a la penumbra que me rodeaba, pero resultaba inútil. Comencé a avanzar a ciegas, sin rumbo, con los brazos extendidos hacia el frente para prevenir obstáculos. La risa comenzó a escucharse una y otra vez, a repetirse en bucle a mi alrededor. Cada vez más cerca, hasta casi poder acariciarla.

Tras dar varias vueltas, tropecé con la silla abandonada. El pesado tomo cayó y aterrizó sobre mi pie, arrancándome un alarido de dolor. En ese momento, una luz se encendió a mi espalda. Parecía proceder de un potente foco, pues mi sombra se dibujaba con nítida precisión sobre la pared de enfrente. Esperé unos instantes hasta adaptarme a la nueva claridad y me di la vuelta, utilizando una mano a modo de visera para evitar resultar cegado. Antes de descubrir lo que se encontraba en aquel rincón de la estancia, que en la penumbra me había pasado desapercibido, capté un olor afrutado con toques de vainilla.

Un claro recuerdo se apoderó de mi mente. Me transporté al dormitorio de mi abuela, donde de niño contemplaba el peculiar frasco de cristal con forma de lágrima sobre el tocador.

—Abuela, ¿me dejarás usar algún día tu perfume? —le había preguntado en una ocasión.

—Cada perfume debe ser único en el mundo y diferente a los demás, Martín, como las personas. —Había cogido el frasco y apretado la perilla de flecos, para que las partículas de perfume se impregnaran en la tersa piel de su cuello. Luego lo había dejado de nuevo sobre el tocador, antes de ofrecerme un último consejo—. No lo olvides, Martín, aunque la mayoría de la gente lo ignore, la persona y su perfume son solo uno: recuerda este y jamás olvidarás a aquella.

De vuelta a la realidad, enfoqué mi vista hacia el frente y descubrí una desconcertante escena. Alrededor de una vieja mecedora vacía, cuatro personas posaban hacia el frente donde, sobre un enclenque trípode de madera, descansaba una cámara fotográfica de fuelle. Vestían como los retratados en las fotografías del álbum, con trajes y vestidos repletos de flecos, chorreras y demás adornos propios de otra época, y sus rostros estaban cubiertos por densas capas de maquillaje.

Al frente, dos niños permanecían sentados en el suelo. Tendrían unos seis y ocho años cada uno, y el pelo rubio como el heno. A los lados de la mecedora, un hombre y una mujer se mantenían en pie, apoyando una mano sobre el respaldo del mueble. El rostro de esta última captó mi atención. Tenía un parecido muy grande con alguien, pero en un primer momento no logré averiguar de quién se trataba. Cuando por fin lo hice, el corazón me dio un vuelco.

Se parecía a mi abuela tal y como la recordaba de mi infancia, hasta el punto de casi parecer la misma persona. Y tenía sentido, pues aquella que se mantenía en pie frente a mí era mi madre, su hija. Turbado, recorrí los otros tres rostros, para reconocer bajo el maquillaje a mi padre y mis dos hermanos. Parecía imposible, pero ahí estaban sus cuerpos, después de varios años, pulcramente colocados en una composición escénica ante la cámara. Una náusea ascendió por mi garganta al comprender realmente qué era aquello que contemplaban mis ojos. Alguien había conservado los cuerpos de mi familia desde el accidente de coche y los había colocado para retratarlos una última vez, siguiendo la tradición de las familias del siglo XIX de retratarse con sus fallecidos, para dejar constancia de la omnipresente e ineludible muerte: memento mori. Pero en ese escenario, había un aspecto que rompía con la armonía general, un vacío que silenciosamente reclamaba ser llenado.

La mecedora. Aquel asiento basculante era el espacio que me había sido reservado en la fotografía, y esta el motivo de mi convocatoria en la casa, después de tantos años alejado de ella. Ya estaba convencido de ello, pero todo rastro de duda se evaporó cuando una nueva ráfaga de aire me trajo de nuevo ese olor, ese perfume inconfundible. En el preciso instante en que la mano de largos dedos se posó sobre mi hombro, perdí la consciencia y jamás volví a despertar. Pero antes, llegué a oírla decir:

—Por fin has vuelto.




Las primeras luces del amanecer acariciaban las copas de los árboles cuando el vehículo del abogado se detuvo junto al coche alquilado, frente a la vivienda. El hombre, elegantemente trajeado, cogió su maletín y se bajó de la berlina, en dirección a la casa. Cruzó el largo pasillo de la planta baja y ascendió hasta la segunda habitación a la derecha, en el piso superior. Estaba vacía, a excepción de una silla en la que, conforme a lo acordado, encontró un álbum de fotografías.

De entre sus hojas afloraba un sobre blanco. Abrió el tomo por la hoja marcada y comprobó su contenido. Su cliente había cumplido: ahí estaban todos sus honorarios. Antes de marcharse y concluir su encargo, sin embargo, cedió ante la curiosidad. Extrajo de su maletín una pequeña linterna e iluminó con ella la fotografía que ocupaba aquella página. Una familia posaba alrededor de una mecedora de madera. Dos niños estaban sentados al frente, en el suelo, y los que parecían ser los padres ocupaban ambos flancos del asiento. Entre ellos, una mujer de radiante belleza a pesar de su avanzada edad sonreía a la cámara, contrastando con el rictus serio de los demás retratados. Especialmente con el del joven sentado en la mecedora, en cuyo cuello se podía apreciar una línea horizontal mal disimulada con maquillaje, justo por debajo de la nuez.

Siguiendo las precisas instrucciones, cerró el tomo y lo guardó en el maletín. Se lo llevó con él, salió de nuevo al vehículo y extrajo del maletero un bidón de combustible. Instantes después, permanecía apoyado sobre el capó del coche, contemplando cómo las llamas se extendían por la casa, lamiendo las paredes de madera y calcinando todos los recuerdos ocultos en sus estancias. Abrió la puerta del coche, dispuesto a abandonar el lugar para comenzar a disfrutar de la pequeña fortuna que se acababa de ganar, cuando captó algo inusual. Una corriente de aire procedente del bosque que rodeaba la vivienda le llevó un intenso olor que se impuso al de las llamas: una particular mezcla de frutas, aderezada con un toque de vainilla.

Conocía ese olor y lo que significaba, por lo que no pudo más que sonreír antes de entrar en el coche y dejar atrás definitivamente aquella historia, que guardaría en secreto hasta que, algún día, él tuviera el mismo e inevitable final que los protagonistas de aquella fotografía.



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